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Yo quiero ser sistémico
Si una familia no puede pagar su hipoteca, pierde la casa y se va a la calle; no es nada personal, solo negocios. Si una pequeña empresa no puede asumir sus deudas, la empresa cierra y sus trabajadores se quedan en el paro. Lo mismo sucede cuando la empresa es mediana y también con la mayoría de las grandes. Es uno de los pilares del capitalismo: el que invierte puede ganar porque asume el riesgo de perder. Pero esta norma básica de la economía de mercado no funciona siempre, porque todas las empresas son iguales, pero algunas más que otras. Cuando un gran banco quiebra, como se ha visto estos años, el Estado acaba cubriendo las pérdidas porque existe «riesgo sistémico»: porque las consecuencias de su bancarrota son tan terribles para toda la economía que sale más a cuenta rescatarlo.
Con suerte, el nuevo capitalismo refundado (ja, ja) nos dejará una regulación que impedirá a los bancos con «riesgo sistémico» asumir determinadas apuestas; tendrán que andar con pies de plomo, no podrán endeudarse alegremente. Hace meses que el G20 está negociando esos límites. Parece una medida razonable hasta que se aleja el foco de la óptica contable. Si una empresa es demasiado grande para caer, también es demasiado grande para existir: debería ser dividida en varias más pequeñas, como se hace con los monopolios. Y tampoco es digerible por una cuestión moral. No es un riesgo para el sistema que haya un 20 por ciento de paro; tampoco que las pensiones se congelen, que se recorten los derechos sociales o que decenas de miles de familias se queden sin casa. Sí lo es, parece ser, que pierdan los inversores de un banco, lo cual demuestra que el sistema no es un medio sino un fin; una ecuación donde cada día importan menos los ciudadanos.