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La gran sala del barco parecía un cine, con las hileras de butacas apuntando hacia delante y la moqueta maloliente. El aire estaba lleno de conversaciones en árabe y gritos de niños que correteaban por los pasillos. El Guapo, el Saharaui y el Yunque hicieron cola ante el bar para comprar bocadillos y bebidas. En los monitores de televisión, un negro llamado Django viajaba con un blanco bajito en un carromato con una gran muela en el techo. Todos, salvo el Saharaui y el Chiquitín, se pusieron los auriculares para escuchar la película.

Acababan de comerse los bocadillos y aún estaban bebiendo las cervezas cuando el mar comenzó a zarandear el buque. Los estómagos de los viajeros empezaron a subir y bajar al ritmo del oleaje.

—Viento de poniente —comentó el Saharaui en voz muy alta para que el Guapo lo oyera.

Enseguida comenzaron a oírse arcadas. Los pequeños que antes se mostraban tan juguetones lloraban con desconsuelo. La primera del grupo en vomitar, en una bolsa de plástico, fue la Chiquitina. Su novio, el Guapo y las otras dos mujeres no parecían estar mucho mejor, y miraban al vacío muy pálidos. Una pareja de policías pasó junto a ellos observando con atención sus rostros, como si estuvieran buscando a alguien en particular.

El Saharaui se levantó y se acercó a hablar con una familia marroquí. Volvió al cabo de unos minutos con cinco pastillas amarillas en la palma de la mano.

—Para el mareo —dijo—. Una para cada uno.

Las mujeres se las tragaron inmediatamente, pero el Guapo negó con la cabeza.

—Son de Biodramina —insistió el Saharaui.

El Guapo volvió a negar, aunque el color de su cara no había mejorado.

—No me hace falta. —Se volvió hacia el Chiquitín—: Tú tampoco la tomes. A saber qué reacción pueden hacerte con todo lo que te has metido.

Obediente, el gigante devolvió la píldora al Saharaui, que se guardó ambas en el bolsillo de la camisa.

Desde donde estaban no podían ver el mar. Las ventanillas, cubiertas por una costra de salitre y suciedad, lo impedían. El Yunque y el Chato salieron a fumarse un cigarrillo en la estrecha cubierta. El Saharaui fue tras ellos.

El viento era allí fuera tan fuerte que les impedía encender los mecheros y les obligaba a hablar a voces. El Chato señaló el mar: siete delfines avanzaban paralelos al buque con elegantes ondulaciones. Durante un rato los miraron saltar sobre las cejas blancas de las olas.

—Esto me recuerda a cuando estuve en la Legión —dijo el Yunque, situándose de espaldas al vendaval—. El ventarrón casi nos tiraba al suelo cuando salíamos de patrulla. Pero en vez de venir cargado de agua, como éste, iba cargado de arena.

—¿Estuviste en el ejército? —El Saharaui hizo la pregunta con tanta viveza que el Yunque lo miró con sorpresa.

—Casi dos años —gritó.

—¿Te gustó?

—Nada. Quería comprarme un Audi A-1. La mayoría de la gente estaba allí porque quería comprarse un coche. Los fabricantes de coches deberían poner vallas publicitarias en todos los cuarteles.

—¿Estuviste en España o saliste fuera?

—Me mandaron seis meses a Herat, en Afganistán.

—¿Y qué hacías allí?

—Matar el tiempo. Lo que haces en el ejército es simplemente estar en un sitio y rogar que no pase nada. Y si pasa, te pones a disparar como un loco hasta que agotas el cargador y luego sales corriendo.

—¿Mataste a alguien?

—¿Cómo voy a saberlo? Disparábamos a ciegas contra el lugar desde el que se suponía que nos habían atacado. Si alguna de esas cientos de balas le dio a alguien, no lo sé.

—¿Ya está el abuelete con sus batallitas? —El viento pegaba al cuerpo del Chato la camiseta que llevaba—. Que te diga por qué lo echaron. Anda, Yunque, díselo.

El Yunque se encogió de hombros.

—¡Lo echaron por meter la mano en la caja!

—Los oficiales se lo estaban llevando crudo a base de hinchar las cuentas de la comida y de las obras. Pensé que yo también podría pillar algo, pero no les gustó la idea. Me largaron por la puerta de atrás, para no armar un escándalo. Y ahí se acabó mi aventura en la Legión. Al final, no me llegó para comprarme el coche.

—Pero ahora tienes entrenamiento militar —dijo el Saharaui con admiración—. Eso es bueno.

El Yunque volvió a encogerse de hombros.

—¿Vamos dentro?

Entraron en la gran sala empujados por una ráfaga de viento cargado de sal. El Guapo los miró con ojos vidriosos. A su lado, el Chiquitín estaba pálido como un cadáver. Las tres mujeres presentaban un aspecto más animado. En los televisores, Django, vestido ahora de vaquero, estaba perpetrando una matanza de blancos.

—¿Falta mucho? —preguntó la Yunque—. Porque yo no aguanto más sin ir al baño. Los lavabos están atascados. Hay un charco de mierda delante de la puerta.

El Saharaui miró su reloj de plástico.

—Unos quince minutos.

—Oye —el Chiquitín le tiró de la manga de la camisa—, ¿cómo es la aduana de Tánger?

—¿Cómo es? Como un zoco, amigo. Un follón. —Se rió.

—Quiero decir —siguió con su respiración agónica— si es antigua o si tiene ordenadores y esas cosas.