13
El minibús se detuvo ante una nave del polígono industrial de Leganés. Era un vehículo blanco con ventanas ahumadas en los costados y alegres líneas de colores en la carrocería.
Justo delante, el Joyero descendió de su cupé Mercedes gris metalizado con un manojo de llaves en las manos. Manipuló los candados y retiró las cadenas que sellaban el lugar. Luego empujó con esfuerzo las grandes puertas correderas de metal hasta dejar el camino expedito.
El minibús entró primero y se detuvo en el centro de la nave vacía. El Mercedes lo hizo después y aparcó junto a la entrada. El Joyero se bajó y volvió a empujar las pesadas puertas, que se cerraron con estrépito. El lugar quedó en penumbra. La única claridad entraba por los ventanucos situados en lo alto de las paredes, a unos seis metros del suelo.
—Vamos a tener un problema con la luz —dijo.
El Saharaui estaba de pie junto al minibús, escudriñando el entorno.
—¿Dónde están los enchufes?
—Hay tres al fondo y dos más en esta pared. La potencia está bien. Lo he comprobado.
—Serán suficientes. Échame una mano con esto.
Abrieron el maletero del minibús y sacaron varios alargadores y lámparas de pie, una sierra de calar, una visera de soldador, una amoladora, siete espráis de pintura blanca, un taladro, una caja de alcayatas de rosca, una caja de mascarillas de cirujano y otra de gorros, unas gafas protectoras, masilla, un metro, una linterna, unas tijeras de sastre, un tubo de pegamento extrafuerte, guantes de trabajo, papel de lija, dos rollos de cinta aislante, un lápiz de carpintero, un rotulador rojo para plástico y metal, dos rollos de papel de estraza, un cúter, una mesa plegable de tres metros de largo, un gran tablero de contrachapado y una delgada plancha de metal de cuatro por dos metros. El Saharaui lo distribuyó todo en el suelo como si fuera la mercancía de un vendedor ambulante.
—Desde luego, el empleado de la empresa de autobuses no mintió sobre la capacidad del maletero —jadeó el Joyero. Su camisa gris se había llenado de manchas de sudor.
El Saharaui enchufó los alargadores, encendió las lámparas y apuntó las pantallas hacia el maletero. Sacó las alfombrillas de goma y las dejó en el suelo, a un lado. Desplegó la mesa y colocó sobre ella el tablero. Luego desenrolló seis metros de papel de estraza y se metió en el maletero con ellos y con un rollo de cinta aislante.
—¿Quiere que le eche una mano? —preguntó Jean-Baptiste, pero no obtuvo respuesta. Se encogió de hombros y fue hacia su coche, abrió la puerta del copiloto y se sentó en el asiento de cuero. Encendió el MP3 y prendió un cigarrillo.
El Saharaui salió del maletero al cabo de media hora. Acercó un poco más las lámparas y enfocó con la linterna el interior. Con el haz de luz fue recorriendo las esquinas.
Cuando el Joyero se acercó, vio que había hecho una pared de papel que ocultaba un doble fondo.
—¿Qué te parece? —preguntó el Saharaui.
—Está un poco flojo, ¿no?
—Sí. Quiero que la pared sea cóncava.
Volvió a introducirse en el maletero y, con el lápiz de carpintero, trazó en el papel los límites con la chapa. Luego lo despegó cuidadosamente y lo colocó sobre la mesa. Con las tijeras de sastre, lo recortó siguiendo la línea marcada por el lápiz.
Trabajaba en silencio. Con la ayuda de Jean-Baptiste, colocó el gran tablero de contrachapado en la mesa y, sobre él, el papel de estraza que había recortado. Lo sujetó al tablero con cinta aislante y fue recorriendo sus bordes con el lápiz. Luego retiró el papel.
—Debe de haber una forma más sencilla de hacer esto —comentó el Joyero.
—Es muy probable, pero yo no la conozco.
El Saharaui se puso las gafas protectoras, encendió la sierra de calar y, con mucho cuidado, comenzó a recortar la madera siguiendo la línea del lápiz. Tuvo que detenerse varias veces porque la sierra se recalentaba. Al cabo de cuarenta y cinco minutos, el tablero estaba listo.
—Ayúdame con esto —le dijo a Jean-Baptiste.
Entre ambos introdujeron el tablero en el maletero. El Saharaui lo colocó en el lugar exacto que había ocupado el papel de estraza. Era un poco más alto que el hueco al que estaba destinado, por lo que le ocurría lo mismo que antes había llamado la atención del Joyero con el papel: quedaba abombado. Entonces el Saharaui tiró hacia él desde la parte superior y empujó el abombamiento, que de inmediato se convirtió en concavidad.
El Joyero se echó hacia atrás, contempló la obra y exclamó:
—¡Perfecto!
El Saharaui no contestó. Fue recorriendo con el haz de la linterna los bordes del tablero. En los lugares donde sobresalía un poco de sus límites, trazaba una línea; allí donde quedaba una rendija, dibujaba pequeñas flechas. Cuando terminó, se quitó la camisa empapada de sudor y la dejó colgada en la puerta del autobús. Tenía un torso largo y delgado, con la espalda muy plana. Destapó una de las botellas de agua y se la bebió de un tirón. Luego le dijo a Jean-Baptiste:
—Vamos a sacarlo.
Entre los dos extrajeron el tablero del maletero y lo colocaron sobre la mesa. Estuvieron un buen rato frotando los papeles de lija contra los bordes marcados por el lápiz. Luego volvieron a introducir el tablero en el maletero, y el Saharaui le hizo nuevas marcas. Otra vez lo sacaron y lo lijaron un poco más en algunos puntos, hasta que encajó perfectamente, salvo por las pequeñas rendijas que ya habían sido señaladas la primera vez.
Pusieron el tablero en el suelo, apoyado contra el vehículo. Levantaron luego la plancha de metal y la colocaron sobre la mesa. Sobre ella instalaron el tablero.
—Sujétalo bien —dijo el Saharaui—. Que no se mueva.
Con el rotulador rojo, fue dibujando el borde del tablero sobre la plancha de metal. Allí donde aparecían las pequeñas flechas de lápiz, alejaba un poco la línea roja. Así, hasta que el contorno estuvo cerrado. Retiraron el tablero.
—Se ha hecho de noche —dijo el Joyero mirando hacia los ventanucos. Tenía la camisa pegada al cuerpo, como si acabara de ducharse con ella puesta. Sus elegantes cabellos blancos estaban ahora adheridos al cráneo. Parecía haber envejecido diez años en cuatro horas.
El Saharaui también levantó la vista.
—Ya queda menos —dijo.
Se puso la camisa, que estaba casi seca, se calzó los guantes, encendió la amoladora y se colocó la visera de soldador.
El ruido era infernal. Mientras él iba cortando el metal entre una lluvia de chispas, el Joyero procuraba que la plancha no se moviera. Así estuvieron dos horas, deteniéndose sólo para beber agua u orinar contra la pared del fondo. Jean-Baptiste propuso salir para comer algo, pero el Saharaui se negó.
Cuando la plancha estuvo lista, la encajaron en el maletero.
—No es perfecta —comentó el Saharaui—, pero con un poco de masilla en los bordes y una capa de pintura será muy difícil descubrir el doble fondo.
Tenía los ojos enrojecidos y la camisa llena de pequeñas quemaduras producidas por las chispas.
Con el taladro, hizo varios agujeros en el lugar donde tocaban los bordes de la plancha. Introdujo en ellos tacos de plástico, que aseguró con pegamento extrafuerte, y enroscó las alcayatas. Comprobó que el abombamiento de la plancha de metal hacía que ésta las presionara y evitaba que se venciera hacia atrás. También se cercioró de que bastaba con girar seis alcayatas de la parte superior para retirar la plancha y acceder al doble fondo.
Salió del maletero y se estiró, como si intentara alcanzar el techo con las puntas de los dedos. Luego se dobló hasta tocarse con ellas los zapatos.
—¿Le duele la espalda? —preguntó el Joyero.
—Me duele todo.
—Creo que debimos encargar este asunto a un profesional.
—Nunca se sabe quién es confidente de la policía. Además, me gusta saber cómo funciona todo por si hay que arreglarlo.
Volvió a introducirse en el maletero y selló las rendijas con masilla blanca. Lo forró con papel de estraza, salvo la plancha que acababan de colocar. Se calzó unos guantes de látex y se puso un gorro y una mascarilla de cirujano y las gafas protectoras. Agitó uno de los espráis de pintura y volvió a entrar en el habitáculo.
Al cabo de una hora había gastado cinco de los siete espráis y la plancha del doble fondo tenía una blancura reluciente. Despegó los papeles de estraza: la diferencia de pintura era apenas distinguible a la luz dura de las lámparas. Si alguien abriera el maletero en la calle para revisarlo, sería prácticamente imposible que la notase.
Con el metro, midió la distancia que quedaba entre el doble fondo y la puerta del maletero. Luego midió la misma distancia en las alfombrillas de goma y cortó el sobrante con el cúter. Encajaron a la perfección.
—Listo —dijo. Tenía la cara y el cuello completamente blancos allí donde las gafas y la mascarilla no los cubrían—. Vamos a subirlo todo a la parte trasera del autobús.
Cuando terminaron de amontonarlo, el Saharaui preguntó a Jean-Baptiste si tenía hambre.
—Más que mi abuelo cuando iba de Tinduf a Nuadibú.
—Bien. Dame las llaves de tu coche. Voy a buscarte algo de comer.
—Pero ¿no nos vamos ya?
—El maletero debe estar abierto hasta que se seque. Esta noche tendrás que dormir en el autobús. —Extendió la mano y repitió—: Dame las llaves.
Jean-Baptiste sacó el llavero del bolsillo y se lo entregó.
El Saharaui se montó en el Mercedes y esperó a que el Joyero le abriera las puertas de la nave. Pasó ante él sin despedirse. Un hombre con media cara pintada de blanco y la ropa llena de lamparones y pequeñas quemaduras, que conducía suavemente, como un chófer profesional.