7

El Joyero introdujo el ordenador del Saharaui en su maleta. Miró alrededor: parecía que ya estaba todo listo. Los estantes de las librerías habían sido vaciados y el contrato de la línea telefónica había sido cancelado. Unas horas antes había entregado al portero una generosa propina para que se encargara de la cuadrilla que se presentaría al día siguiente para llevarse los muebles. Un día más tarde, otra cuadrilla pintaría las paredes y acuchillaría los suelos. Finalmente, una empresa de limpieza se encargaría de borrar las últimas huellas de su negocio de joyería.

Cerró la maleta y salió del edificio. La placa dorada del portal había desaparecido: sólo se veían los cuatro agujeros que habían dejado en la pared los tornillos que la sostenían. La calle estaba solitaria a aquella hora de la noche. En la puerta le esperaba Michel al volante del Mercedes. Introdujo la maleta en el portaequipaje y se acomodó en el asiento del copiloto. Michel lo miró con interés.

—¿Todo en orden? —preguntó.

Jean-Baptiste suspiró.

—Vamos al aeropuerto.

—¿No quiere ver antes lo que tengo para usted?

El joven sonreía con picardía y sostenía en su mano el teléfono móvil. Jean-Baptiste enarcó las cejas y se subió las gafas hasta la frente.

Michel encendió el iPhone y pulsó el icono del archivo fotográfico. La primera imagen que apareció en la pantalla fue la última que había tomado: la Guapa estaba recostada sobre los cojines en la cama deshecha. Reía a carcajadas mientras con las manos alzaba la melena negra revuelta sobre su cabeza. Tumbada sobre las sábanas había una botella de champán vacía.

—Tuve que trabajar duro para llegar hasta ahí —dijo.

El Joyero pasó con el pulgar a la foto anterior.

—Vamos al aeropuerto —ordenó—. Las miraré por el camino.

Michel encendió el motor. El automóvil se despegó de la acera con un ronroneo. Condujo en silencio hasta la calle Velázquez y paró ante un semáforo en rojo. Jean-Baptiste le devolvió el móvil.

—¿Le sirven?

El Joyero meneó la cabeza.

—No te la has tirado.

—¡Es que está muy embarazada!

—Por mí, como si es la Virgen María.

Llegaron al aeropuerto de Barajas dos horas y media antes de la salida del vuelo. Michel se apeó y sacó el equipaje del maletero. Jean-Baptiste comprobó que llevaba el pasaporte y la tarjeta de embarque en el bolsillo interior de su chaqueta. Se despidieron con un apretón de manos.

—Envíame esas fotos a mi teléfono. Mándalas ya —dijo el Joyero.

Entró en la terminal empujando su maleta y se dirigió al control de seguridad. Mientras hacía cola, su teléfono sonó varias veces; miró la pantalla y vio que estaban entrando las fotos. Cuando llegó su turno, los guardias le ordenaron encender el portátil para comprobar que no ocultaba una bomba, pero no le pusieron más problemas: sólo dedicaron un vistazo rutinario al pasaporte falso.

Comprobó su puerta de embarque en un panel informativo. Entró en un quiosco de prensa y estuvo un rato ojeando las novedades editoriales. Al final sólo compró un par de periódicos: El País y Le Monde. Encontró un asiento cerca del mostrador de embarque, colocó la maleta a su lado y abrió El País: el escándalo presidencial en Estados Unidos, la crisis siria, la volatilidad de la economía china…

Hastiado, echó el periódico a un lado y se volvió para sacar su iPad del bolsillo lateral de la maleta. Entonces descubrió que su equipaje había desaparecido. Se puso en pie de un salto y miró alrededor. Tenía el rostro desencajado. Nada, ni rastro de su maleta azul de cuatro ruedas. Le fallaron las piernas y tuvo que apoyarse en el respaldo de la silla. Comenzó a sudar. Vio que una joven mochilera sentada a unos metros lo miraba con curiosidad. Se acercó a ella respirando agitadamente.

—Perdone, yo estaba sentado ahí. Tenía una maleta azul a mi lado… No la encuentro. ¿Ha visto si alguien se la ha llevado?

Ella miró hacia el sitio que él le indicaba y luego a la gente que caminaba por la terminal. La mayoría de aquellas personas acarreaban maletas con ruedas.

—Aquí hay muchas maletas azules. ¿No será que alguien se ha confundido y se la ha llevado pensando que era la suya?

Él se volvió y, en un solo vistazo, divisó cinco maletas similares a la desaparecida.

—No creo que se la hayan robado —añadió la muchacha—, porque estamos dentro de la zona de seguridad. De todos modos, debería avisar a la policía.

Jean-Baptiste asintió con aire ausente. Miró el reloj: aún quedaban tres cuartos de hora para embarcar. Corrió al panel que había consultado antes y memorizó las puertas de embarque de las cinco siguientes salidas. Jadeando, llegó a la primera de ellas: una larga fila de viajeros se disponía a embarcar. La recorrió con la vista fija en sus equipajes, pero su maleta azul no estaba.

A paso rápido, se dirigió hacia la segunda puerta, pero tampoco allí encontró lo que buscaba. Parecía a punto de llorar mientras se dirigía hacia la tercera puerta. Entonces vio a un hombre arrastrando dos maletas: una roja y otra azul, exacta a la suya. Era un tipo joven, vestido con vaqueros y sudadera gris y tocado con una gorra de larga visera curva que casi le ocultaba el rostro.

El joven entró en los servicios. Jean-Baptiste trotó tras él, pero, cuando llegó, la estancia estaba desierta. Los urinarios brillaban como si acabaran de limpiarlos. Abrió las puertas de los retretes, pero estaban vacíos. Entonces se fijó en que la cerradura del reservado para las personas con discapacidad mostraba la pequeña franja roja que indicaba que se hallaba ocupado. Se acercó de puntillas y pegó la oreja a la puerta. Oyó ruido de cremalleras y el movimiento de una persona dentro. Luego, el inconfundible rodar de una maleta y seguidamente el agua de la cisterna.

Esperó con la mano en la manilla a que desapareciera la pequeña banda roja, lo que le anunciaría que quien estaba dentro había quitado el pestillo. En cuanto eso sucedió, empujó la puerta con todas sus fuerzas y se lanzó hacia dentro con el hombro izquierdo por delante. El individuo de la gorra trastabilló y cayó de culo en el suelo. Entre ambos quedó la maleta roja. El Joyero entró en el habitáculo. Entonces vio su maleta azul, destripada.

El joven intentó incorporarse, pero él le dio una patada en la cara.

—¡Hijo de puta! —dijo. Estaba bañado en sudor, tenía el pelo y la barba desordenados y ojos de loco.

—Tranquilo —el de la gorra, de rodillas, levantó una mano en son de paz; con la otra se cubría la cara—. Está todo dentro. —Retiró la mano de la cara y dejó ver el corte sangrante que tenía en el pómulo izquierdo—. Joder —masculló para sí.

De repente se lanzó contra él y le hizo perder el equilibrio. Jean-Baptiste cayó de espaldas, recto como un árbol talado, y su cabeza dio contra el suelo con un crujido como el de un huevo al golpearlo contra el borde de la sartén. Quedó tendido bocarriba, con los ojos entreabiertos.

El tipo de la gorra cerró la puerta del retrete y volvió a echar el pestillo. Se agachó y le dio varias bofetadas para hacerle volver en sí. Le apretó con dos dedos la yugular para comprobar si tenía pulso. Arrancó un trozo de papel higiénico, se enjugó la herida del pómulo con él, lo tiró al váter y pulsó la cisterna. Luego registró los bolsillos del caído; dejó en su sitio el pasaporte y el teléfono móvil, pero retiró la mayor parte del dinero que llevaba en la cartera. Le bajó los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos, se puso en pie y miró en torno. Cerró la maleta azul, se quitó la sudadera y la colocó sobre la cerradura rota. Pegó la oreja a la puerta hasta que se convenció de que no había nadie fuera. La abrió con sigilo y salió. Sacó un gancho plano del bolsillo, lo introdujo entre la puerta y el marco y lo movió hasta que se oyó un chasquido y la pequeña banda roja apareció en la cerradura. Bajó la visera sobre el rostro y abandonó los retretes tal como había entrado, arrastrando las dos maletas.