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Un hombre en uniforme militar pateaba con saña a un niño semidesnudo que estaba tirado en el suelo. El niño tendría unos diez años. Lloraba, chillaba y se retorcía en el polvo, pero el militar no dejaba de golpearlo con sus botas negras. Se agachó y lo levantó en vilo por una oreja. Así, con el niño caminando a su lado de puntillas, desapareció detrás de un edificio de la aduana de Tánger.

—¡Qué bestia! —dijo la Chiquitina—. ¡Qué animal!

—Y nadie ha dicho ni pío. —Había anochecido y el Yunque contemplaba a través del cristal oscuro del minibús detenido a la multitud que esperaba su turno bajo los focos, en torno a los cuales revoloteaban miles de insectos. Algunos hombres se habían bajado de los coches y charlaban. Las mujeres y los niños hablaban con las ventanillas bajadas. Nadie parecía tener prisa—. Míralos a todos: se la pela.

—¡Uaja dulaja jara baraja! —se burló el Chato.

Hacía un rato que el Saharaui había ido con el Guapo a intentar agilizar los trámites de entrada en Marruecos. Les había repetido que no se bajaran del vehículo bajo ningún concepto. Si había algún problema, debían llamarlo al móvil y él volvería al momento.

Un hombre desdentado golpeó la ventanilla del copiloto. No le hicieron caso, pero el individuo insistió. El Yunque le preguntó a través del cristal qué quería, y el otro le hizo gestos para que bajara la ventanilla.

—¿Qué pasa? —preguntó el Yunque con mala cara tras bajar el cristal hasta la mitad.

—¡Hola, amigo! ¿Español de dónde?

Era un tipo enteco y cetrino. Tenía unos cuarenta años y vestía una camisa amarillenta.

—De Madrid. ¿Qué pasa?

—¡Madrid muy bonito! Yo tuve una novia de Madrid. Mi hermano trabaja en Madrid.

—Muy bien, pero deja de dar golpes en la ventanilla, ¿vale?

El desdentado bajó la voz, como si revelara un secreto:

—Amigo, tengo papeles para aduana. Conmigo pasas rápido. Yo conozco al jefe.

—No, gracias. Y deja de tocar el autocar.

La cara de la Chiquitina apareció por detrás de la del Yunque:

—Oye, ¿tú sabes por qué el militar ese le pegaba antes al niño pequeño?

—¡Hola, señora! ¿Militar? No, no militar. ¡Mehani! ¿Tú sabes? El niño, malo. Quería cruzar el mar debajo de un camión. Está prohibido, muy peligroso. —Alargó la mano—: Vamos, papeles de aduana.

El Guapo apareció junto al desdentado.

—¿Qué pasa?

El Yunque señaló al marroquí con la barbilla:

—Éste, que dice que conoce al jefe de la aduana y que nos ayuda con los papeles.

—Jefe amigo mío —dijo el individuo.

El Guapo no le prestó la menor atención. Abrió la corredera.

—A ver, las chicas. Id con el Saharaui, que está en la tercera cola. En cuanto terminéis, venid cagando leches, que vamos los demás.

—Jefe amigo mío —insistió el otro—. Todo rápido, no hay problema.

El Guapo se volvió.

—¿Por qué no te vas ya de aquí, eh? ¡Lárgate, coño!

En un instante, la cara del individuo se transformó en una máscara de odio.

—¡Tú racista! —gritó.

Los ojos de docenas de marroquíes que esperaban su turno se volvieron hacia ellos mientras las tres mujeres bajaban del autobús, esquivaban al hombre y se iban hacia donde les había indicado el Guapo.

—¡Tú racista! —seguía gritando el marroquí—. ¿Para qué vienes a Marruecos si tú racista?

El Guapo subió al autobús y cerró la puerta mientras el otro seguía vociferando fuera. Ahora daba gritos en árabe y escupía en el suelo junto al minibús.

—¿Por qué no le damos una mano de hostias? —propuso el Chato.

—Porque no queremos acabar detenidos, por eso —respondió el Yunque, irritado.

Pronto se oyeron golpes en la carrocería del vehículo. El tipo parecía haber entrado en trance y aporreaba la chapa. Un policía con las manos en los bolsillos observaba la escena a sólo unos metros de distancia.

—Este moro de mierda está loco —masculló el Guapo con una voz que mezclaba el temor y la rabia—. Todavía nos va a meter en un lío. ¿Y el policía no hace nada?

—Porque está pensando en qué puede sacar él de este jaleo —contestó el Yunque antes de bajar la ventanilla del copiloto—. ¡Eh, amigo! ¡Ven aquí!

El marroquí interrumpió un momento los gritos. Sus ojos brillaron con astucia. Mientras se acercaba a la ventanilla, volvió a gritar:

—¡Tu amigo racista! ¡Insulta a los marroquíes!

—A ver —dijo el Yunque con suavidad. Tenía en la mano un billete de diez euros, donde el otro pudiera verlo, pero no los demás viajeros—. Si dejas de molestar, te doy el dinero que tengo en la mano. Si sigues gritando, vamos a la policía y te quedas sin nada. ¿Qué te parece?

El desdentado miró hacia ambos lados para cerciorarse de que nadie vería la transacción.

—Dame otro billete —dijo muy deprisa—. Veinte euros.

El Yunque sacó del bolsillo un billete de veinte euros.

—Dame los dos, dame los dos —dijo el marroquí—. Rápido.

El Yunque resopló y le tendió los dos billetes, que el individuo hizo desaparecer como un ilusionista hace que se esfume una carta de la baraja. Luego le estrechó la mano.

—Bienvenido, amigo. Bienvenido. —Sonrió y se alejó entre el enorme atasco de coches.

El policía que había estado mirando se fue tras él.

—Me cago en su puta madre —masculló el Guapo.

—Ahí viene la Chiquitina con su gran fular rosa ondeando al viento del desierto —ironizó el Chato—. ¿Sabes, Chiquitín? Nunca he entendido por qué se tatuó un caballito de mar en el cuello. Si quería hacerte un homenaje, habría sido más lógico que se tatuara un langostino.

El Chiquitín, abstraído, no contestó. Su novia se asomó al interior de la furgoneta e hizo gestos apremiantes con la mano:

—Dice el Saharaui que vayáis rápido para no perder el sitio en la cola.

Los tres hombres descendieron. El Guapo miró a los dos lados con los ojos encendidos.

—Si vuelvo a ver a ese moro, lo mato. —Escupió por el diente mellado—. Me da por culo el dinero: lo mato a hostias.

El Yunque volvió la cabeza.

—¡Venga, Chiquitín! ¡No te quedes atrás!