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El Guapo colgó el teléfono y observó de reojo al Saharaui, cuyo rostro parecía una máscara de tierra. Se había puesto las gafas oscuras para evitar los rayos horizontales del sol y se comportaba ante el volante con la fría precisión de un autómata.

Puso el intermitente y arrimó el minibús a la derecha, junto a una explanada de tierra en la que había una decena de coches aparcados.

—Aquí es —anunció secamente.

El Guapo saltó del vehículo y se dirigió hacia la parte trasera, donde esperaba el Chato en el Seat. Los coches que pasaban por la carretera no les prestaban atención.

—Apárcalo entre esos dos, el rojo y el verde. Ciérralo y tira las llaves por ahí. Date prisa.

El Chato obedeció y se apresuró a subirse al minibús. En cuanto cerró la puerta, el Guapo ordenó:

—Al hotel.

El Saharaui arrancó. En la cabina recibieron al pelirrojo con aplausos y gritos. Él hizo el signo de la victoria con dos dedos, chocó manos y repartió besos. La Chata deslizó su pequeña mano entre la chapa y el asiento del Saharaui y le acarició la cadera. Él no se movió.

El minibús se detuvo en el aparcamiento del hotel.

—Deja las llaves puestas —le ordenó el Guapo. Se volvió hacia atrás, donde los otros comenzaban a descender del vehículo—. ¡Chato! Tú te quedas aquí cuidando el cacharro. Dentro de seis horas te releva el Yunque.

—¿No lo ponemos a la sombra?

—Piensa un poco, Chato. Las joyas no son bombonas de oxígeno. No te acojones, que no van a explotar.

—¡Joder! ¿Por qué yo?

—Porque lo digo yo. Si tienes calor, pones el aire y duermes.

El Saharaui fue directamente a su habitación y colgó el cartel de «No molesten». Sacó el ordenador de la maleta y lo colocó sobre la mesita baja. Había un mensaje de A7%0*G^TER22”. Era muy breve. Cuando lo hubo desencriptado, leyó: «Mujer de G. bajo control. Contratiempo localizado en hospital de París.» Respondió de inmediato: «Amigo de aquí asesinado. Envío ahora. Necesito 24 horas más para llegar a punto encuentro. Reventaré operación.» Volvió a leerlo y eliminó la última frase. Lo encriptó y lo envió. Luego borró todos los correos, tanto recibidos como enviados.

Sacó el pen drive del bolsillo e introdujo el dispositivo en el puerto USB. En la pantalla aparecieron cinco carpetas. Una contenía una larga lista de movimientos bancarios. Otra, una colección de vídeos porno. La tercera, un fichero de texto con una clave de treinta y cuatro caracteres. Seleccionó la retahíla de cifras y letras y la copió en el portapapeles.

Abrió un programa de cliente de bitcoin y pegó en la pantalla gris la larga contraseña como nueva cuenta para administrar. Enseguida aparecieron una serie de datos. Lo único que le interesaba era el saldo que figuraba en el recuadro superior derecho: trescientos sesenta y dos mil bitcoins. Abrió otra ventana y comprobó la cotización de la moneda electrónica: en aquel momento rozaba los trescientos euros.

Volvió a la página anterior y tecleó durante un buen rato. Finalmente, se echó hacia atrás en la silla, levantó el índice de la mano derecha sobre su cabeza y murmuró:

—Ahí van ciento ocho millones de euros.

Dejó caer el índice y pulsó la tecla de enviar.

Guardó el ordenador en el fondo de la maleta y la cerró. Se desnudó y se metió en la ducha. Salió cubierto sólo por una toalla en torno a la cintura y se tumbó bocabajo en la cama. A los diez minutos estaba dormido.

Durmió como un perro: agitando las piernas y los brazos mientras murmuraba frases incoherentes. Cuando se despertó miró a su alrededor, desconcertado. El sol estaba ya bastante alto; calculó que serían las diez de la mañana. Oyó leves golpes en la puerta. Se levantó, volvió a atar la toalla en torno a su estrecha cintura y abrió.

Allí estaba la Chata, cubierta por un pareo azul que transparentaba el biquini que llevaba debajo. De su hombro colgaba un capazo.

—Estaba preocupada por ti —dijo, mirando la toalla—. No contestas los mensajes…

El Saharaui la cogió del brazo y, de un tirón, la metió en la habitación. El capazo cayó al suelo. La echó sobre la cama y le quitó el sujetador y las bragas. La Chata pareció sorprendida, pero sólo un momento: tenía el rostro arrebolado y respiraba deprisa. Se puso de rodillas en la colcha y le arrancó nerviosamente la toalla. Abrió mucho los ojos.

—¿Todo eso me vas a meter dentro?