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Jean-Baptiste salió del portal y torció hacia la izquierda. Su blanca cabeza rapada brillaba al sol como una bombilla; el hematoma era aún más llamativo que bajo la luz artificial. En cada mano llevaba una bolsa de supermercado con sus provisiones. Había recorrido unos diez metros cuando oyó a alguien correr tras él.

—¡Caballero, caballero!

Se volvió lentamente. No tenía ninguna posibilidad de huir: el policía era un joven alto y atlético y le habría alcanzado en tres zancadas. Se encorvó un poco más y echó los hombros hacia delante, de modo que la camiseta pareció quedarle aún más holgada.

—Disculpe, ¿vive usted en ese portal?

—No.

—Pero acabo de verle salir.

—Ahí vive mi hermana.

El agente asintió.

—¿Conoce usted a la vecina del cuarto D?

El Joyero negó con la cabeza.

—Sólo vengo de vez en cuando —mostró las bolsas que llevaba en las manos—, a por comida.

El agente les dedicó una mirada rápida.

—¿En qué piso vive su hermana?

—En el primero A. Pero ahora está durmiendo la siesta. Se ha pasado la noche cuidando a su marido en el hospital. —Y, casi conteniendo un sollozo, añadió—: Y encima también se ocupa de mí.

El policía miró al suelo y se rascó la barbilla.

—Muchas gracias —dijo finalmente.

Jean-Baptiste asintió, se dio la vuelta y siguió caminando, ahora a pasitos cortos y arrastrando los pies. Al llegar a la altura del coche del Guapo miró hacia atrás. El agente entraba en el bar. Desde allí, el BMW rojo era perfectamente visible. Se agachó e hizo como si estuviera atándose un zapato mientras miraba a su alrededor. Volvió a ponerse en pie y siguió andando y alejándose del coche. Entonces un autobús azul apareció desde una calle lateral, se detuvo y abrió las puertas. Ocultaba completamente el bar.

El anciano compungido pareció recibir una descarga eléctrica. Mientras los viajeros bajaban y subían, abrió el coche, echó las bolsas de provisiones sobre el asiento del copiloto y retiró la barra de seguridad del volante. Terminó justo a tiempo para asomar el morro y obligar al autobús a detenerse. El conductor, enfadado, hizo sonar la bocina, pero Jean-Baptiste logró su propósito: cuando el autobús arrancó, en la fila de coches quedó un espacio libre, como el que deja una muela. Enseguida fue ocupado por un Toyota.

Sólo encendió la radio cuando se incorporó a la carretera de Barcelona. De vez en cuando, el sol del atardecer lo obligaba a entornar los ojos. Manipuló el dial hasta encontrar una emisora que transmitía un informativo. Continuaban llegando refugiados sirios. Luego reprodujo el alud de declaraciones, un coro de voces que agotó su atención y le permitió concentrarse en la carretera. No se percató de lo que decía el locutor hasta que la noticia casi había terminado:

«… era buscado por las autoridades argelinas. Fuentes policiales creen que se trató de un ajuste de cuentas por un asunto de narcotráfico. Según esas mismas fuentes, el individuo que estaba internado y del que no se han vuelto a tener noticias escapó por minutos de ser asesinado en su cama del hospital, probablemente ayudado por algún compinche. Y ahora, los deportes…».

El dolor de cabeza le nublaba la vista cuando se detuvo en la primera gasolinera. Reprimió una arcada y se tomó tres ibuprofenos. Llenó el depósito y compró una gorra y unas gafas de sol baratas. De vuelta al coche, miró el reloj del salpicadero: hacía una hora y media que había abandonado la casa de la Guapa. Le quedaba media hora para poner tierra por medio. Eso, en el caso de que ella hubiera cumplido su parte del trato.