6
El Guapo abandonó la cama con sigilo para no despertar a su mujer. Fue al salón, cogió del revistero un número atrasado del ¡Hola!, encendió un cigarrillo y se sentó en el retrete. Cuando hubo repasado todas las fotografías, dejó caer la colilla entre los muslos, colocó la revista sobre el bidé, tiró de la cisterna y se plantó ante el espejo. Se rasuró con cuidado: de arriba abajo y de abajo arriba. Luego se metió en la ducha. Salió del cuarto de baño media hora más tarde, en medio de una nube de vapor.
—Hay que ver el ruido que haces —protestó débilmente su mujer desde debajo de las sábanas—. ¿Qué hora es?
—Las diez y veinte.
—Buf…
Él se sentó en el borde de la cama y posó su mano en la tripa hinchada de ella.
—Anda, cariño, levántate y prepárame el desayuno.
—Buf…
—Venga, que tengo una reunión en el centro dentro de una hora.
—Eduardo se está moviendo. ¿Lo notas?
—Sí, lo noto. Anda, levántate.
—Eduardo y zu mamá nezezitan dormir mucho para eztar fuertez.
El Guapo apartó las sábanas de un tirón:
—Bueno, vale ya. ¡Levántate, coño, que tengo prisa!
La mujer se incorporó moviendo con trabajo su voluminoso vientre y sus pechos pesados. Incluso con la cara abotargada por el sueño era una belleza.
—Joder, hijo, qué bestia eres —dijo con voz todavía somnolienta. Se puso una bata, se recogió la melena negra, se calzó unas pantuflas y se fue a la cocina arrastrando los pies. Al poco rato se oyó el ruido del exprimidor.
—¿No podrías retrasar ese viaje a Marruecos hasta que nazca Eduardo? —preguntó cuando terminaban de desayunar.
—¿Dos meses? Ya te he dicho que no.
—No me gusta nada. Acuérdate de lo que le pasó a tu padre.
—Hay menos peligro en este palo que en cualquiera de los que hemos dado hasta ahora.
Ella se quedó callada un momento.
—Mantente lejos de la Chata —dijo.
—¡La Chata! —El Guapo abrió los brazos y puso cara de estupor—. ¡Por Dios, pero si también viene el Chato!
—¡Vaya garantía! La Chata se la pega al Chato delante de sus narices los laborables, festivos y fiestas de guardar.
—Mira, cariño, la Chata y los cuernos del Chato son lo que menos me preocupa de este viaje. Sólo pienso en ir, trincar las joyas, volver y cobrar. Y luego tú, ese enano —señaló la tripa de la mujer— y yo nos piramos de vacaciones. Mientras esté fuera, en lo único que tienes que pensar es adónde vamos a ir a tostarnos. —Se levantó y le dio un beso en los labios abultados—. Te veo esta tarde, gorda.
Salió de la casa, subió a su BMW 525i, arrancó bruscamente y atravesó las calles de Vallecas haciendo chillar los neumáticos en las curvas. Los jubilados que daban su paseo matinal y las mujeres que arrastraban su carrito de la compra miraban el coche rojo con cristales tintados y llantas plateadas que circulaba a toda velocidad. Cuando alcanzó la autovía, pisó el acelerador y se dirigió hacia el centro de Madrid zigzagueando entre los otros vehículos.
Le costó encontrar aparcamiento en las estrechas calles que rodean Eduardo Dato. Cuando entró en el pub Lancaster iba con cinco minutos de retraso. A pesar de que había hecho el camino con gafas de sol, tuvo que permanecer un rato en la puerta hasta que se acostumbró a la penumbra.
El local había sido elegido por el Joyero. Parecía congelado en el tiempo: ajados sofás chester, veladores, sillas forradas de cuero y remachadas con chinchetas, grandes espejos que multiplicaban las botellas de los aparadores… Estaba vacío, salvo por el camarero vestido con traje negro y pajarita que trajinaba tras la barra y un tipo moreno de pelo rizado que leía el periódico en una mesa del fondo. Olía a cerrado. El Guapo pidió una cerveza. Cogió el vaso y se acercó con su andar basculante al solitario cliente.