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La Guapa se había maquillado y vestido con una blusa de manga larga para ocultar los moratones de las ligaduras, y con pantalones para que no se le vieran los de los tobillos. Hacía dos horas que esperaba a que volviera a sonar el interfono. Cuando lo hizo, se levantó y pulsó el botón.

—¿Quién es?

—Policía. ¿Nos abre, por favor?

Ella obedeció. Salió y esperó en el descansillo.

—¿Qué pasa ahora? —les espetó en cuanto los vio aparecer subiendo la escalera.

El más alto la miraba fijamente. Fue el otro quien habló:

—¿Podemos pasar?

Ella se hizo a un lado y extendió el brazo hacia su casa con ironía.

—¡Pasen, pasen! ¡Si desde ayer esto parece una comisaría!

El bajito se sentó en un sillón. El otro esperó a que ella se acomodara y se situó a su lado, bloqueando el camino hacia la puerta.

—Estuvo usted declarando en comisaría con un tal… —El bajito sacó un bloc del bolsillo trasero de su pantalón y comenzó a pasar las hojas—… Michel…

—Sí, Michel —lo interrumpió ella.

—¿Ha vuelto a verlo desde entonces?

A la Guapa se le endureció la expresión.

—Ni ganas. —Y añadió—: ¿Habéis borrado las fotos?

—Las fotos están en comisaría, no se preocupe por ellas. Ahora díganos qué hizo usted exactamente desde que salió del hospital. Piénselo bien. Tómese su tiempo. Necesitamos todos los detalles.

Respondió deprisa:

—Cogí un taxi, vine a casa, me duché, ordené un poco y me eché a dormir. Estuve durmiendo desde entonces hasta hace sólo unas horas.

—¿Qué hizo cuando se despertó?

—Pues desayuné, me volví a duchar, preparé la comida…

—¿No salió a la calle?

—No —su rostro expresó sorpresa.

—Pues llevamos dos horas llamando y nadie ha abierto la puerta.

Ella se llevó teatralmente una mano a la frente.

—¡Ayyy! Eso es por los cascos. Mi madre dice que me voy a quedar sorda por poner la música tan alta —sonrió—. Pero, como yo digo, si tuviera razón estaríamos todos sordos.

—Entonces, no salió de casa.

—No.

El bajito miró a su compañero, que asintió.

—El señor Michel… En comisaría declaró usted que conocía a un amigo de Michel. —Tenía una voz hermosa y grave—. Un tal Jean-Baptiste.

La Guapa puso los ojos en blanco.

—¡Joder! ¿Es que esto no se va a acabar nunca?

—¿Qué sabe de él?

Ella mostró las manos con las palmas hacia arriba y los miró alternativamente.

—¿Qué voy a saber? ¡Nada de nada! ¡No lo he visto en mi vida!

El pequeño levantó la voz, indignado:

—Oiga, señora, usted firmó en comisaría una declaración en la que afirmaba conocerlo.

La Guapa negó con la cabeza.

—Yo no firmé nada en comisaría.

—Bueno, lo firmara o no, lo dijo.

Ella lo miró a los ojos.

—Dije lo que hacía falta decir para que el hijo de puta de Michel no se fuera de rositas. Si hubiera tenido que decir que vi al rey jodiendo con una cabra, lo habría dicho.

—Pero sabía su nombre.

—No, hijo, no. Le oí decir ese nombre a Michel mientras esperaba fuera. Lo repetí porque supuse que era el de la foto.

—¿Y la historia de la medalla para el bebé?

—Lo mismo. Mira, yo a ese hombre no lo he visto en mi vida. —Hizo una mueca de dolor y apoyó una mano en el riñón al incorporarse—. Ustedes ya han terminado, ¿verdad?