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El hombre arrancó su Peugeot y se despidió agitando la mano.

—¡Hasta mañana, españoles!

Era el individuo que había hablado con ellos el día anterior. Al parecer, hacía lo mismo todos los días: ir hasta allí en coche con su familia, aparcar bajo los arganes y pasar el día tumbado en una manta, comiendo, durmiendo y mirando alrededor. En cuanto el sol comenzaba a ponerse, recogían todo, se subían al coche y regresaban a casa. Igual que el día anterior, fueron los últimos en marcharse.

—No tiene dinero para vacaciones —explicó el Saharaui, que había estado charlando con él, cuando ya sólo se veía la nube de polvo rojo que levantaba su coche—. Viene aquí para que su familia se divierta.

El Guapo miró el reloj: faltaban cinco minutos para las ocho. El sol se apagaba en el oeste y los grillos tomaban el relevo a las chicharras entre los matojos. Los mosquitos zumbaban en torno a las cabezas. Olía a tierra caliente.

—¡A ver, chicos! —dio unas palmadas—. Vamos a salir a encontrarnos con el Pocero. —Intentaba parecer relajado, pero la tensión en el cuello y el rápido parpadeo delataban su nerviosismo—. Conduce el Saharaui, nos deja con el Pocero y lleva a las chicas hasta la puerta del hotel. A partir de ese momento, tú —señaló a la Chata— coges el volante y os venís aquí. Y nos esperáis hasta que volvamos. Quedaos dentro del minibús. Si salís, que sea sólo para mear. ¿Entendido? Nosotros llegaremos hacia el amanecer, ¿vale?

—Vale —respondió obediente la Chata.

—Saharaui, tú coges un taxi en la puerta del hotel y le dices que te lleve hasta donde fuimos el otro día. ¿OK?

El Saharaui asintió.

—Te estaremos esperando allí, ¿OK?

OK.

El Guapo volvió a dar varias palmadas.

—¡Venga, todos arriba!

El Saharaui encendió el motor y, de inmediato, el aire acondicionado comenzó a echar su aliento frío en la cabina. En el interior del minibús sólo se oía ese ruido y el del motor.

Los faros iluminaron la superficie desigual del camino de tierra hasta que se incorporaron a la carretera. Entonces cesaron los baches. La Yunque apretó la mano de su novio. La Chiquitina apoyaba la cabeza en el hombro del grandullón, que respiraba como una ballena varada. La Chata miraba entre los asientos del Saharaui y el Guapo sin prestar la menor atención al Chato, que contemplaba el reflejo de su rostro en la ventanilla. De vez en cuando se oía el choque de un insecto contra el parabrisas.

El Saharaui se detuvo junto a la Menara. A pesar de la hora, aún había bastantes vehículos aparcados, varios de ellos autobuses de turistas. Apagó los faros pero dejó el motor en marcha.

—Si quieres, voy a mirar si lo encuentro.

—Voy contigo —dijo el Guapo.

Durante el tiempo que estuvieron fuera, en la oscuridad del vehículo sólo se oyeron suspiros. El silencio hacía más penetrantes los olores a vegetación seca, a humedad del gran aljibe, a perfume de tomillo; más nítidos los colores del cielo rojo adornado por la luna, de las luces de los coches taladrando la penumbra, y más intensos los sonidos: el roce de las palmas sobre los altos troncos, los motores de los coches. La Chata se movió en su asiento.

—Ahí vienen —anunció.

Las puertas delanteras se abrieron y las luces de cabina se encendieron un momento, hasta que el Saharaui y el Guapo se sentaron y cerraron con sendos portazos. Estaban muy serios. El primero encendió las luces de cruce y metió la marcha atrás mientras el segundo se abrochaba el cinturón de seguridad.

—¿Estaba? —preguntó el Yunque.

El Guapo señaló un coche que pasaba ante ellos.

—Ahí lo tienes. Vamos tras él.

—¿Adónde nos lleva? —preguntó la Chata.

Nadie le respondió.

Una de las luces de posición traseras del Clio gris estaba fundida. Ese detalle le vino muy bien al Saharaui para seguirlo a través del tráfico nocturno. Al Pocero no parecía gustarle que el minibús se acercara a él: en cuanto se colocaba detrás, maniobraba para adelantar y poner uno o dos coches de por medio. No obstante, cuando un policía cortó el tráfico delante del minibús, se detuvo al otro lado de la calle y lo esperó hasta que se restableció la circulación.

En las afueras de la ciudad, el Clio salió de la carretera y enfiló un terreno anónimo en el que apenas se vislumbraban las masas oscuras de algunos matorrales y las siluetas de las palmeras contra el cielo negro. No había luz alguna en los alrededores.

El Saharaui condujo detrás de la nube de polvo que levantaba el coche hasta que éste se detuvo y apagó el motor. Oyeron una puerta cerrarse y enseguida apareció el Pocero ante los faros, como un fantasma, haciéndoles gestos imperativos para que los apagaran. El Saharaui obedeció y descendió. El hombre le dijo algo en árabe y entonces él volvió a subirse y apagó la luz de la cabina.

—Apagad también las luces ahí atrás —dijo—. Las chicas no bajéis. Huele mal.

El Guapo saltó a tierra. El Chato y el Chiquitín lo siguieron. El Yunque se levantó y abrió el bolso de su novia. El paquete alargado desapareció bajo su camisa. Aunque no los veía, sabía que los ojos de ella seguían sus movimientos en la oscuridad. Se inclinó y le dio un beso rápido en los labios. Bajó y cerró la puerta corredera.

—¡Joder, huele a mierda! —protestó la voz estridente del Chato—. ¿Qué hay aquí, un vertedero?

El Guapo se acercó al Saharaui.

—¿Y cómo coño vamos a trabajar sin luz?

—Hay luz en el maletero.

Se encendió una linterna.

Si el Saharaui y el Guapo se hubieran cruzado con el Pocero por la calle, no lo habrían reconocido. El hombre menudo vestido a la europea que habían visto en el Cafe de France era ahora un anciano cubierto con una chilaba a rayas que alguna vez debieron de ser verdes y marrones. En una mano llevaba la linterna; en la otra empuñaba un palo con el que azuzaba a un pequeño burro que tiraba de una carreta plana, cubierta con lo que parecían mantas y algunos higos chumbos.

Condujo la carreta hasta dejarla paralela al minibús. Apartó las mantas y las frutas y esperó.

—No es muy simpático, ¿eh? —comentó el Chato.

El Saharaui abrió el maletero y la luz de éste se encendió. El viejo comenzó a protestar, pero él le contestó de forma terminante y el tipo fue bajando el volumen de sus protestas hasta que terminaron por apagarse. Se introdujo en el habitáculo y comenzó a desenroscar las alcayatas. Al cabo de un rato, el viejo volvió a decir algo, imperativo.

—¿Qué dice? —preguntó el Guapo.

—Que me dé prisa.

El Guapo se volvió hacia él con los brazos en jarras.

—Tranquilo, amigo, ¿eh? Tranquilo. —Y escupió por el diente mellado.

El anciano estalló en una retahíla de palabras de indignación que parecía ir dirigida al saharaui para que la tradujera.

—¿Qué dice ahora? —volvió a preguntar el Guapo. Su voz era desafiante.

—Nada —respondió el Saharaui—. Ayúdame con esto. Así, con cuidado.

Depositaron en el suelo la plancha cóncava que ocultaba el doble fondo. El Guapo ordenó al Yunque y al Chato que se introdujeran en el maletero y fueran sacando las bombonas, las herramientas y los equipos. El Chiquitín los iba recogiendo y colocando en el carro, allí donde el viejo le indicaba golpeando con su vara.

Cuando terminaron de descargar, el Yunque y el Chato ayudaron al Saharaui a colocar el doble fondo. Mientras, el Pocero tapó la carreta con las mantas y colocó encima las frutas. Luego miró al Chiquitín y le dijo algo.

El Saharaui tradujo:

—Dice que estás enfermo del pecho.

El viejo añadió algo más y echó a andar.

—¿Qué ha dicho ahora? —preguntó el Chiquitín.

—Que no te va a venir bien la humedad de las alcantarillas.

El Pocero tiró bruscamente del ronzal, hizo girar al burro en un amplio círculo y echó a andar sin mirar atrás.

—Vosotros vais con él —dijo el Saharaui—. Yo dejo a las chicas y vuelvo.

—¿Aquí? —alzó la voz el Chato—. ¿Vas a volver aquí? ¡Pero si este tío ya se marcha!

—Yo sé adónde va. Está cerca. Os encuentro.

Cerró el portón y todo volvió a quedar a oscuras. Alrededor cantaban los grillos.