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Casi todos los puestos del mercado de Aluche habían cerrado ya cuando llegó el Guapo. En la pescadería, un tipo corpulento como el ogro de un cuento infantil recogía los congelados y los apilaba en la cámara frigorífica. Sus manos enrojecidas parecían guantes de béisbol. Chocó una de ellas, húmeda y fría, con la del Guapo por encima del mostrador.

—¿Aún estás así, Chiquitín?

El grandullón tosió y se encogió de hombros.

—Una vieja vino a última hora. Pasa.

El Guapo levantó la tapa del mostrador y entró en el puesto. No era un hombre bajo, pero sólo le llegaba al otro a la altura del hombro.

—Las viejas vienen siempre a última hora —se quejó el pescadero—. Miran las fechas de caducidad y regatean por las cosas que están a punto de ponerse malas. Las muy hijas de puta saben que si no se las vendo tendré que tirarlas a la basura.

Abrió la caja registradora.

—Mira: un día de trabajo. —Señaló el cajón con desaliento. Dentro había unos pocos billetes de cinco y diez euros y algo de calderilla. Se metió los billetes en el bolsillo y dejó las monedas.

—Venga, tío. Acaba de una vez. Vamos a tomar una copa, que tengo algo que contarte.

El Chiquitín abrió el frigorífico y se agachó para hurgar entre unas bolsas de plástico. La cintura del pantalón se le bajó y dejó al aire buena parte de su culo, blanco y peludo. Cuando se incorporó, tenía en la mano una bolsa con al menos dos kilos de langostinos.

—Toma, para la cena —dijo, y rompió a toser como si le estuvieran arrancando los pulmones.

—¡Pero, tío! ¿Qué coño quieres que haga con esto ahora?

—¿No vamos a tomar una copa? Pues dejas la bolsa dentro del coche y para cuando vuelvas a casa ya estarán descongelados.

—Y el coche estará hecho una mierda y olerá como el coño de una vieja.

—¡Pues a tomar por el culo! —El Chiquitín arrancó la bolsa de las manos del Guapo y la arrojó con violencia al cubo de la basura. Cuando se dio la vuelta, tenía los ojos empañados.

—Hombre, tampoco te pongas así —dijo el Guapo, conciliador. Se acercó al cubo y sacó la bolsa, que ahora tenía pegados trozos de desperdicios. El gigante sonrió, satisfecho.

El estrépito del cierre metálico del puesto ahogó las maldiciones del Guapo, que intentaba mantener los langostinos apartados del cuerpo.

No fueron muy lejos. Se sentaron en la primera terraza que encontraron. El sol aún no se había puesto y el ambiente era sofocante. El Guapo colocó la bolsa, que empezaba a gotear, en una silla de plástico y se sentó en otra. El Chiquitín llamó con un gesto al camarero y le pidió dos cubalibres de Beefeater.

—Ten cuidado —dijo señalando la bolsa de langostinos—, se van a poner malos si los dejas al sol.

El Guapo se olió los dedos con disimulo.

—Me llamó el Chato. Los gitanos le han dado veinte mil por los abrigos.

—¡Qué hijos de puta! Valían más del triple.

—Ya. Pero le dijeron que si quería más, se los llevara en invierno. Que a ver a quién le iban a colocar ellos unas pieles en pleno junio.

El camarero puso en la mesa dos vasos de tubo con hielo y ginebra. Vertió en ellos sendos chorros de dos botellas de Coca-Cola que luego colocó junto a los vasos. En un platillo de metal dejó la cuenta.

El Chiquitín echó el resto de la cola en su vaso. Con su grueso dedo índice sumergió los hielos en la mezcla. Así estuvo un rato, empujándolos con cuidado hacia el fondo, con la mandíbula descolgada, sin decir palabra. Sólo se oía su respiración pesada. Después se llevó el vaso a los labios. Cuando lo devolvió a la mesa, estaba vacío. Levantó una mano y le gritó al camarero:

—¡Eh, tú! ¡Tráeme otro, que éste se me ha caído!

El Guapo sonrió ante la cara de sorpresa del camarero: aquélla era una broma que se había convertido en tradición.

—Fui a ver al tío del otro día. —Se descolgó del cuello de la camiseta unas gafas de sol envolventes y se las puso—. Al que me llamó cuando estábamos en la furgoneta después de dar el palo. Es un butrón.

—¿Dónde?

—En un banco.

El Chiquitín abrió mucho los ojos.

—¡Está pirado!

—No tanto. Es un banco de Marruecos. Dice que el día del trabajo habrá allí seis millones en joyas. Nos proporcionaría un guía que sabe usar la lanza y un pocero que nos llevaría hasta el lugar, y nos pagaría dos millones a la entrega de las joyas. Él se encargaría de colocarlas.

—¿Por qué no lo hace todo él si es tan fácil?

—He estado investigando. Es un ricacho. Hay en Internet fotos suyas con Arnold Schwarzenegger y con la actriz esa que hizo la peli de Will Smith, en la que eran dos superhéroes mazados de otro planeta…

—¿Cuál? ¿La del último tío que queda en la Tierra?

—No, joder… Bueno, da igual. Por lo que entendí, porque la mayoría de las noticias están en guiri, el tío ese es una especie de joyero de famosos. Vamos, que, si quiere, puede colocar el material.

—¿Y cómo lo haríamos? ¿Vamos el Chato, el Yunque, tú y yo con esos dos…? ¿Qué son, moros?

—El pocero sí, el otro es saharaui.

—Pues eso, moros.

—Lo que tú digas, pero el saharaui habla español. Nos serviría de intérprete con el pocero. Y no, no iríamos solos. Llevaríamos a las chicas para no llamar la atención. Que parezca una excursión de vacaciones.

—¿Y cómo vas a llevar a Pilar, con ese bombo? Imagínate que se pone de parto allí. No hay ni hospitales.

—Bueno, tampoco hace falta que vayan todas. Con que fueran tu chica, la del Yunque y la del Chato, sería suficiente. Yo puedo ser soltero…

—O maricón —se rió el grandullón, aleteando las pestañas cómicamente.

—¿Te hostio?

El Chiquitín encendió un cigarrillo, tosió, bajó la cabeza y volvió a sumergir los hielos de su vaso.

—No me gusta, tío —dijo al rato—. ¿Y si nos pillan? Imagínate las cárceles de Marruecos. Llenas de ratas y todo el mundo dándose por el culo… ¡Buf!

—En las cárceles de aquí también se dan por el culo. Mira, es lo que hay. Ya ves lo que da de sí venderles la mercancía a los gitanos y los congelados a las viejas del barrio. A mí me parece que el plan está bien. Y el Joyero ese corre con todos los gastos. Dos millones son mucha pasta.

—Ya. Dan para comer langostinos todos los días.