21

La enfermera de relevo empujaba el carrito por el pasillo y daba dos golpecitos con los nudillos en las puertas de las habitaciones antes de entrar a administrar los medicamentos a los pacientes. La mayoría de los cuartos estaban ocupados por dos enfermos. El de Jean-Baptiste no, porque la policía había pedido a la dirección del hospital que lo mantuviera aislado a fin de ocuparse de él sin curiosos si llegaba a despertarse.

—Buenaaas —dijo la mujer al entrar. Vio la cama vacía, dejó la bandejita que llevaba en la mesilla y golpeó la puerta del cuarto de baño—. ¿Oiga? ¿Está usted bien? ¿Oiga?

Abrió la puerta y se encontró el servicio también vacío. Dio media vuelta y corrió hacia el puesto de enfermeras.

—El de la cuatrocientos dos no está —le dijo a su compañera.

—¿Cómo que no está?

—Allí no hay nadie.

Volvieron a la habitación y miraron incluso debajo de la cama. También abrieron el armario; sólo encontraron el pijama azul del enfermo, arrugado, tirado en el suelo. Las prendas que vestía cuando llegó al hospital habían desaparecido. Llamaron a seguridad.

El guardia del vestíbulo, un joven rubio y fornido, recibió la alarma por radio: «Varón de más de sesenta años con el pelo y la barba blancos», crepitó el aparato. Miró a su alrededor: allí había por lo menos veinte hombres que respondían a esa descripción. Se apresuró hacia las puertas con la vaga esperanza de que algo le permitiera identificarlo. De pie en medio del trasiego de gente, pidió algún dato más acerca de su aspecto. «Estamos en ello», respondió la radio.

Dos de sus compañeros acudieron a ayudarlo, pero tampoco ellos podían parar a todos los hombres mayores de sesenta años sin saber a quién buscaban. Se plantaron en las puertas mirando las caras de los que salían y solicitando más datos por sus radios.

Diez minutos más tarde llegó un coche de policía, con las sirenas y las luces encendidas. De él descendieron dos agentes. El mayor de ellos se ajustó el cinturón, se quitó las gafas de sol y se dirigió al rubio fornido:

—¿Qué ha pasado?

—Parece que se ha fugado un paciente, pero de momento sólo sabemos que tiene más de sesenta años y pelo y barba blancos. —Señaló a su alrededor—: Aquí hay decenas así.

El policía se guardó las gafas en un bolsillo de la camisa. Habló con autoridad:

—Tenéis que pedir la documentación a todos los que quieran salir. Hay tres puertas: poneos uno en cada una.

Al cabo de cinco minutos llegaron otros dos coches patrulla. Para entonces, una multitud de enfermos y familiares que pretendían abandonar el hospital se agolpaba en el vestíbulo. Comenzaban a oírse gritos de protesta.

Uno de los agentes recién llegados preguntó en qué planta estaba internado el fugado y se dirigió hacia los ascensores. Cuando uno se abrió, debió echarse a un lado para dejar salir a la decena de personas que lo atestaban. Luego, los que esperaban lo empujaron hacia el fondo de la cabina. En la cuarta planta tuvo que hacer un esfuerzo para bajarse a tiempo.

Estaba en un pasillo desierto con dos salidas. Eligió la de la izquierda. A ambos lados se alineaban las puertas cerradas de las habitaciones. Un joven de aspecto magrebí, tocado con una gorra de béisbol y gafas de sol, dobló la primera esquina y pasó junto a él.

—¡Oiga! —lo llamó—. ¿Sabe dónde están las enfermeras?

Pero el joven siguió de largo hacia los ascensores.

El policía dudó un momento en volver a llamarlo; finalmente desistió y se dirigió hacia el lugar por el que había aparecido el chico.

A veinte metros había un puesto de enfermeras. Una de ellas hablaba por teléfono; la otra salía de una habitación del fondo con una bandeja en la mano.

—… que no lo encontrábamos, que había desaparecido —decía la que atendía el teléfono—, pero que esperara un momento para que nos ayudara a identificarlo. Entonces ha dado media vuelta y se ha marchado. Lo he llamado varias veces, pero no me ha hecho ni caso. Debe de estar bajando en el ascensor.

El policía dio una palmada en el mostrador que hizo que la mujer alzara los ojos asustada.

—¿Llevaba una gorra azul de béisbol?

La enfermera, aún con el auricular en la oreja, asintió. El policía echó a correr mientras a sus espaldas la oía hablar por teléfono:

—Una gorra azul de béisbol, se lo acabo de decir a un compañero suyo…

Mientras corría sujetándose el pesado cinturón con la mano izquierda, el agente habló por el transmisor que llevaba en el hombro:

—Sospechoso vestido con camiseta blanca y vaqueros, gorra azul…

No había nadie esperando a los ascensores. Alzó la vista: uno estaba en el décimo piso, subiendo; el otro, en el sexto, también subiendo.

—Si va en un ascensor —habló a través del transmisor—, debe de haberlo cogido hacia arriba. Bajo por las escaleras.

—Recibido —dijo la voz metálica junto a su hombro—. Vamos a los ascensores de la planta baja y a la escalera.

El agente echó a correr hacia las escaleras. Sólo había bajado dos tramos cuando oyó gritos más abajo y, a continuación, dos disparos.

Se detuvo y sacó su pistola. Tras un instante de duda, siguió descendiendo, ahora sigilosamente y con la espalda pegada a la pared. Del vestíbulo llegaban gritos histéricos. No tardó en oír por encima de ellos los pasos de alguien que subía apresuradamente.

Se detuvo a la mitad de un tramo de escaleras, sujetó el arma con ambas manos y esperó. Enseguida oyó cómo el que subía a la carrera enfilaba el tramo anterior. Entonces dio un paso adelante y se asomó sobre la barandilla, directamente sobre la cabeza del otro. No tuvo tiempo a darle el alto, porque en ese momento el muchacho levantó la vista y alzó su revólver. El policía disparó dos veces: la primera bala lo alcanzó en la cabeza y lo proyectó hacia un lado, contra la pared; la segunda le abrió un agujero en el cuello. El cuerpo del chico cayó de espaldas; se convulsionó unos segundos y quedó inmóvil. Cuando, un minuto más tarde, llegaron los demás policías, tuvieron que hacer un gran esfuerzo para abrirle la mano y arrebatarle el arma.