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Muchas gracias, Alemania
Cuando la crisis termine y alguien escriba la historia, no sobrará recordar el mezquino papel que en ella ha tenido la cortoplacista canciller alemana, Angela Merkel; una líder tan egoísta que permitió el hundimiento de Grecia porque tenía elecciones en Renania (que además perdió). Pero antes de hablar de Berlín, pasemos por Washington, que hay noticia. No me refiero a las elecciones, sino a una de sus consecuencias: la decisión que ha tomado la Reserva Federal (FED) de inyectar 600.000 millones de dólares en su economía comprando deuda pública. La FED hace esta jugada por tres motivos: porque quiere depreciar el dólar frente al euro y el yen, y así exportar más; porque Obama, atado en el Congreso, ya no podrá acelerar la recuperación económica con gasto público; y porque prefiere algo de inflación a la temida deflación. La FED puede atreverse a tanto porque su mandato es doble: vigilar la inflación, pero también velar por el crecimiento y el empleo.
Nuestro equivalente, el Banco Central Europeo (BCE), no es tan completo. Así lo quiso Alemania —un país que ha vivido dos hiperinflaciones en el último siglo—, que puso como condición para el euro que el BCE solo se ocupase de la inflación y no del crecimiento. Siguiendo este ortodoxo mandato, el BCE empieza ya a recortar las facilidades del crédito, exigiendo más garantías a los bancos, a pesar de que para crecer nos vendría mucho mejor una política monetaria más expansiva. El egoísmo de Merkel, que es quien impone estas recetas, hace que nos enfrentemos a la crisis más terrible con las manos atadas. Ni controlamos la política monetaria, ni podemos recurrir al déficit público, que sin duda hay que ajustar, pero no a este ritmo de caballo. De tanto apretarnos el cinturón, vamos camino de estrangularnos.