31

Jean-Baptiste se había rasurado toda la cabeza. Había gastado en ello los tres juegos de cuchillas que guardaba la Guapa. Sólo le quedaban las pestañas. Incluso las cejas habían caído bajo la maquinilla. El hombre elegante parecía ahora un extraterrestre o un anciano enfermo. Un hematoma le cubría la parte posterior del cráneo.

—La policía va a volver a por ti para interrogarte —le dijo a la Guapa—. No sé cómo no ha venido ya. Sólo te pido que me des un par de horas. Eso será…

La música de Bisbal lo interrumpió. El teléfono de ella bailaba sobre la mesa de la cocina.

—Es mi marido —dijo ella mirando la pantalla.

Él dudó un instante, cogió el aparato y, echando mano del cuchillo, la advirtió:

—Cuidado.

Descolgó y pulsó el icono de manos libres.

—Hola, cariño —saludó la Guapa, echándose hacia delante para estar más cerca del micrófono. Las manos atadas le temblaban violentamente.

—Hola, Gorda. ¿Cómo va todo?

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Con mucho calor.

—Aquí también pega. Gorda, ya no voy a poder llamarte hasta mañana. Vamos a coger el autobús y empieza el baile.

Ella pugnó por contener el llanto. Jean-Baptiste le sacudió el hombro.

—¿Estás ahí? —se extrañó él.

—Sí, sí. ¿Estás seguro de todo?

—¿Cómo?

Miró de reojo a su secuestrador.

—Digo que si todo va bien o hay algún problema.

—No, no hay ningún problema. ¿Por qué lo dices?

Volvió a mirar al Joyero, que la urgió con un gesto a responder.

—Hombre, pues porque… Vas a hacerlo hoy, ya sabes.

—No, no hay ningún problema. ¿Cómo está Eduardo?

—Dando patadas. —Le temblaba la barbilla. El albornoz había vuelto a abrirse—. Yo creo que va a ser futbolista, como tú querías.

—Oye, tengo que dejarte. Te llamo mañana, cuando vuelva al hotel. Hasta entonces no me llames, ¿vale?

—Vale, cari. Mucha suerte. Te quiero.

Jean-Baptiste apagó el teléfono y lo alejó de la Guapa, que había estallado en llanto. Meneó la cabeza calva y dijo:

—Tendrá éxito, seguro. Es una pena que no pueda quedarme para comprar las joyas.

Cogió dos bolsas del supermercado, abrió la alacena y comenzó a llenarlas. Elegía cuidadosamente cada producto: aceitunas, atún, sardinas… Luego fue a la nevera y cogió cinco Coca-Colas.

La llamada del interfono lo paralizó. Se miraron y ambos vieron su miedo reflejado en el rostro del otro.

—Yo no espero a nadie —dijo ella muy rápido.

Él cogió el cuchillo y se lo puso en la garganta, mientras con la otra mano le tapaba la boca.

—Ni un ruido —susurró.

El interfono aún sonó varias veces antes de callarse. Esperaron un rato. Jean-Baptiste empezaba a retirarle la mano de la boca cuando oyeron pasos en el rellano. Al instante sonó el timbre. Fue un sonido estridente, poderoso, que alcanzó hasta el último rincón del piso e hizo vibrar los nervios de ambos. El hombre estaba inclinado sobre la Guapa, echándole el aliento caliente en la oreja. Era el aliento rancio de un viejo.

Se oyeron voces masculinas, con tanta claridad como si sonaran en el interior de la casa:

—Nada. Habrá salido.

—¿Quieres forzarla?

—No, mejor esperamos abajo.

Las voces se alejaron, acompañando a los pasos, por la escalera:

—… calor…

—… en el bar…

Jean-Baptiste se acercó a la terraza, pero nada podía ver sin asomarse.

—Desde la ventana del dormitorio —susurró la Guapa.

Oculto tras los visillos, vio salir del portal a dos hombres jóvenes. Ni sus camisetas ni sus vaqueros los delataban como policías, pero sí sus riñoneras. Cruzaron la calle y se dirigieron hacia un coche blanco aparcado en doble fila. Uno de ellos señaló hacia el bar que había unos metros más arriba. El otro pareció resistirse, pero acabó por seguirlo.

El Joyero esperó a que entraran en el establecimiento y volvió a la cocina. La Guapa no se había movido del sitio.

—¿Dónde está la ropa de tu marido?

—En el armario del dormitorio. ¿Por?

La ayudó a levantarse. Mientras caminaban por el pasillo, le preguntó:

—¿Tiene alguna camisa vieja?

—No usa camisas, sólo camisetas.

Abrieron el armario. Efectivamente, el vestuario del Guapo consistía en un amplio surtido de camisetas, vaqueros y cazadoras.

Jean-Baptiste comenzó a revolver entre la ropa.

—¿No habrá al menos una camiseta lisa?

—Hay una blanca, un poco más a la derecha.

La encontró y se la puso delante, para calcular su tamaño. Le llegaba hasta la mitad de los muslos. Aun así, se quitó la camisa y se la puso. Se miró en el espejo y, tras un instante de duda, se la metió por la cintura del pantalón. Pareció satisfecho con el resultado.

—¿Tienes una gorra?

—Como no quieras una pamela…

Volvieron a pasos cortos por el pasillo. Él se detuvo en el cuarto de baño y cogió una caja de ibuprofeno y otra de paracetamol.

En el salón, le indicó que se sentara en el sofá y le cortó las ligaduras. Las cuerdas del tendedero le habían provocado moratones en las muñecas y en los tobillos. Mientras ella se los frotaba, él le comentó en tono de disculpa que le vendrían muy bien como coartada en caso de que la policía le preguntara dónde había estado en las últimas horas. La Guapa no contestó: se ciñó el albornoz para cubrirse y se encogió sobre sí misma. El Joyero le tendió el cuchillo con una media sonrisa:

—Te lo cambio por las llaves del coche y un poco de dinero.

Ella señaló con la cabeza:

—En la bandeja del recibidor —dijo, y volvió a masajearse los tobillos con gesto de dolor.

Él vació el monedero y se guardó las llaves en el bolsillo.

—¿Dónde está aparcado?

—Saliendo del portal a la izquierda, a unos treinta metros. Es un BMW

—Lo conozco.

Cogió las bolsas y le tendió la mano formalmente. Parecía un jubilado enfermo con la compra del día.

Ella lo miró sin expresión y él se encogió de hombros y retiró la mano.

—Recuerda. Dos horas. Nos conviene a los tres: a ti, a tu marido y a mí. Si yo caigo, caéis vosotros.