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La burbuja aeroportuaria
Aeropuerto de Castellón. Dos mil setecientos metros de pista, una terminal de pasajeros, otra de carga y tres mil plazas de aparcamiento. Ciento cincuenta millones de euros de gasto, que no inversión, para el tercer aeropuerto en doscientos kilómetros a la redonda (el de Valencia está a setenta y dos kilómetros). ¿El número de vuelos? Cero. En unos meses, tal vez un par por semana. Lo inauguró Carlos Fabra y hasta ayer, cuando lo prohibió la Junta Electoral, se podía visitar a pie, dando un paseo por las instalaciones. «Es un aeropuerto para las personas», declaró Fabra. Ya. Claro.
Aeropuerto de Huesca-Pirineos. Fue inaugurado en 2007, dos años antes de que llegara el AVE a la ciudad. Ha costado unos cincuenta millones. Hasta ayer, había un vuelo por semana, de Huesca a Londres; hubo días que el avión voló vacío. Desde ayer, nada de nada. En sus instalaciones, como aquellos japoneses del Pacífico que no sabían que la guerra había terminado, aún siguen trabajando veinticinco personas, esperando a que vuelva la temporada de nieve y, con suerte, otro vuelo por semana.
Aeropuerto de Lleida. Fue presupuestado en 42,5 millones; costó noventa. Se inauguró hace un año con cuatro aerolíneas y hoy solo queda una. La última en irse fue Ryanair, que exigió que le subieran la subvención a sesenta euros por pasajero (cobraba veinte). Tiene dos vuelos por semana. Hasta hace unos meses, había una ruta a Barcelona que tardaba, entre facturación y embarque, dos veces más que el AVE.
Aeropuerto de Ciudad Real. Ha costado mil cien millones y está preparado para dos millones de pasajeros anuales. El año pasado fueron treinta y tres mil viajeros, noventa al día en el aeropuerto «internacional»; hay seis vuelos semanales. En teoría, era un aeropuerto privado pero su deuda, como el resto de esta fiesta, la pagaremos entre todos.