18
El médico abrió los párpados del enfermo e iluminó la pupila con una pequeña linterna.
—Diga su nombre.
—…
—¿No recuerda su nombre?
Detrás del doctor de la linterna había tres estudiantes en prácticas. También una enfermera con gafas de gruesos cristales.
Jean-Baptiste paseó su mirada desenfocada sobre ellos.
—Je-Je-Je-an-Bap-tis-te —dijo con voz pastosa.
La enfermera suspiró y la oyeron todos los que estaban en la habitación.
—Jean-Baptiste —confirmó el doctor—. ¿Es usted francés? —Mientras hablaba seguía escudriñando en sus ojos con la linterna.
—¿Do-dón-de-es-toy?
—En el hospital La Paz. Lo encontraron tirado en el suelo de los lavabos del aeropuerto.
Una nube de temor cruzó el rostro del enfermo. La pantalla que registraba los latidos de su corazón pasó de marcar setenta y dos a noventa y ocho.
—¿Recuerda lo que le ocurrió?
El Joyero miró al doctor. Se le fueron cerrando los párpados lentamente. Enseguida empezó a roncar.
El médico se volvió hacia la enfermera:
—Que le hagan otro TAC. Y avíseme en cuanto vuelva a despertarse.
—¿Llamo a la policía?
—No. Aún no está en condiciones de declarar. —Se volvió hacia los jóvenes que lo escoltaban—: Esto es un ECG 9-13. Como han visto, el paciente se encuentra en estado estuporoso. Debemos esperar y observar si desarrolla un síndrome postconmoción.
Cuando abandonaban la habitación, uno de los alumnos preguntó:
—¿Será necesario intervenir?
El médico respondió por encima del hombro:
—No creo. Lo sabremos en las próximas horas.
La enfermera cerró la puerta con cuidado.
Cuando volvió a abrirla, media hora más tarde, Jean-Baptiste seguía dormido. Comprobó el pulso, reemplazó la botella de suero, le tomó la temperatura y anotó todos los datos en la tablilla situada a los pies de la cama.
Poco después entró un celador musculoso silbando el Adagio de Albinoni. Empujó la cama a través de varios pasillos hasta llegar a un ascensor. Durante el descenso el enfermo entreabrió los ojos, y los mantuvo así mientras recorrían más pasillos, pero volvió a cerrarlos mientras le hacían el TAC.
De vuelta en su habitación, siguió con los ojos cerrados hasta que regresó el médico, en esta ocasión sin su escolta de alumnos. Junto a él sólo estaba la enfermera.
Mientras miraba los resultados del TAC, volvió a interrogarlo:
—Diga su nombre.
—Je-an-Bap-tis-te.
—¿Es usted francés?
—Me-due-le-la-ca-be-za.
—Es lógico. Ha sufrido usted un traumatismo craneoencefálico. Antes le dije dónde estamos. ¿Lo recuerda?
—Me-va-a-es-ta-llar-la-ca-be-za.
—Bueno, bueno —dijo jovialmente el médico, dejando sobre la cama los resultados de la prueba—. Parece que esto va bien. No creo que sea necesario meterle la cuchilla. —Le abrió otra vez los párpados y enfocó los ojos con su linterna—. Los recuerdos irán volviendo poco a poco, no se preocupe. En un par de días se encontrará mucho mejor.
Al salir de la habitación, la enfermera volvió a preguntar:
—¿Llamo ya a la policía?
El médico la miró. Desde el fondo de los gruesos cristales, los ojillos de la mujer brillaban con urgente interés.
—¡Qué ganas tiene usted de ver a la policía! —exclamó el doctor, meneando la cabeza—. Mañana, mañana —añadió, alejándose.
Antes de terminar su turno, la enfermera aún entró dos veces más en la habitación del enfermo, pero siempre lo encontró con los ojos cerrados.