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Jean-Baptiste hacía esfuerzos para mantenerse despierto. Las inyecciones habían sofocado su dolor de cabeza, pero a cambio le provocaban una especie de sopor. En dos ocasiones evitó salirse de la carretera con un volantazo en el último segundo. A la altura de Clermont l’Hérault se dio por vencido: se detuvo en una gasolinera para comprar una botella de litro y medio de Coca-Cola y dos bocadillos. En el bolsillo le quedaron un billete de veinte euros y varias monedas.
En uno de los surtidores repostaba un camión de cinco ejes. El camionero, que sostenía la manguera, era un tipo ancho y bajo, con la cabeza rapada. El Joyero se quitó la gorra y se acercó a él.
—Perdone, ¿va usted hacia París?
El individuo lo miró con recelo.
—¿Por qué?
—Me preguntaba si podría llevarme. Tengo que estar allí a las diez de la mañana y se me ha estropeado el coche…
El camionero desvió la vista hacia el marcador del surtidor, donde aumentaban a toda velocidad los litros y los euros.
—Mire, es ese de ahí.
Miró el coche.
—¿Qué le pasa?
Jean-Baptiste hizo un gesto de impotencia.
—Ha empezado a dar tirones. Yo creo que se ha gripado. Debe de perder aceite.
El hombre lo miró con desconfianza. El Joyero cayó en la cuenta de que había detectado un doble sentido en su última frase y se apresuró a añadir:
—Tengo que estar a las diez en el hospital para la sesión de quimioterapia.
El camionero extrajo la manguera y cerró el depósito.
—Yo sólo puedo acercarle hasta diez kilómetros de la ciudad.
Jean-Baptiste asintió con entusiasmo.
—Será suficiente. Desde allí podré llamar a un taxi.
El hombre miró hacia el BMW, que estaba aparcado en un costado.
—Tiene matrícula de España —constató.
El Joyero también miró hacia el vehículo.
—Sí, se lo compré hace seis meses a un español en Perpiñán. Creo que me timó.
El camionero meneó la cabeza.
—Ande, suba mientras voy pagando.
Cuando salió de la gasolinera y se instaló ante el volante, arrojó una chequera sobre el salpicadero.
—Cupones de gasolina de la empresa —comentó como de pasada—. Yo nunca llevo dinero encima.
Jean-Baptiste asintió:
—Buena decisión.
El camión salió de la gasolinera resoplando y gruñendo como un monstruo prehistórico y se incorporó a la autopista.
—Un hijo mío murió de cáncer —dijo el camionero. Las luces del salpicadero dibujaban visajes en su rostro—. De pulmón. Fumaba dos cajetillas diarias.
—Lo siento mucho.
El hombre se encogió de hombros.
—Fue culpa suya. Se murió por gilipollas. Anda que no le di hostias para quitarle el vicio. Pero luego se hizo mayor de edad y, ¡ja!, a ver quién le ponía la mano encima al hombrecito.
—¿Tiene más hijos?
—Una chica. Ésa no fuma, es más juiciosa. —Lo miró de soslayo—. ¿De qué es su cáncer?
—De hígado.
El hombre chascó la lengua.
—Ésos son jodidos. —Se volvió hacia él—. Pero no lo veo yo muy amarillo.
—No. Gracias a Dios, parece que me lo pillaron a tiempo. Lo que ocurre es que la quimio me deja machacado. Estoy todo el día dormitando, se me cierran los ojos. A veces estoy hablando con alguien y me quedo dormido.
—Oiga, si quiere dormir, duerma. No le digo que pase ahí detrás —señaló con un gesto la cama situada a sus espaldas, apenas tapada por una cortina— porque eso está hecho una leonera. Pero puede reclinar el asiento y echarse un sueñecito.
—Se lo agradezco mucho.
—Faltaría más.