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El Guapo recogió al Saharaui junto al metro de Antón Martín. Estaba esperándolo de pie, con una de sus camisas abotonadas en los puños y una gran bolsa de deporte al lado. Parecía un vendedor ambulante. En cuanto lo vio, le dedicó una amplia sonrisa. Metió la bolsa en el asiento trasero del coche y se sentó en el del copiloto.

—¿Qué llevas ahí? —le preguntó el Guapo por encima del estruendo de la música—. ¿Una bomba?

—No. —Se rió—. Para hacer el té.

El BMW rojo descendió por la calle Atocha hacia el Paseo del Prado.

—¿Vives con una tía? —le preguntó a gritos el Guapo.

—No, no. Con otros saharauis. Hay tiempo para mujer, hay tiempo.

—¿Y qué haces, te la cascas? ¿O eres bujarrón? —Se volvió para mirarlo—. ¿Eres bujarrón?

—¿Bujarrón?

—Maricón, homosexual, gay.

—No, nooo. —Se rió de nuevo—. Qué malo eres. Yo corro.

—¿Corres?

—Sí. Corro por el barrio. Diez kilómetros todos los días. A veces la policía cree que me escapo y me pide la documentación. Corres y no piensas mucho en mujeres. —Volvió a reírse.

—Es mejor follar.

El BMW rodaba ya por la autovía de Valencia. A ambos lados se veían descampados y edificios a medio construir. El Guapo enfiló una salida y a los pocos minutos se hallaron en una rotonda cubierta de maleza amarilla que daba acceso a una colonia de chalés. Las calles paralelas de la urbanización levantada en el secarral estaban flanqueadas por decenas de casitas adosadas de ladrillo visto. Unas columnas blancas adornaban sus puertas. La mayoría estaban vacías. No había tiendas ni colegios ni bares. Un cartelón anunciaba: «CHALÉS DE LUJO. ÚLTIMA OPORTUNIDAD. DESCUENTOS DEL 40%».

Frente a uno de los chalés había varios coches: eran los únicos en toda la calle. El Guapo aparcó junto a ellos.

—Vamos —dijo.

La puerta de la casa estaba abierta y por ella se escapaba una algarabía mezclada con una música pegadiza y repetitiva.

—¡Ya estamos aquí! —gritó. El Saharaui iba tras él con su gran bolsa.

Entraron en la vivienda y siguieron la pista atronadora de la música. En el patio trasero, el Chiquitín y el Yunque trajinaban grandes trozos de carne en una parrilla envuelta en humo. Ambos tenían las caras brillantes de grasa y las camisas empapadas de sudor. La Chiquitina, envuelta en un fular rosa, servía vino y cerveza en vasos de plástico. La Yunque y la Chata conversaban a gritos con la Guapa, que estaba recostada en una tumbona y se abanicaba con una revista. Había platos con jamón, gambas y queso. Los muros recogían el calor del sol y lo proyectaban sobre el patio, que parecía un horno.

—¡El príncipe de los ladrones! —anunció el Chato al ver entrar al Guapo.

El Guapo empujó hacia delante al Saharaui, que sonreía aferrando su bolsa.

—¡Éste es el Saharaui! —vociferó para hacerse oír. Se volvió hacia él—: Deja eso en el suelo, que voy a presentarte. Este pelirrojo es el Chato.

Salam Aleikum. —El Chato, que llevaba una camiseta negra con la inscripción «NO FEAR» en grandes letras rojas, hizo una reverencia burlona.

Aleikum Salam —respondió sonriendo el Saharaui.

—Estos dos de la parrilla son el Chiquitín y el Yunque. —Ambos se restregaron la mano en los vaqueros y se la tendieron.

—Encantado. —El Saharaui se inclinó sonriente sobre la barbacoa—. Huele muy bien.

El Chiquitín agarró las pinzas y un plato de plástico.

—¿Quieres un choricito de éstos?

—No, mejor no —se escabulló Haibala.

El Yunque le dio un codazo.

—Es musulmán. No comen cerdo.

—¡Hostias! De haberlo sabido habría traído una bolsa de langostinos.

Para entonces el Guapo ya se lo había llevado y le presentaba a las mujeres:

—La novia del Chiquitín, la del Yunque, y esta que está tumbada como una sultana es mi mujer. Dadle charla, chicas, que es un poco tímido.

Cogió un botellín de cerveza y volvió junto a la parrilla.

—¿Qué tal con el moro? —El Chiquitín se pasó el antebrazo por la cara.

—Un poco verde. Esperemos que con la lanza esté más maduro.

Ambos miraron hacia el invitado, que abría la cremallera de su gran bolsa negra ante las mujeres.

—¿Qué lleva en la bolsa?

—Una bomba. —Al ver el rostro de su amigo, el Guapo se rió y fue a agacharse junto a su mujer—. ¿Cómo vas, gorda?

—Achicharrada. Así que ése es el moro. —Dirigió la vista hacia donde el Saharaui conversaba con la Chata—. Mira la cara de funeral que tiene el Chato.

La Chata, con el móvil en la mano y muy arrimada al Saharaui, le pedía su número de teléfono para incluirlo en el grupo de WhatsApp.

—No entiendo cómo puede estar con ella. ¡Si es un putón!

—Pues porque está encoñado.

—¡A comer! —gritó el Yunque.