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Por los huesos de Bedia
El mensaje oculto apareció durante una reforma de la fachada del edificio, en julio de 1984. La nota estaba escondida bajo una losa, sobre la clave del arco principal de la entrada del Ministerio de Educación, en la madrileña calle de Alcalá. Estaba escrita a mano, con mala caligrafía. Decía así: «Pedro Bedia Perojo, natural de Valdecilla, provincia de Santander, cerró este arco el día 30 de Agosto de 1928. Camaradas, salud. Cuando derribéis este arco, tomáis un vaso por mis huesos».
Bedia Perojo envió un mensaje al futuro pero no pasó a la historia. Él no fue el arquitecto, solo un anónimo albañil. La firma de la obra corresponde al burgalés Ricardo Velázquez Bosco, que también dibujó los planos de otros edificios emblemáticos de aquel Madrid de principios de siglo que soñó con ser París, como el Ministerio de Fomento (hoy de Agricultura) o el Palacio de Cristal, en el Retiro. Bedia Perojo, del que nunca más se supo, cerró el arco con las manos. Con su nota manuscrita, cumplió con una vieja tradición; un ritual que nació en la Edad Media y que aprendían los albañiles, de maestro a peón: dejar constancia para el futuro, con un mensaje escondido sobre la puerta principal, de quiénes levantaron el edificio y cuándo lo hicieron. En ocasiones no era solo una simple nota, también se escondían en una caja, un juego de monedas y los periódicos del día.
La vieja tradición ha mutado en el siglo de las grúas y los adosados. Ahora el mensaje al futuro no se esconde al terminar el edificio sino cuando aún no se ha empezado a construirlo. Ya no es sobre la puerta principal sino debajo de la primera piedra, ese pretexto que sirve a los políticos para inaugurar las obras por partida doble: cuando empiezan y cuando acaban.
Tal vez sea ésta una de las razones que explican por qué las administraciones públicas son, por regla general, tan poco dadas a gastar en educación y en ciencia. No luce para conseguir votos, aunque sea la inversión más rentable para una sociedad. A diferencia del asfalto, del ladrillo, del mármol o del hormigón, el futuro nunca se inaugura.
Aumentar el presupuesto para la investigación y para la educación —ahora en manos de las autonomías— debería ser una prioridad absoluta si queremos pasar de cuartos y competir, por fin, con las grandes potencias mundiales. Pero no basta solo con invertir más, hay muchos problemas de fondo que son estructurales, y no requieren más dinero sino valentía política.
En la educación, como en el fútbol, todo el mundo es seleccionador nacional. Se repiten tópicos y falsedades sobre la autoridad, el discurso que tan bien le funcionó a Sarkozy en Francia, como si el ejemplo a seguir fuera el de la educación franquista del florido pensil; el de los cachetes y las listas de los reyes godos.
Tampoco se está afrontando el problema de la inmigración. En los últimos años, se ha duplicado el número de alumnos extranjeros en los colegios. En este curso rondan el 9,4 por ciento del total. Según los expertos, la educación de estos estudiantes requiere más recursos, más profesores y clases de apoyo, ya que muchos hablan otro idioma, tienen un nivel académico más bajo y pertenecen a las clases sociales más pobres, las que tienen menos medios para acceder a la cultura.
La mayoría de las autonomías han escondido el problema creando una educación de primera —la concertada, a la que se permite levantar barreras económicas para que los inmigrantes queden fuera de sus aulas— y otra de segunda, la pública, donde algunos centros alcanzan hasta un 80 por ciento de alumnos inmigrantes. El modelo sirve para agradar a los padres nacionales, a los votantes, al tiempo que se emplea el dinero de todos para dinamitar la educación pública. Los hijos de los inmigrantes —como ahora ha descubierto a fuego Francia, tras la explosión de las banlieues— también son parte de nuestro futuro.
Con la educación universitaria el problema es otro, y su solución también requiere valentía política. A muchos padres tampoco les va a gustar.
En los últimos treinta años, España ha inaugurado decenas de universidades, cientos de facultades. Hemos logrado un fantástico primer objetivo: que la universidad no sea solo para las élites económicas. Pero tenemos pendiente asumir otro reto: competir en excelencia con las universidades punteras europeas y estadounidenses.
Pocas iniciativas de la UE han hecho tanto por convertir Europa en algo más que una unión económica como los programas de becas Erasmus. Estas ayudas también han demostrado otra cosa a padres y alumnos: estudiar fuera de casa es una de las mejores experiencias personales y educativas para un joven.
¿Tiene sentido que cada capital de provincia ofrezca todas las licenciaturas? ¿No sería más efectivo invertir los recursos en grandes facultades de referencia, repartidas por todo el país, y otorgar becas para que todos los estudiantes, sin importar sus recursos económicos ni su ciudad de origen, puedan estudiar en ellas? El problema, una vez más, pasa por las inauguraciones. Nadie ha ganado unas elecciones por cortar la cinta de un programa de becas.
P.D.: El mensaje de la botella de náufrago de Pedro Bedia Perojo, enmarcada entre dos planchas de metacrilato, decora hoy una de las salas del Ministerio de Educación. Ochenta años después, su arco sigue en pie. Un país necesita arquitectos, pero también albañiles. Tomad un vaso por sus huesos.