18

El Chiquitín comía a dos carrillos y atendía a la charla de las mujeres con una sonrisa bobalicona. El Yunque miraba las manos descomunales del gigante y las imaginaba empuñando el cuchillo e hincándolo una y otra vez en la carne de aquellas cuatro personas. Se acordó de él en el puesto de congelados, con las orejas rojas de frío, partiendo pescados duros como piedras con un solo golpe de macheta.

—¿Te pasa algo? —le preguntó su novia.

Él pareció despertar de un sueño.

—¿Eh? No, no. Me había quedado empanado.

—¿Estás malo?

—No. —Miró el plato—. No tengo mucha hambre.

—¿Qué estuvisteis haciendo en la habitación del Chiquitín?

—Repasando las cosas para el trabajo. Lo que tiene que hacer cada uno y todo eso. Ya sabes.

La Yunque asintió y se llevó una mano a la barriga, mientras con la otra sujetaba el tenedor cargado con un buen trozo de dorada a la sal.

—A mí se me van encogiendo un poco más las tripas a cada minuto que pasa. ¡Qué angustia! ¡Tengo unas ganas de estar de vuelta en casa…!

Se llevó la dorada a la boca y, mientras masticaba, pareció recordar algo:

—¿Hablaste con el Chiquitín sobre lo de los muertos de Aluche?

—No, ehhh… No pude. Estaba vomitando, no iba a sacarle ese asunto.

La Yunque le echó una mirada al gigante, que en ese momento se enjugaba con la servilleta la frente sudorosa ante su tercer plato de pescado.

—Pues ahora parece estar como dios. —Se volvió hacia su novio—: ¿Sabes qué? Yo creo que lo que le pasaba era que estaba cagado de miedo.

Él asintió:

—Todos estamos nerviosos.

—No. Me refiero a que estaba acojonado por el asesinato de esa gente. Lo raro es que ahora esté tan pancho. Oye, ¿estos de Barcelona van a seguir con nosotros hasta Marrakech?

—No creo. Supongo que mañana se irán por su lado.

—Al tipo no lo soporto. ¿Te parecen normales las gilipolleces que dice? ¿De qué va? Tengo que morderme la lengua para no decirle que se meta la independencia y una butifarra por el culo. Encima de que les dejamos la habitación…

El Yunque posó su copa sobre la mesa.

—Últimamente te quejas de todos: del catalufo, del Chiquitín, de la Chata, del Guapo…

—¡No me menciones al Guapo! Tú no estabas esta mañana, cuando comenzó a arrearnos en la recepción del hotel como si fuéramos un rebaño. —Imitó la voz del Guapo—: ¡Vaaamos, chicooos, todos en fila detrás del Saharaui! Su mujer me cae bien, pero él me pone enferma.

El Yunque hizo un gesto de hastío.

—Quedan seis días para estar de vuelta en Madrid. Procura no liarla hasta entonces.

—Hijo, a veces parece que no tienes sangre en las venas.

—Será eso.

Miró a los demás comensales. La Chata reía junto al Saharaui. El Chato hacía bolitas con las migas del pan sin quitarles ojo. Jordi le contaba algo al Chiquitín, que hundía con el índice los cubitos de hielo de su cubalibre y asentía con la mandíbula descolgada. La Chiquitina lo observaba con una sonrisa de alivio.

—Me voy —dijo el Yunque, apartando la silla y levantándose. Su novia lo miró con sorpresa—. Os veo por la tarde. ¡Chato! —llamó—. Ven conmigo.

Cuando salieron, el Saharaui los siguió con la mirada a través de la cristalera. El Yunque iba con las manos en los bolsillos del vaquero y hablaba al pelirrojo por la comisura de la boca. Unas gafas de sol ocultaban sus ojos, pero en su frente se dibujaba una profunda arruga vertical.

El Saharaui miró luego al Chiquitín. También él observaba al Yunque.