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El comisario ordenó que la fotografía de Alisalem Mohamed fuera enviada a todas las prefecturas de policía de Francia. También puso en alerta a las patrullas de la zona y a los agentes de carreteras. Luego se tumbó en el sofá de su despacho, cruzó un brazo sobre la cara y se quedó dormido.

En la sala, el agente de guardia continuaba trasteando en el ordenador. De vez en cuando sonaba el teléfono. La mayoría de los que llamaban eran ciudadanos que denunciaban riñas o robos. Él trasladaba el aviso a los coches patrulla para que acudieran a los lugares donde se producían los incidentes. Lo hacía a través de una emisora instalada sobre su mesa, que no dejaba de transmitir los mensajes cruzados entre los patrulleros.

—Aquí comisaría de Clermont l’Hérault —anunció una voz metálica por el altavoz—. Me dicen los compañeros que un BMW con matrícula española lleva varias horas abandonado en una gasolinera de la autopista en dirección París. Cambio.

El agente empuñó el micrófono.

—No nos consta denuncia de robo de ningún coche con matrícula española. Cambio.

—Vale, vale. Os avisaba por si tuviera algo que ver con el tipo ese que estáis buscando. En el correo decíais que venía de España. Corto.

El agente se quedó un momento con el micrófono en la mano. Miró por encima del hombro: la luz del despacho del comisario seguía apagada.

—Clermont, Clermont, aquí Perpiñán, ¿estás a la escucha? Cambio.

Pasaron varios segundos hasta que la voz volvió a oírse:

—Aquí Clermont. Perpiñán, te escucho. Cambio.

—¿Habéis registrado el BMW? Cambio.

—No lo sé. Pregunto y te digo. Corto.

Al cabo de media hora el agente había apuntado en un folio la matrícula del BMW y el nombre de su propietario: José Manuel Romero. Pero también había anotado algo más importante. En el suelo, a los pies del asiento del copiloto, sus compañeros de Clermont l’Hérault habían hallado una caja y una ampolla vacías del mismo opiáceo que unas horas antes había sido sustraído del hospital. Y una jeringuilla usada.

Despertó a su jefe y le contó lo que había averiguado. El comisario se frotó los ojos enrojecidos.

—Pídales a los de Clermont que interroguen al personal de la gasolinera y revisen las grabaciones de seguridad de las últimas horas. Lo más probable es que haya convencido a alguien para que lo lleve en su coche.

Se acercó al mapa de la región desplegado en una pared de su despacho. De una cajita situada sobre su mesa cogió tres chinchetas. La primera, de cabeza amarilla, la clavó en Perpiñán. La segunda, también amarilla, en la autopista, a la altura de Clermont l’Hérault. La tercera, de cabeza roja, la hincó en París.

—Ya te estoy viendo la espalda, cabronazo —dijo.

Encendió el ordenador, abrió un documento nuevo y comenzó a redactar una solicitud de información a la policía española sobre el individuo al que ésta conocía como Jean-Baptiste. Empleó más de media hora en la tarea. En el texto recogió los datos fundamentales de la biografía de Alisalem Mohamed: nacido en 1950 en la ciudad de Tinduf, al suroeste de la entonces provincia francesa de Argelia; se instaló con sus padres en un suburbio de París en 1960; sus altas calificaciones le sirvieron para conseguir una beca y estudiar en la universidad; allí se enroló en un grupo de teatro y abandonó la carrera de Historia del Arte para dedicarse a la bohemia; en 1973 robó un coche y fue detenido por primera vez; en los veinte años siguientes fue detenido en treinta y dos ocasiones por delitos variados: estupefacientes, robo, falsificación de obras de arte, estafa…; a mediados de los noventa se vio envuelto en una rocambolesca historia de tráfico de armas en torno a un millonario saudí de la que salió increíblemente indemne. A partir de entonces comenzó a viajar a Argelia con tanta frecuencia que los servicios de inteligencia lo incluyeron en la lista de agentes del régimen de Argel en Francia. Además de a Argelia, viajaba a España, Marruecos, Egipto, Siria y Líbano, siempre en primera clase. Se alojaba en los mejores hoteles y era un habitual en las recepciones de la alta sociedad de esos países. Además del francés, dominaba el árabe, el español y el inglés. La última vez que un policía le puso la vista encima fue en 2002, cuando renovó su pasaporte. Entonces desapareció del mapa.

El comisario envió el correo y bostezó. El agente entró en su despacho sin llamar. Tenía el rostro arrebolado y cruzado por una sonrisa emocionada.

—Comisario, lo hemos encontrado: se subió a un camión que estaba repostando. Me dicen los compañeros que en el vídeo se ve perfectamente cómo convence al camionero para que lo lleve. Tenemos la marca, el modelo y la matrícula del vehículo. Y también la empresa a la que pertenece.