32
El primero en ver a Jordi fue el Saharaui. Estaba sentado en el minibús con el aire acondicionado al máximo para que la cabina se enfriara antes de que subieran los demás. Un taxi se detuvo ante el hotel y de él se bajó el muchacho. Era inconfundible, con sus gafas rojas y su polo verde. Cuando pasó junto a la barrera del aparcamiento, el guarda ni se movió. El Saharaui bajó la ventanilla y lo llamó:
—¡Eh, amigo!
Jordi se paró y dudó un momento. Parecía que intentaba escudriñar el interior del vehículo a través de los cristales ahumados. Avanzó cautelosamente hacia él.
El Saharaui se bajó y cerró la puerta a su espalda.
—¿Qué tal el viaje a Fez? —preguntó sonriente.
Jordi no sonreía.
—¿Está el Guapo ahí dentro? —señaló con la cabeza el minibús.
El Saharaui lo miró, extrañado.
—No, aún no han salido. ¿Qué tal tu mujer?
Jordi no contestó. Echó a andar a través de la explanada hacia la puerta del hotel. El Saharaui volvió a subirse a su asiento de conductor, se puso las gafas de sol y lo siguió con la vista.
El muchacho oyó sus voces antes de verlos. Cruzaban el amplio hall justo por delante del mostrador de recepción, en dirección a la salida, donde él estaba.
El Guapo también lo vio. Se adelantó rápidamente al resto del grupo, que miraba sorprendido al recién llegado, y le dio un pisotón con todas sus fuerzas. No dudó un instante. El pie derecho del Guapo, vestido con una bota Panamá Jack, aplastó el empeine del muchacho con la fuerza de un bate de béisbol. El chico comenzó a gritar mientras saltaba a la pata coja. El recepcionista levantó la vista al tiempo que el Guapo decía:
—Huy, perdón.
Y seguía de largo. Tras él salieron los demás, sin mirar a Jordi, que se había sentado en el suelo y se sujetaba el pie con ambas manos. Tenía el rostro blanco y contraído por el dolor. El único que le prestó atención fue el recepcionista, que con un discreto gesto indicó a un botones que se acercara a ver qué diablos le pasaba a aquel tipo.
Cuando el minibús echó a rodar nadie se había asomado aún a la puerta del hotel. El Guapo, sentado junto al Saharaui, continuó mirando por los retrovisores hasta que cruzaron la barrera del aparcamiento y se incorporaron al tráfico.
—¡Muy bueno, jefe! —exclamó entonces el Chiquitín.
—El pobre catalufo va a tener que volver a su pueblo con la pata escayolada —se regocijó el Chato—. Espero que su novia sepa conducir, porque si no van a tener que dejar aquí su precioso coche y volver en avión.
—No entiendo nada —dijo la Chiquitina—. ¿Por qué le has pegado al pobre crío?
El Guapo no se volvió para responder.
—Porque «el pobre crío» venía a pegarme a mí. Y no le he pegado —añadió con una sonrisa malévola—; sólo le he pisado sin querer.
Desde el fondo llegó la voz tensa de la Yunque:
—¿Y por qué quería pegarte, Guapo? ¿No nos lo quieres contar?
Su novio intervino:
—Vale ya. Eso no es cosa tuya.
—¡Tú no me tapes la boca! —se revolvió—. ¿Qué le hiciste, eh, Guapo? ¿O fue a su novia?
—¡Vale ya, te he dicho!
—¡Tantas órdenes para que no llamemos la atención, y al final es él quien la lía persiguiendo un coño!
—¡Eh, eh! —protestó la Chata desde el asiento contiguo al del Saharaui—. ¡Que no me dejáis concentrarme en el camino! ¿Es ahí delante donde hay que girar a la derecha?
El Saharaui, que mantenía el rostro inexpresivo, habló con absoluta calma.
—No. Fíjate en que esa señal no tiene el borde doblado. La que tienes que buscar está un poco doblada por arriba. Estate atenta a ver si la localizas.
El Guapo apretaba las mandíbulas con tanta fuerza que parecía que las muelas le fuesen a estallar en cualquier momento. Giró la muñeca y miró el reloj.
—¡Las cuatro y cinco! —dijo—. ¡Sincronizad todos los relojes!
—Como si el tuyo fuera el que tuviera que estar bien —replicó la Yunque desde el fondo.