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La belleza de las ruinas
Era una de las obsesiones del arquitecto de Hitler, Albert Speer: dejar un hermoso cadáver. Prometió al führer que su Berlín imperial sería bello hasta después de muerto, que sus edificios se construirían de tal forma que incluso sus ruinas fuesen hermosas para servir de testamento eterno de la grandeza del Reich, al igual que el Coliseo prueba hoy la gloria de Roma. La teoría de Speer acabó siendo cierta hasta para el régimen nazi: el valor de una civilización lo da la belleza de sus ruinas. Por eso el edificio más famoso del perverso Reich ni siquiera está ya en Alemania sino en Polonia. En Auschwitz.
¿Qué quedará de nosotros cuando las plantas vuelvan a crecer entre el asfalto? En Arizona, las ruinas de la burbuja inmobiliaria aúllan en su agonía. Cantan. Muchas de las casas cuyos dueños no pudieron pagar —enormes urbanizaciones, como nuestra Seseña o el Avelandia de Guadalajara— pertenecen ahora a los bancos, que prefieren no vender para no tener que apuntarse las pérdidas. Las casas, miles de ellas, permanecen cerradas, arruinándose poco a poco. De cuando en cuando, la lluvia o el viento rompen algo y la alarma de la casa se dispara. Nadie la apaga. Los bomberos no pueden entrar sin permiso del dueño, y el banco no está para eso. Las alarmas, sin nadie que las consuele, siguen cantando así hasta agotar las baterías.
Las alarmas siempre suenan tarde. «Muchos estadounidenses compraron casas a crédito sin informarse adecuadamente y sin aceptar sus responsabilidades», dijo hace unas horas Obama, al anunciar la reconstrucción del nuevo orden financiero. Ojalá acierte. De la fealdad del modelo anterior dan fe sus ruinas.