21

—Vamos a repetirlo, Chiquitín. Y no te pongas nervioso.

Eran las dos de la madrugada. La habitación del Yunque olía a tabaco y a sudor. Allí estaban, con los ojos enrojecidos por el humo, el Guapo, el Chato, el Chiquitín y el Yunque. La novia de este último dormía con la Chiquitina.

—¡Es que se me olvida lo que queréis que diga!

—No es lo que queremos que digas, sino lo que tienes que decir. —El Yunque le hablaba con dulzura, como a un niño pequeño—. Lo que tú dirías si tuvieras tiempo para pensarlo. Vamos otra vez. ¿Dónde estaba el día 22?

—No sé qué día fue ése.

El Guapo soltó un bufido. El Yunque hizo como si no lo hubiera oído y señaló el papel que le había entregado al Chiquitín y que éste sostenía entre las manos.

—Fue el martes de hace dos semanas.

El Chiquitín miró el papel.

—A ver, el lunes estuve en el mercado desde las diez hasta las dos y luego desde las cuatro de la tarde hasta las siete, como siempre. El martes también…

El Chiquitín miraba la mano que el Yunque mantenía en alto, como un director de orquesta. Cuando la bajó, añadió:

—Ah, no. Ese martes no abrí el puesto porque fui a comprar al Decathlon las cosas para el viaje.

—¿Fue usted en su coche?

—No. Fui en el coche de un amigo.

—¿Cómo se llama ese amigo?

—José Manuel Romero. —El gigante sonrió de oreja a oreja y agitó una manaza para saludar al Guapo.

El Guapo saltó del silloncito que ocupaba.

—¡Oye, oye! A mí no me metáis en ese lío. ¿Por qué tiene que decir que estuvo conmigo? Que diga que estuvo solo.

—Tiene que decirlo —le explicó el Yunque—, porque los maderos podrían comprobar los vídeos de seguridad del Decathlon de ese día. Y tú aparecerías en ellos.

—¡Pero él no estará!

—Porque las cámaras no lo habrán filmado o no se le verá bien. Eso pasa.

—Tiene narices —refunfuñó el Guapo mientras volvía a sentarse.

El Yunque prosiguió el interrogatorio al gigante:

—¿Qué compraron?

—Bañadores, camisetas, toallas de playa.

—¿Cuánto tiempo tardaron en hacer esa compra?

El pecho del Chiquitín sonaba como si en su interior se estuviera librando la batalla de Waterloo.

—Tres horas.

El Yunque lo interrumpió:

—Mira los papeles que te he dado. No debes decir tres horas, sin pensar. Tienes que decir: Mmm, no sé… Puede que unas tres horas. Si les das las respuestas exactas desde el principio, se van a dar cuenta de que les estás colocando un pescado cocinado. Tiene que parecer que haces memoria.

—Vale, vale. Lo siento. Mmm, no sé. Unas tres horas.

—¿Por qué tardaron tanto?

—Había mucha gente. Además, perdimos mucho tiempo eligiendo los bañadores para las chicas. Joder. —Apartó los papeles—. A mí decir esto me da un poco de vergüenza. Parezco una maricona comprando cosas para las mujeres.

El Guapo se levantó de la descalzadora como impelido por un resorte.

—¿Eres imbécil? ¿Qué prefieres, ir a la trena o quedar como un maricón?

El Yunque le hizo gestos para que bajara la voz.

—Son las dos y media de la madrugada.

—Es que este capullo me pone enfermo. —El Guapo hablaba ahora casi en susurros, una vena latía en su cuello—. No se da cuenta de lo que se juega. De lo que todos nos estamos jugando por su puta culpa.

—Seguimos —dijo el Yunque—. ¿A qué hora salieron del Decathlon?

El Chiquitín leyó los papeles:

—Las dos, las tres… No sé.

—¿Adónde fueron desde allí?

—Paramos a picar algo en un bar.

—¿En qué bar?

—Ni idea. Era un bar normal.

—¿En dónde estaba situado?

—Por el centro. Es que no me conozco bien el centro. Vimos el bar abierto, aparcamos y entramos.

—¿Adónde fueron luego?

—A casa de mi amigo, a dejar las cosas.

—¿Hasta qué hora estuvieron allí?

—No sé. Era por la noche cuando me llevó a casa.

—¿Qué estuvieron haciendo en la casa?

—Estuvimos jugando a la Play. —El Chiquitín levantó la vista—. Joder, qué largo es esto.

—Sigue, coño —bramó el Guapo.

—¿A qué juego?

—Al FIFA.

—¿A qué hora llegó usted a su casa?

—Serían… ¿Las dos, las tres de la madrugada?

—Y durante todo ese tiempo ¿dónde estuvo aparcado su coche?

—Ahí es donde tienes que lucirte —murmuró el Guapo.

—No, no. Se lo había dejado a un amigo.

—¿A qué amigo?

—Al Saharaui. Me lo pidió para llevar unas cosas de los grabados que él hace.

—¿Ese amigo se llama así, Saharaui?

—No, no. Es que es del Sáhara. Se llama Haibala. Vive por Lavapiés.

—¿Por Lavapiés? ¿En qué calle?

—Ni idea. Hace poco que lo conozco.

—¿Y aun así le prestó su coche?

—Hombre, era un favor.

—¿A qué hora se lo dejó?

—Cuando vino a por las llaves aún era de noche. No sé la hora. Yo estaba medio dormido.

—¿Y cuándo se lo devolvió?

—Dos días más tarde. Me dejó las llaves en el buzón.

El Yunque dio un suspiro y se levantó de la esquina de la cama en la que había estado sentado.

—Muy bien. Mañana por la mañana llamamos a esos policías. Si lo haces como hoy, salvarás el culo.

El Chiquitín bebió un largo trago de la botella de cerveza que tenía sobre la mesilla de noche.

—Parece fácil, pero esto es muy difícil, ¿eh?

El Guapo se levantó.

—Nos vemos aquí a las nueve.

—¿No puede ser un poco más tarde? —El Chato se desperezó en el suelo—. Son las tres y cuarto de la madrugada.

—No puede ser —respondió el Yunque—. Aquí son dos horas menos que en España. O una, ya no sé ni en qué día estamos.

El Chiquitín, sentado en la cama y con la espalda apoyada en el cabecero, sonrió con picardía.

—El Guapo, a dormir con el Saharaui, y yo, con el Yunque. Vaya panda de gais estamos hechos.