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En su habitación, la Chata contempló la mancha de sangre en las bragas del biquini. Se quitó el sujetador y se miró al espejo. Tenía un mordisco en el cuello, varios chupetones en los pechos y en los brazos… Hasta en un pie tenía marcados los dientes del Saharaui. Se taponó el ano con un trozo de papel higiénico y frotó las bragas en el lavabo del cuarto de baño. Luego se quitó el papel, que estaba manchado de sangre, lo tiró al inodoro y se metió en la ducha. Tuvo que poner el agua casi fría, porque le escocía todo el cuerpo.
Volvió a taponarse el ano, aunque ya apenas manchaba. Abrió el armario y se puso una camisa del Chato, unas bragas oscuras y los pantalones vaqueros. Metió los pies en unos calcetines y puso el aire acondicionado al máximo. Antes de acostarse miró el reloj: las dos menos cuarto. Se cubrió hasta la barbilla y cerró los ojos.
Cuando quince minutos más tarde el Chato entró en la habitación, ella respiraba suavemente. El pelirrojo se desnudó y fue al baño. Vio el papel ensangrentado flotando en el agua del retrete y orinó encima de él. Tiró de la cadena de la cisterna y se metió en la ducha. Cuando se secó, se introdujo en la cama y la abrazó. Sorprendido, alzó el edredón y descubrió la camisa, los pantalones vaqueros y los calcetines. Volvió a cubrirla y acercó la boca a su oreja.
—¿Estás bien?
Ella murmuró algo y siguió durmiendo. Él se quedó bocarriba un rato, con las manos cruzadas en la nuca, mirando el techo. A los diez minutos estaba dormido.
Ya era de noche cuando se despertó. Se hallaba solo en la cama. Encendió la lámpara de la mesilla y miró el reloj: las diez y media de la noche. Cogió el móvil y llamó a su novia.
—¿Dónde estás?… ¿También están ahí todos los demás?… ¡Joder, qué huevos! Pillo un taxi y voy. Te llamo cuando llegue.
Se vistió y salió del hotel. Al pasar junto al minibús vio al Chiquitín sentado en el asiento del copiloto, con el rostro iluminado por la pantalla del iPad. Se acercó y dio en la puerta un golpe que hizo saltar al gigante en su asiento. Se llevó la mano al corazón, sonrió y bajó la ventanilla.
—¿Adónde vas?
—Con los otros. Están todos en la Yemáa El Fna.
—Menos el Saharaui —dijo el Chiquitín—. Se ha quedado en su habitación. Yo creo que está un poco cabreado.
El Chato frunció el entrecejo.
—Que le den. Si no está dispuesto a mojarse el culo, que no vaya a coger peces. ¿Hasta qué hora te toca?
—Hasta las dos. Luego te toca a ti.
—¿A mí otra vez? ¿Y el Guapo? ¿Y el Saharaui?
El grandullón tosió un par de veces y encendió un cigarrillo.
—El Guapo no hace guardia porque es el jefe. Y no quiere dejar al Saharaui solo en el autobús.
El Chato escupió en el suelo.
—Vaya mierda.
Tomó un taxi frente al hotel. Diez minutos después entraba en la medina. Había muchos policías en torno al hotel La Mamounia. También en la Yemáa El Fna. Circulaban en parejas entre el hormiguero de gente y los disparos de los flashes, con sus gorras de plato, sus camisas azul claro y sus correajes blancos. Sacó el teléfono y llamó a su novia, que le indicó dónde quedaba el restaurante en el que estaban cenando. Era un local bullicioso y asfixiante, lleno de turistas. Le había reservado un sitio en el extremo de la mesa más alejado de ella. Iba vestida con una blusa de manga larga y un pañuelo al cuello.
El Guapo y el Yunque estaban hablando en voz baja, cuando de pronto el primero hizo un gesto brusco.
—Pues si le pica que se rasque. Ya no lo necesitamos. Si mañana no está abajo a la hora, nos vamos sin él.
A su alrededor se cruzaban conversaciones en varios idiomas:
—… trois cent kilomètres d’une route complètement ravagée…
—… she’s such a beautiful girl…
—… significa Asamblea de los Muertos…
—… con un gregge di capre…
El Chato alzó la vista hacia el televisor. No podía oír al locutor, pero en pantalla apareció la fachada de un banco. Un rótulo al pie decía: «Vol de bijoux à Marrakech». No tenía ni idea de francés, pero supo al momento cuál era la noticia.