19
Un tenue resplandor comenzaba a perfilar las masas negras de los edificios de Madrid cuando el Saharaui terminó de hacer su equipaje. En el fondo de la maleta había colocado una vieja chilaba a rayas, un turbante negro, un par de sandalias gastadas y unas gafas de pasta con gruesos cristales de miope. En un compartimento lateral había escondido, envueltos en una bolsa de plástico, un pasaporte de Argelia y dos fajos de dinares argelinos y dírhams marroquíes. En medio, protegido por las prendas de vestir, iba un ordenador portátil. Encima de todo ello había puesto la bolsa de aseo, dos pantalones vaqueros, cuatro camisas, varios calcetines oscuros, una bolsa con un par de zapatos negros y un jersey. En una mochila había metido su ropa deportiva: zapatillas, pantalones, camisetas y un bañador naranja tipo bóxer. Su documentación española y marroquí estaba en una riñonera, junto a quinientos euros en billetes pequeños, algunas monedas, un mapa de Marruecos y Argelia, un pequeño bloc y un bolígrafo.
Miró el reloj de plástico que llevaba en la muñeca: las seis y quince. Salió de puntillas de la habitación y se dirigió al fondo del pasillo, donde estaba el baño. Al pasar ante las puertas de los otros cuartos oyó los ronquidos de los demás habitantes de la casa. La noche anterior se había despedido de ellos. Les había contado que la vida en España no había resultado ser tan fácil como él pensaba y que retornaba a El Aaiún para trabajar en el puerto.
Afeitado y duchado, volvió a su habitación. Echó otra ojeada al reloj: sólo habían pasado quince minutos. Colocó la alfombra en dirección al este y se dispuso a recitar la oración del alba.
Su teléfono móvil le avisó de que tenía un mensaje nuevo, pero él lo ignoró hasta que terminó de rezar. Entonces miró la pantalla, se ciñó la riñonera, se echó la mochila al hombro y cargó la maleta para no despertar a los que dormían.
Cuando salió a la calle vacía casi había amanecido. Jean-Baptiste, vestido con un traje de lino de color crema, bajó de su Mercedes para ayudarle a meter el equipaje en el maletero.
—Parece que vas a una boda —bromeó el Saharaui.
—Esto es más importante que una boda —respondió el Joyero.
La glorieta de Atocha estaba desierta cuando la cruzaron.
—Agosto —dijo Jean-Baptiste a modo de explicación.
Acercó la mano a la radio para encenderla, pero el Saharaui lo interrumpió:
—No.
Continuaron circulando en silencio.
En Leganés, pararon en un bar para desayunar. Sólo había en el local cuatro parroquianos, muertos de sueño, con aspecto de acabar de bajarse del camión.
—¿Lo tienes todo claro? —preguntó el Saharaui.
—Todo —respondió Jean-Baptiste—. He duplicado los códigos, por si acaso. ¿Usted cómo está?
El Saharaui respiró hondo antes de responder:
—He hecho todo lo que podía hacer. A partir de este momento debo ir resolviendo los problemas a medida que se presenten. ¡Que Alá me ayude!
—Humma Alá Iana!
Aparcaron el coche en la nave industrial y despidieron con una propina al guarda de seguridad. En cuanto salió, el Saharaui se apresuró a comprobar que el maletero del minibús no había sido manipulado.
—¿Algún problema? —preguntó el Joyero.
—Ninguno.
Fuera sonó un bocinazo. El Saharaui lanzó a Jean-Baptiste una mirada significativa y fue a abrir las puertas. Un chorro de luz procedente de la calle inundó la nave sombría.
Tres coches entraron, uno detrás de otro. Con una sonrisa, les indicó por señas dónde debían aparcar.
—Hola, buenos días, amigo —le dijo al Guapo—. ¿Has dormido bien?
—Muy bien. —Abrió el cargado maletero del BMW rojo y preguntó—: ¿En dónde ponemos todo esto?
—¿Son las cosas para el trabajo?
El Guapo asintió.
—Espera, por favor.
El Yunque, el Chato y el Chiquitín se habían bajado de sus coches.
—¡Hola, amigos! —El Saharaui volvió a mostrar sus dientes blanquísimos—. Mirad, éste es el señor Jean-Baptiste. Éstos son el Chato y su novia, el Yunque y su ¿chica? ¿Se dice chica? ¡Eso es, su chica! Y el Chiquitín y la Chiquitina. Y esta señora es la Guapa.
Sólo la Chiquitina y la Guapa llevaban vestidos. Las otras dos, vaqueros y camisetas.
—Aquí hace un frío del carajo. —La Yunque se frotó los brazos desnudos y miró el recinto con curiosidad. Además de teñirse de negro, se había quitado el aro de plata de la nariz.
El Joyero estrechó la mano a los hombres e, inclinándose, besó ceremoniosamente las de las mujeres.
—¡Oyyy, qué caballero! —exclamó la Chiquitina, riendo como una niña.
—¿Éste es el autobús? —preguntó la Chata.
—¡Saharaui —gritó el Guapo—, basta ya de mierdas y vamos al lío!
No se había movido de al lado de su coche. El Saharaui corrió hacia él.
—Perdón, perdón.
Los otros tres se acercaron a ayudarles. El Joyero se quedó charlando con las mujeres.
Acarrearon las pesadas bolsas de plástico hasta el pie del maletero. El Saharaui les mostró el interior. Los cuatro inspeccionaron el habitáculo.
—No se nota nada —dijo el Yunque.
—Y ahora, mirad —el Saharaui giró con cuidado las seis alcayatas y bajó la plancha de metal. En el interior del doble fondo, envueltas en gomaespuma y atadas unas a otras con cordeles, estaban las dos lanzas térmicas y las seis bombonas de oxígeno.
—Más vale que evitemos los baches —comentó el Chato—. Si no, ¡buuum! —Se había peinado hacia arriba el pelo corto, como si estuviera electrificado.
El Yunque le dio una colleja.
—¡Cállate, pajarraco!
—Aquí hay sitio para los equipos. —El Saharaui extendió los brazos para recibir la primera bolsa.
Al alcanzársela, el Chiquitín hizo un gesto de dolor. Llevaba el brazo izquierdo ceñido por una muñequera larga.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—Un golpe —dijo, y se ruborizó.
—Se pegó una hostia en la calle —intervino el Yunque— y se hizo daño en el brazo y una herida en la espalda. Sabe Dios lo que habría bebido.
—No es nada —dijo el Chiquitín.
—¡Bienaventurados los borrachos —clamó el Chato con voz de profeta—, porque ellos verán a Dios dos veces!
Cuando terminaron de acomodarlo todo, volvieron a levantar la pared falsa de metal y ajustaron las alcayatas.
—Con cuidado —advirtió el Saharaui—, que no salte la pintura.
Luego colocaron el resto de sus equipajes.
—¡Las ocho y diez! —gritó el Guapo—. ¡Vosotras, vamos, al bus!
—Señor Romero —Jean-Baptiste se acercó a él con la mano extendida—, nos vemos aquí mismo dentro de ocho días.
—Tú ten la pasta preparada. —Se volvió hacia su mujer—: Gorda, ¿seguro que sabes volver a casa?
Ella asintió, muy seria.
—Mira lo que te digo: que no me entere yo…
El Guapo frunció el ceño.
—No me des más la brasa. —La abrazó y le dio un beso. Después se inclinó y le besó la tripa abultada.
El Saharaui encendió el motor; el Guapo ocupó el lugar del copiloto y cerró la puerta del minibús.
—¡Abrochaos los cinturones! —gritó el Chato.
El Joyero saludó con la mano hacia los cristales tintados. La Guapa tenía lágrimas en los ojos. El vehículo arrancó suavemente, salió a la calle y se alejó.
—¿Puedo acompañarla a algún sitio? —preguntó amablemente Jean-Baptiste.