5

Aquellos edificios de protección oficial de Puente de Vallecas habían sido concebidos en los años sesenta como colmenas para abejas obreras.

Las colmenas estaban llenas de celdas. Al timbre de una de ellas, que tenía clavado en la puerta un oxidado Corazón de Jesús, llamó el Guapo.

—¡Lo sabía! —El rostro sonriente del Yunque apareció en la puerta—. En cuanto vi en la tele que el Cristiano se había cambiado el pelado, me dije: ya verás lo que tarda éste en copiárselo.

Era un tipo pequeño y fibroso con una especie de boina de pelo en lo alto de la cabeza rapada. Las falanges de sus dedos estaban tatuadas con ideogramas chinos.

—Me gusta —dijo su novia, asomando tras él. La Yunque era muy delgada, y con el cabello teñido de rosa parecía un flamenco. En la nariz le brillaba un aro de plata.

El Guapo sonrió satisfecho y se pasó la mano por la cabeza. Llevaba el pelo cortado al tres y unas finísimas líneas paralelas afeitadas sobre las orejas.

El pequeño y atestado salón del piso parecía aún más reducido debido al televisor de 84 pulgadas que ocupaba toda una pared. En la enorme pantalla discutían a gritos varias mujeres muy maquilladas y un par de tipos también muy maquillados. Aunque el aire acondicionado funcionaba a tope, el ambiente estaba cargado de humo de tabaco. En una mesita baja había botellas y platillos con cacahuetes, kikos, aceitunas y cortezas de cerdo, y tres ceniceros atestados de colillas.

En la estancia había cuatro personas más. El Chiquitín compartía un sofá de tres plazas con la Chiquitina, una mujerona que intentaba disimular su gordura envolviéndose en largos fulares y que se había tatuado en el cuello un caballito de mar en homenaje a su novio pescadero. Sentado en una silla del revés, con los pecosos brazos apoyados en el respaldo y el pelo rojo atado en una coleta, estaba el Chato. Su novia ocupaba uno de los dos sillones. Era menuda, casi infantil, pero tenía un aire indolente y provocativo.

—Ven, siéntate a mi lado —le dijo al Guapo. Se sacudió con un golpe de cabeza el liso cabello castaño, le hizo un sitio en el sillón y dio unas palmaditas sobre el cojín, sonriéndole con picardía.

El Guapo agarró el cubalibre que le tendía el Yunque y se dejó caer junto a ella. Estaban tan apretados que apenas podían moverse. La joven posó sobre su muslo una mano diminuta.

—Podrías cortarte un poco, ¿no? —le dijo el Chato con el ceño pelirrojo fruncido. Le temblaban los labios, pálidos. La Chata hizo un gesto de hastío, pero dejó la mano donde estaba.

—¿Cómo está la Guapa? —preguntó la Yunque ignorando la escena.

—En la cama, incubando al pollo.

—¡Pobrecita! Oye, dice el Chiquitín que nos vas a llevar de vacaciones al moro. ¿Es cierto? —La Yunque enarcó una ceja.

—Y que nos vas a hacer ricos. —La Chiquitina soltó una carcajada y su carne blanda se agitó como un flan.

El Chiquitín se ruborizó:

—Sólo les he contado muy por encima…

—Quita la tele —dijo el Guapo.

El Yunque apagó el sonido, pero dejó la imagen.

—A ver —empezó el Guapo, echándose hacia delante para ganar un poco de espacio—. Somos un grupo de amigos de vacaciones en Marruecos. Vamos en un microbús con chófer, dormimos en buenos hoteles y todo eso, en plan turistas. Por cierto —miró con expresión severa a las mujeres—, vosotras, nada de faldas cortas, escotes o pantalones ajustados. Allí no les gusta este rollo, por lo de la religión y tal: vaqueros holgados es lo mejor.

—¡Vaya! ¡Yo que pensaba ligarme a un moro que me sacara de la peluquería! —comentó sarcástica la Yunque.

Su novio se inclinó sobre ella y le apretó los pechos.

—Estas tetas son sólo mías —dijo, poniendo ojos de sátiro—. ¡Míiias!

—¡Cerdo! —La mujer lo apartó de un manotazo, aunque sonriendo.

—¡Vale ya, hostias! —El Guapo dio una fuerte palmada en la mesa con los ojos encendidos—. ¿Me vais a escuchar o me marcho? ¡Estamos hablando de curro, joder! ¡El que no quiera escuchar, que se vaya!

—Perdona, tú —se disculpó el Yunque.

—¡Ni perdona ni hostias!

—¡Oye, rico! —saltó la Yunque—. Ésta es mi casa.

—Vale ya —la cortó su novio.

Ella se levantó bruscamente y salió de la habitación dando un portazo.

—Se nota que es hija de militar —se burló el Guapo.

Durante un rato sólo se oyó el zumbido del aire acondicionado.

—El microbús tendrá un doble fondo —continuó el Guapo, con la voz tensa—. En él llevaremos las herramientas: mazos, palanquetas, lanza, monos, guantes, mochilas, verdugos, botas… No habrá problema para meterlo todo en Marruecos: a la ida, los aduaneros no miran nada. Ese material lo dejamos allí después del trabajo y escondemos las joyas en el doble fondo.

—¿Ah, sí? ¿Y a la vuelta cómo vamos a pasar la frontera? —preguntó el Chato pasándose la mano por la coleta—. Porque los picoletos buscan inmigrantes en los dobles fondos de los coches.

—Sería muy raro que buscaran a un inmigrante en un autobús de turistas españoles. —El Guapo hizo un gesto con la mano, como si apartara esa posibilidad—. Y si lo hicieran, les sería muy difícil dar con el doble fondo.

—Al menos, si nos echan el guante, nos lo echan en España —terció el Yunque—. Y ese riesgo también lo corremos ahora, cuando salimos a pillar algo.

El Chiquitín asintió.

En el televisor, una rubia teñida se había puesto a llorar. Cada lágrima medía más de un centímetro en la descomunal pantalla.

—A lo que vamos —cortó el Guapo—. Un día decimos en el hotel que nos vamos de excursión. Salimos en el microbús. Las mujeres se quedan a dormir en él mientras nosotros vamos a dar el palo. Luego volvemos todos juntos al hotel. Pasamos un día más allí para no levantar sospechas y al siguiente nos volvemos a España.

—¿Y en qué ciudad de Marruecos sería eso? —preguntó la Chata con el iPad en la mano, lista para buscar el nombre en Google.

—El Joyero no nos dirá el sitio ni el día hasta que hayamos aceptado.

—El Joyero ese… —El Yunque meneó la cabeza—. A mí lo que no me cuadra es lo de la pasta. Si el palo es de seis millones y lo damos nosotros, ¿por qué nos tocan sólo dos?

El Guapo lanzó una mirada asesina al Chiquitín, que volvió a ruborizarse.

—Porque si nos lo quedamos todo e intentamos venderlo, los maderos nos van a echar el guante; y si lo vendemos por separado vamos a sacar bastante menos de dos millones. El tipo ese nos paga a tocateja y nos olvidamos. ¡Joder, no pongáis tantas pegas! Nos vamos a llevar medio millón por pareja y…

El Chato lo interrumpió:

—¿Y a los otros dos, quién les paga?

—¿Los otros dos?

—Los moros.

—Les paga el Joyero. Ahí nosotros no tenemos nada que ver.

—Pero vamos a trabajar con ellos, tío —insistió el pelirrojo—. No me fío si obedecen a otro. ¿Y si nos la juegan? Me dan mala espina, tío. ¿Tú los conoces?

—Mañana he quedado con el de la lanza.