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La Guapa se despertó a las cuatro de la madrugada. Se llevó las manos a la tripa y se dobló sobre sí misma. Encorvada, fue al baño: estaba manchando. Se puso una compresa, se lavó la cara y se vistió. Fue a la habitación azul y recogió la bolsa que tenía preparada desde hacía un mes con las cosas para Eduardo: los pañales, las cremas, las colonias, el cepillito para el pelo, los patucos, las camisitas de batista… En otra maleta metió tres camisones, cuatro sujetadores y varias bragas. También un neceser con todas sus cremas. Llamó por teléfono a un taxi. Diez minutos más tarde sonó el interfono.

—Por favor, ¿podría ayudarme a bajar una maleta? —preguntó.

—Es que no puedo dejar el taxi solo, señora.

—Estoy a punto de dar a luz —gimió.

—¡Joder! Venga, abra.

La Guapa salió, cerró la puerta y se sentó en un escalón del rellano. Allí esperó, escuchando las pisadas del taxista en los escalones, cada vez más cercanas. Al final, el hombre apareció: debía de tener más de sesenta años y jadeaba por el esfuerzo.

—¿Cuál es la maleta? —preguntó directamente—. ¿Esa marrón?

Ella asintió, se levantó apoyándose en el pasamanos y recogió la bolsa para el bebé.

El taxista bajó delante, farfullando:

—No lo digo por usted, pero hay mucha gente que se cree que somos mozos de carga. Yo ya no tengo edad para andar trajinando peso. Me duele la espalda de estar todo el día sentado en el taxi. Cuando llego a casa, mi mujer tiene que darme friegas con bálsamo del tigre. En el aeropuerto, por ejemplo, la gente llega con su maleta de ruedas, yo abro el maletero y me quedo como una estatua. Que quede claro que no pienso levantarla. Si alguien se molesta, que se aguante. Y si no le gusta, que coja el siguiente coche. ¿Cómo va, señora? ¡No irá a mancharme el taxi!

Cuando llegaron a la puerta del hospital, la Guapa abrió la cartera para pagar; recordó que el Joyero se había llevado todo su dinero. No tenía un euro.

—¡Madre de Dios! —exclamó—. ¡No he cogido dinero antes de salir! ¿Puedo pagarle con tarjeta?

Al taxista le cambió la cara y dio un puñetazo al volante.

—¡Me cago en mis muertos! ¡No me joda que no tiene dinero!

La Guapa hizo un gesto de dolor.

—Mire, entre conmigo. A lo mejor hay un cajero dentro. O le dejo mi DNI, como prefiera.

—Toda la puta noche trabajando para que me salga con éstas. Mire, señora, me parece muy bien que esté usted de parto, pero yo no la he dejado embarazada y quiero los veinticuatro euros de la carrera. ¡No quiero el DNI de nadie ni tengo que ir a ningún cajero! Usted deja la maleta donde está y yo la espero aquí quince minutos. Si a los quince minutos no ha vuelto, me largo con la puta maleta.

Ella se bajó. Se volvió para coger el bolso azul de Eduardo, pero el taxista le puso una mano encima.

—Esto se queda aquí hasta que usted vuelva.

La Guapa echó a andar hacia la puerta del hospital. Caminaba con las manos sujetándose el vientre. Salió al cabo de diez minutos con unos billetes en la mano. El taxista no se bajó, sino que recogió los billetes a través de la ventanilla y desbloqueó el maletero, que se abrió una cuarta. Ella levantó la maleta y la dejó en el suelo. Luego abrió la puerta trasera y recogió la bolsa azul. Cerró de un portazo.

—¡Eh! —protestó el hombre.

—¡Ojalá te mates, gilipollas! —replicó ella, dándose la vuelta.

—¡La muy…! ¡Encima de que no te he cobrado la espera!

—¡Si estuviera aquí mi marido —gritó por encima del hombro—, te ibas a enterar, cabrón!

El tipo sacó medio cuerpo por la ventanilla.

—¿Tu marido? ¡A saber quién te ha hecho ese bombo, cacho guarra, que eres una guarra!

La Guapa lloraba cuando entró en el hospital. Un enfermero se apresuró hacia ella.