12

El Chiquitín dejó las bolsas de congelados en la acera y, a la luz de la farola, buscó la llave del portal. Abrió y sujetó la puerta con un pie mientras se agachaba para recoger las bolsas. Entró y, al tiempo que la puerta se cerraba a sus espaldas, tanteó en la oscuridad en busca del interruptor.

Alguien detuvo la puerta y se introdujo tras él. El Chiquitín tuvo tiempo de volverse, pero antes incluso de ver quién había entrado, recibió un golpe en el estómago que lo dobló en dos. Las bolsas se le cayeron de las manos y los congelados se estrellaron contra el suelo.

—Tranquilo —dijo una voz ronca en la oscuridad—, todavía no queremos molerte a palos. Esto sólo ha sido para que estés tranquilo.

El Chiquitín estaba de rodillas, encogido, tosiendo como si le fueran a reventar los bronquios e intentando recuperar el resuello. De vez en cuando, una arcada sacudía su cuerpo. Una sombra se colocó a su espalda, mientras otro individuo permanecía recortado contra el débil resplandor que entraba desde la calle.

—Escúchame bien, Víctor —dijo el que tenía enfrente—. ¿Me estás escuchando?

El Chiquitín oyó a su espalda lo que le pareció el sonido de un objeto de aluminio al ser arrastrado por el suelo. Emitió un gruñido que podía interpretarse como un sí.

—Llevas veintiséis horas de retraso en el pago, Víctor.

—Tres… semanas… más… sólo…

—¿Quieres tres semanas más? ¿Para qué? ¿Esperas que te toque la lotería?

—Un… negocio…

—¡Ah, tienes un negocio que te permitirá devolvernos los veintidós mil euros! ¿Es eso?

—Sí…

El que estaba a su espalda volvió a arrastrar el aluminio por las baldosas.

—No nos interesan tus negocios. —La voz sonaba ahora razonable—. Lo que queremos es que pagues lo que nos debes. Somos gente seria, Víctor. Si un cliente no nos paga, hacemos lo que hace cualquier banco: ejecutamos los avales.

—Por favor, sólo… tres semanas.

—No me estás escuchando. —Le dio una patada en el costado—. Mañana irás a ver al señor Martínez para hacer los trámites de la entrega del piso de tus padres.

—Por favor, son muy mayores —sollozó el Chiquitín, aún encogido en el suelo—. El piso vale mucho más de veintidós mil euros. Dadme tres semanas más, os pagaré los intereses.

—No me vengas con que tus padres son muy mayores, Víctor. Eso ya lo sabías cuando pediste el préstamo. Hay mucha gente de ochenta años que se está quedando en la calle porque no puede pagar el alquiler o la hipoteca. Algunos incluso se tiran por el balcón. Tal vez eso sería lo mejor que les podría pasar a tus padres, ¿eh? ¿Lo has pensado? Una muerte rápida, sin que les dé tiempo a comprender que su hijo los ha estafado.

—Os pagaré el doble.

—¿El doble? ¿Cuarenta y cuatro mil euros? ¿Y de dónde los vas a sacar, retrasado? ¿De qué va ese negocio que tienes?

—No puedo decirlo. Pero es un negocio seguro.

El Chiquitín empezó a incorporarse.

—Como hagas un movimiento en falso, mi amigo te revienta la cabeza con el bate como si fuera una sandía —le advirtió el hombre.

Una sombra cubrió el resplandor de las farolas de la calle y oyeron cómo una llave se introducía en la cerradura del portal. El que había hablado pulsó rápidamente el interruptor y se encendieron las luces.

—Recoge todo eso —ordenó al Chiquitín.

Un hombre que ya había dejado atrás los setenta años, encorvado y tocado con una gorra gris de visera, entró en el portal y dio un respingo al verlos.

El que estaba más cerca de la puerta le sonrió. Era un tipo gordo, medio calvo y con barba de cuatro días. Su compañero ocultó el bate tras una pierna.

—Se ha apagado la luz y se nos ha caído la compra —dijo el gordo, como si aquello tuviera gracia.

El Chiquitín, agachado, recogía trabajosamente los congelados.

—Toma, aquí hay más. —El gordo se inclinó y le entregó unos lomos de merluza.

—Tú eres el hijo de la Manuela, ¿no? —preguntó el anciano.

—Sí —respondió el Chiquitín sin alzar la vista.

—Tu madre es muy buena mujer. A veces me pasa algunos congelados que le sobran. Si subes ahora, te doy un cazo que me prestó, para que se lo devuelvas.

El Chiquitín, con una bolsa en cada mano, asintió y comenzó a subir los escalones detrás del viejo, sin mirar atrás. El gordo gritó a sus espaldas:

—¡Hasta mañana, Víctor! ¡No te olvides! ¡Mañana por la mañana!