15
—¿Jean-Baptiste qué más?
—Le juro que no lo sé. Apenas lo conocía.
—¿Por qué habla de él en pasado?
—De acuerdo: apenas lo conozco.
Michel se hallaba en una estrecha habitación sin ventanas. Estaba sentado en una silla metálica, ante una mesa de aluminio encastrada en el suelo. El pelo revuelto, los ojos azules cruzados de pequeñas venas rojas y la ropa arrugada eran vestigios de su noche en el calabozo. Ante él, un joven policía perfectamente afeitado, con algo que parecían tres cangrejos dorados en las hombreras del uniforme azul, lo miraba directamente a los ojos.
—¿Cuándo lo vio por primera vez?
—Ya se lo he dicho. Hace unos dos años, en París. Él dirigía una obra de teatro y yo quería un papel.
—¿Cómo se hacía llamar él entonces?
—Jean-Baptiste, siempre Jean-Baptiste. Yo siempre lo he conocido por ese nombre.
—¿Nunca oyó a nadie pronunciar su apellido?
—Nunca. Era Jean-Baptiste. Jean-Baptiste por aquí, Jean-Baptiste por allá. Nada más.
La puerta de la salita se abrió. Asomó otro policía, que le hizo un gesto al interrogador. Ambos salieron y lo dejaron solo.
La noche anterior, antes de encerrarlo, le habían quitado todo: la maleta, la documentación, las llaves del coche, el teléfono… No había logrado pegar ojo en la celda, y ahora el sueño lo vencía. Cruzó los brazos sobre la mesa y apoyó la cabeza en ellos.
Habían pasado tres horas cuando lo despertó el ruido de la puerta al abrirse. Tras el policía que lo había interrogado entró una agente. Llevaba el largo pelo negro recogido en una cola de caballo. Ni una gota de maquillaje. Cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella. Sus ojos pardos lo miraron sin expresión.
El inspector colocó sobre la mesa una delgada carpeta roja de cartón.
—Usted envió al hombre que según afirma se llama Jean-Baptiste varios WhatsApp con imágenes de carácter sexual. ¿Por qué?
Michel abrió los brazos e hizo un gesto de hastío.
—Ya se lo he dicho. Era una broma privada, sólo pretendía decirle: «Mira qué bien me lo estoy pasando.»
—¿La mujer que aparece en las fotos sabía para qué quería usted las imágenes?
—Claro.
El policía no movió ni un músculo al replicar:
—Ella lo niega.
Michel palideció.
—¿Cómo?
—Hemos hablado con ella y no está muy contenta con lo que usted ha hecho.
Michel se tapó la cara con las manos. Estuvo así treinta segundos, en silencio. Luego, sin retirar las manos, preguntó:
—¿Y qué tiene esto que ver con Jean-Baptiste?
—¿Sabe que tomar fotografías íntimas de una persona y divulgarlas sin su permiso es un delito, caballero?
Michel alzó la cabeza y miró al policía. Le temblaba el párpado izquierdo.
—¡Ella dirá ahora lo que quiera, pero cuando lo hice le pareció estupendo! —gritó—. Estará cabreada porque anoche habíamos quedado y no pude acudir.
El policía miró a la agente que estaba en la puerta y asintió con la cabeza. La mujer salió. El policía observó a Michel; las comisuras de su boca se fruncieron ligeramente y bajo sus ojos aparecieron pequeñas arrugas. Michel adivinó lo que iba a pasar un instante antes de que se abriera la puerta.
—¡Hijo de la gran puta!
De no haberse interpuesto la agente que había ido a buscarla, la Guapa le habría clavado las uñas en el rostro. Llevaba un vestido premamá de color rosa, pero al margen de ese detalle tierno era una fiera enloquecida: tenía el rostro desencajado, los ojos desorbitados y la melena negra en desorden.
—¡Cerdo cabrón! ¡Hijo de la gran puta! —gritaba, intentando zafarse de la policía.
Michel saltó de la silla y se parapetó tras la mesa.
—Vuelva a su sitio, caballero —ordenó el interrogador—. Por favor, señora, cálmese.
La agente acercó una silla y obligó a la Guapa a sentarse. Ella se revolvió.
—¡Quiero que destruyáis esas fotos! —Se volvió hacia Michel y volvió a decirle lo que pensaba de él—: ¡Estás muerto, hijo de puta!
El interrogador parecía muy tranquilo.
—Para poder hacer eso —le dijo—, necesitamos que usted presente una denuncia.
La Guapa se calló. Su pecho subía y bajaba rápidamente. En un tono bastante más bajo que hasta entonces, preguntó:
—¿Una denuncia? —Miró a los dos policías con los ojos muy abiertos—. ¿Una denuncia para qué?
—Para que podamos hacer lo que nos pide. No llevará más de quince minutos.
La habitación quedó en silencio. Sólo se oían los jadeos de la Guapa. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Los dos policías la contemplaban imperturbables. Ella sacó del bolso un pañuelo de papel y se limpió los regueros de rímel que corrían por su rostro. Miró a la agente con la que había entrado.
—Necesito hablar contigo a solas —dijo muy nerviosa—. Por favor.
La policía cruzó una mirada con su superior, que asintió. La Guapa se levantó y ambas salieron al pasillo.
—Es que estoy casada —le dijo en voz baja, con terror en la mirada—. Si mi marido se entera de esto, me mata. No puedo presentar la denuncia, tía, porque me mata. Pero te juro que lo que estoy diciendo es la verdad.
La agente intentó tranquilizarla:
—No se preocupe. Déjeme llamar al inspector a ver qué solución se nos ocurre.
Se asomó al despacho y le hizo un gesto para que saliera. El hombre escuchó las explicaciones que le dio su compañera al oído. Luego miró a la Guapa.
—A lo mejor, si puede identificar al destinatario de las fotos —empezó a decir como si comentara algo sin importancia—… podríamos solucionarlo sin necesidad de denuncia.
Entraron los tres en la habitación, donde Michel aguardaba intrigado. El policía cogió la carpeta roja de cartulina, la abrió y extrajo de ella una foto de tamaño folio que le tendió a la Guapa:
—¿Lo conoce?
Ella tomó la foto y la miró fijamente. Un violento temblor se apoderó de sus manos e hizo crujir el papel.
—No —dijo, y la dejó sobre la mesa.
—¿Está segura?
—Segura.
—Entonces no hay más que podamos hacer —dijo el interrogador, echando su silla hacia atrás, como si se dispusiera a levantarse—. O pone la denuncia, o este caballero se va de rositas.
El rostro de Michel se iluminó.
—¿Me puedo ir, entonces?
La Guapa se volvió hacia él con el rostro descompuesto:
—Tú no vas a ninguna parte, cabrón —dijo al tiempo que recogía la foto de la mesa—: Sé quién es —añadió—. Borrad todas las putas fotos si queréis saber quién es.