17

«¿Qué estabas haciendo, Dolores?» «Estoy preparando unos calamares en su tinta para chuparse los dedos.» «¡Qué ricos!» «Pues si quieres venir a comerlos, yo te invito. Tú eres de la familia, te oigo todos los días. Mira, te quiero más que a mi marido, con eso te digo todo.» «¡Ja ja ja! Dolores, no me metas en líos. Creo que quieres dedicarle una canción a alguien muy especial.» «Sí, se la quiero dedicar a mi amiga Juani, que hoy cumple cuarenta.» «Pues no perdamos tiempo. Un beso, Dolores.» La voz del locutor dio paso a la música. «Porque tú te ves bonita, tú te pones orgullosa. Ni más ni menos, ni más ni menos…», empezaron a cantar Los Chichos.

El Chiquitín apagó la radio y arrojó por la ventanilla el resto del cigarrillo, que cayó sobre las numerosas colillas que había junto al coche. Tenía los ojos enrojecidos tras los cristales oscuros de las gafas, su respiración era más pesada que nunca y las manos le temblaban tanto que le costó encender otro pitillo. Llevaba dos días sin ducharse ni cambiarse de ropa y olía tan mal que hasta él mismo se daba cuenta.

Estaba aparcado frente a la oficina de Martínez desde las seis de la mañana. Lo había visto llegar a las ocho, conduciendo un Volkswagen Polo gris oscuro. Iba solo. Había metido el coche en el garaje del edificio y desde entonces nada había pasado. Eran ya las dos de la tarde.

Entonces vio salir del portal a la secretaria rubia de Martínez. Vestía un top azul cielo y unos shorts vaqueros. Un par de transeúntes se volvieron para mirar sus piernas bronceadas. La chica cruzó la calle y caminó junto a los coches, hacia donde estaba el Chiquitín. Debió de sonar su móvil, porque se detuvo, lo sacó del bolso y se puso a hablar por él. Estaba a sólo dos metros del coche. Mientras hablaba, se volvió de espaldas y metió dos dedos por la pernera del pantalón, como si estuviera ajustándose el elástico de las bragas. El Chiquitín la observaba hipnotizado, cuando bruscamente se abrieron la puerta del copiloto y la de detrás del conductor. Antes de que pudiera reaccionar, ya tenía una navaja en el cuello y otra en el estómago.

—Hola, Víctor. —Era el mismo individuo gordo, medio calvo y con barba de cuatro días de la vez anterior. Su compañero tampoco habló en esta ocasión: a modo de saludo, aumentó la presión de su cuchillo en el cuello—. ¿Qué haces aquí parado, con el calor que hace?

—Estoy esperando para ver al señor Martínez.

—¿Y por qué no has subido, en vez de estar achicharrándote en el coche? —Mientras hablaba lo cacheaba sin separar la punta del arma de su barriga. Luego abrió la guantera—: ¡Pero mira lo que tenemos aquí! ¡Un martillo y un cuchillo, preparaditos con su esparadrapo para no dejar huellas! ¡Bueno, bueno, bueno! —Extrajo un verdugo negro—: ¡Y un disfraz de Spiderman! —Volvió a cerrar la guantera—: Vamos a dar una vuelta, Víctor. Llévanos a alguna parte y nos cuentas tu historia. —Apretó un poco más la navaja contra la tripa—: Tira hacia Seseña, anda.

El Chiquitín puso el coche en marcha y se incorporó al tráfico. El calvo echó el cierre centralizado.

—Por si tienes la tentación de suicidarte —dijo.

A partir de la desviación de Seseña, fue indicándole la ruta. Cuando no hablaba, sólo se oía en el coche la respiración pesada del Chiquitín. Al cabo de quince minutos llegaron a un lugar que parecía un scalextric: había calles asfaltadas que se cruzaban entre sí y rotondas de cemento, pero no había aceras ni farolas ni edificios. No se veía a nadie.

El calvo le ordenó que bajara del coche. Su compañero se situó detrás de él, con la punta de la navaja hincada en sus riñones. El sol golpeaba sobre el asfalto.

—Verás, Víctor —dijo el calvo con el martillo en la mano—. Hoy no podemos jugar al béisbol, porque a mi amigo se le ha olvidado el bate. Pero por suerte tú has traído este martillo. —Sonrió—. Jugaremos a verdad o mentira. Vas a poner la mano… ¿Eres zurdo o diestro?

El Chiquitín no contestó.

—Bueno, pues vamos a empezar por la mano izquierda. La vas a poner encima de esa piedra de ahí. Yo te iré haciendo unas preguntas: si dices la verdad, salvas un dedo; si mientes… —Movió el martillo en el aire—: ¡Pum! ¿Lo has entendido?

El otro le pinchó en la espalda.

—S-s-sí.

—Pues ponte de rodillas y extiende esa manita que tienes.

El Chiquitín se agachó, resoplando como si agonizara, y extendió la mano izquierda sobre la piedra.

El calvo se echó a reír.

—¡Joder, si es como un muestrario de pollas! ¡En esa mano es imposible fallar un martillazo!

El Chiquitín oyó a su espalda una risa y notó que la presión de la navaja se relajaba. Abrió más la mano, hasta alcanzar los bordes de la piedra con la punta de los dedos, la levantó y se volvió en un solo movimiento. Sorprendido, el hombre empujó la navaja y se la clavó al mismo tiempo que el pedrusco se estrellaba en su cara.

El calvo se abalanzó hacia el Chiquitín blandiendo el martillo. El golpe lo alcanzó en el brazo izquierdo. Con la mano derecha, se arrancó la navaja de la espalda y se la hundió a su atacante en el cuello, hasta las cachas.

El calvo cayó sentado en el asfalto. De su cuello brotaba la sangre a borbotones, como de un aspersor de jardín. Intentaba sacarse la navaja, pero estaba hundida tan profundamente que no podía.

Con el brazo izquierdo inerte, el Chiquitín recogió el martillo y se dirigió hacia el otro hombre, que se hallaba tirado en el suelo y gemía tapándose la cara con las manos. Levantó el martillo y le golpeó la cabeza una, dos, tres veces, hasta que quedó convertida en una pulpa sanguinolenta.

Volvió junto al calvo, que lo miraba con ojos vidriosos. Se agachó y, de un tirón, le sacó la navaja del cuello. Inmediatamente, la sangre brotó con más fuerza: a cada latido, un chorro. El calvo se tumbó lentamente en el suelo mientras la vida se le escapaba por la arteria abierta.

El Chiquitín se sentó en el borde de la calle. Ahora respiraba como una locomotora de vapor. Se palpó el brazo izquierdo y consiguió doblarlo. Luego se quitó la camiseta ensangrentada y fue a mirarse la espalda en el retrovisor del coche. El corte era poco profundo; la navaja sólo se había hundido un centímetro. Pero de la herida manaba un chorrito constante de sangre.

Miró alrededor: sólo había asfalto ardiente y matojos secos. Se quitó los pantalones y los calzoncillos. Luego dobló estos últimos en cuatro partes y los aplicó contra la herida de la espalda. Con el cinturón, ajustó el apósito hasta que temió que el cuero no resistiera más. Volvió a ponerse los pantalones y la camiseta. Se levantó, tambaleante, abrió la puerta del coche y se sentó al volante. Se agachó y levantó una esquina de la alfombrilla. Una bolsita de plástico quedó al descubierto. La abrió con cuidado, introdujo el meñique y lo sacó con la uña cargada de polvo blanco. Esnifó y repitió la operación varias veces. Luego guardó la bolsita en el cenicero, abrió la guantera y comprobó que el cuchillo de cocina seguía allí. Arrancó y se alejó poniendo el intermitente en cada cruce de aquellas calles muertas.