15
—¡Qué pena! ¡Pero si te queda de maravilla!
—Ya lo sé, hija, pero a mi chico no le gusta rosa —dijo la Yunque—. Dice que me hace parecer una loca.
—¿Una loca? No tiene ni idea. Él sí que estaría mejor si se quitara esa boina de pelo que lleva en lo alto de la cabeza. Pero ¿quién les habrá dicho a los hombres que eso es bonito?
—Se la va a quitar. Ya se está dejando crecer el pelo para luego igualarlo.
—¿Sigue currando en la discoteca?
—Sí, pero quiere dejarlo. Trabajar de noche y dormir de día lo está volviendo loco.
—No me extraña. Pobrecillo, toda la noche pelándose de frío en la puerta. Y con el riesgo de que algún zumbado le saque una navaja…
Acababan de echar el cierre de la peluquería. Aún no habían pasado el escobillón y la luz de neón se multiplicaba en los grandes espejos e iluminaba los tres lavaderos de loza, los sillones negros, los brazos metálicos de los secadores, el suelo cubierto de cabellos cortados que se les adherían a los zuecos.
Mientras la peluquera preparaba la decoloración en un bol, la Yunque acercó la cara al espejo y la inspeccionó atentamente, abriendo mucho los ojos y estirando la piel de las mejillas con la punta de los dedos. La nariz aquilina y los ojos negros imprimían carácter a su rostro. Se alejó un par de pasos del espejo y se estiró el vestido, primero de frente y luego, metiendo el estómago, de perfil. La delgadez le aportaba una engañosa elegancia. Suspiró y se sentó en el sillón.
—¿Adónde te vas por fin de vacaciones? —le preguntó su amiga.
—A Marruecos. Bueno, a Marruecos una semana. Luego ya veremos.
—¿A Marruecos? ¡Estás loca, tía! ¿Qué pretendes, que te secuestren?
La Yunque fingió un gesto de fastidio:
—Qué quieres que te diga. A mi chico le apetece. Además, vamos con unos amigos.
—¿Con quiénes? ¿Con los Guapos y toda esa gente?
—Sí. Vamos a alquilar un autocar entre todos. Nos sale muy bien de precio.
La otra se puso unos guantes de goma azules y comenzó a separarle el pelo en mechones con el mango del peine. Con una pequeña brocha, le iba extendiendo la decoloración desde la raíz hasta las puntas, y luego envolvía cada mechón en papel de plata.
—¿No iréis a subir costo? —La miró en el espejo con ojos inquisitivos.
—¡Nooo!
—¡Ah, hija! Porque te iba a decir que no te metieras en esas historias. Yo no voy a Marruecos ni muerta. Hace cuatro años pasamos un par de días en la casa que el amigo de un amigo de Manolo tenía en Mazarrón. Un chaletazo frente al mar, con un mirador imponente, piscina, gimnasio… Todo lo que te puedas imaginar. —Mientras hablaba, seguía separando mechones y extendiendo la pasta decolorante—. Im-pre-sio-nan-te. Tenías que ver al tío: estaba cachas y tenía un barco larguísimo y un deportivo de ésos… un Ferrari amarillo. Decía que se dedicaba a la construcción. Su mujer era una chica de Almería, muy mona. Nos llevaron a los mejores restaurantes, en las discotecas no nos cobraban… Total, que un día estamos en casa con la tele encendida y dice Manolo: «¡Coño, ése es Juan, el de Mazarrón!»
Se detuvo con la brocha en una mano y el peine en la otra, ligeramente en alto, y siguió hablando a la imagen de su compañera en el espejo:
—Mira, los habían cazado. Cogieron un coche lleno de droga: había droga debajo del salpicadero, dentro de los neumáticos, detrás de los asientos… Y lo peor no fue eso, lo peor fue que al tal Juan el baile le pilló en Marruecos, y la policía de allí le echó el guante. Mi amiga me contó que su mujer fue a verlo un mes más tarde a la cárcel de Tánger y que el tío se le echó a llorar. ¡Aquel hombretón, más chulo que un ocho, llorando a moco tendido! Le contó que estaba encerrado en una celda de veinte metros cuadrados con quince moros, y que comían todos con los dedos de una misma cazuela, que había ratas como conejos, que las cucarachas se paseaban por sus caras mientras dormían…
—¡Joder, Rosa, vale ya!
—Perdona, hija —volvió a concentrarse en el trabajo—, pero es que sólo de pensar en ir a Marruecos me dan los siete males. Y eso, por no hablar de los terroristas…