20
El Saharaui introdujo la llave y abrió la puerta de la habitación. El Guapo estaba sentado en el alféizar de la ventana, de espaldas a la calle ya oscura. El Chato fumaba recostado en una de las camas. El Yunque recogió apresuradamente los papeles que había dejado sobre la mesita.
—¡Hola, amigos! Os habéis perdido la excursión a las Cuevas de Hércules.
—¿Cómo habéis ido? —preguntó el Guapo.
—En el minibús. —El Saharaui exhibió su amplia sonrisa—. Están a sólo dieciséis kilómetros. Pasamos delante de los palacios de los príncipes saudíes…
—¿Quién te ha dado permiso para utilizar el minibús?
El Saharaui parpadeó, perplejo.
—Hombre, ¿cómo íbamos a ir?
—Andando o en taxi. De cualquier manera, menos en el minibús. ¿Y si hubierais tenido un accidente, eh? El doble fondo podría haber quedado a la vista. Eso si no estalla una bombona y saltáis por los aires.
—Perdón. Yo…
El Guapo descendió del alféizar. Tenía la mirada dura y su rostro se estaba volviendo peligrosamente rojo.
—Creía que había quedado claro que aquí no se hace nada sin mi permiso.
El Saharaui asintió. De pie en el centro de la habitación, con su pulcra camisa blanca con los puños abrochados, parecía un estudiante recibiendo el rapapolvo del maestro.
—Tienes razón, jefe. Ha sido culpa mía. No volverá a pasar. Perdón.
El Yunque se levantó y le hizo una seña al Chato. Parecía apurado.
—Bueno, nosotros nos vamos —dijo—. Os vemos luego.
El Saharaui aprovechó la interrupción para meterse en el baño. Echó el pestillo y aplicó la oreja a la puerta. La conversación de los otros tres le llegó amortiguada:
—… esta noche.
—¿En dónde?
—… a tu chica que se vaya a dormir con la Chiquitina…
—… para algo.
Luego, el golpe de la puerta al cerrarse.
Se sentó en el retrete y repasó los mensajes en su teléfono móvil. Había veinticinco del grupo de WhatsApp y dos sms. Repasó los WhatsApp rápidamente: se trataba de un cruce de bromas de las mujeres y del Chato, cuyo objetivo principal era Jordi. El primero de los dos sms era una sucesión de números, letras y signos de puntuación que parecía resultado de que alguien se hubiera sentado sobre el teclado sin darse cuenta. El segundo era de la Chata. Decía: «T veo un pco mustio. Pdo hacer algo para q snrias?». Lo cerró y volvió a abrir el primero.
Al cabo de diez minutos, tiró de la cisterna y salió del baño. El Guapo estaba tumbado en su cama, zapeando con el mando del televisor. Parecía habérsele pasado el berrinche.
—¿Has comido aquí? —le preguntó el Saharaui.
—No he comido. Pedí un filete y no sé qué es lo que me trajeron. Por si acaso, no lo he probado.
El Saharaui levantó la tapa del plato.
—Tajín de carne. —Acercó la nariz—. Huele bien.
—Todo tuyo.
Volvió a tapar el plato y se tumbó bocarriba en su cama.
—La chica rubia se puso enferma otra vez en la comida y subió a su habitación. Tampoco vino a la excursión —dijo en tono despreocupado—. Está abajo, en la cafetería. Tiene un libro para turistas. Le dijo a su novio que quiere ir a Fez antes de bajar a Marrakech.
El Guapo no apartó la vista del televisor.
—¿Y qué ha dicho el novio?
—Quería seguir con nosotros. —El Saharaui bostezó—. Tiene miedo de que le roben el coche.
El Guapo soltó una carcajada.
—Ese chico es gilipollas. Está más pendiente de su coche que de su novia. No sé cómo ella lo aguanta.
—¡Ah, las mujeres! —volvió a sonreír el Saharaui—. ¿Quién sabe lo que piensan las mujeres?
—Tú, desde luego, no. Ni siquiera tienes novia.
—Es verdad. Pero mira, son muy listas. Te cuento una historia de mi país.
—¿De cuál de ellos?
—Del Sáhara, claro. Mira, hace mucho tiempo, los hombres del desierto salían en caravanas para comprar cosas en un sitio y venderlas en otro. Compraban sal en un sitio y la cambiaban por plata en otro. Se marchaban lejos y cambiaban la plata por espe… ¿especias? ¿Se dice especias? O por camellos… Los viajes duraban muchos meses, a veces años. Cuando los hombres marchaban, sus mujeres iban a ver al juez y le decían: «¡Estoy embarazada! ¡Apúntalo!» Todas las mujeres, también las viejas, iban a decirle: «¡Estoy embarazada!» Cuando los hombres volvían y veían que sus mujeres tenían la tripa gorda o habían parido un niño, no podían enfadarse: aquellos niños eran hijos suyos. ¿Comprendes?
—O sea, que mientras sus maridos estaban fuera, ellas follaban con otros.
—No digo eso. A lo mejor estaban embarazadas de verdad.
—Entonces deberían parir al mismo tiempo, a los nueve meses.
—En aquella época los embarazos en el desierto duraban nueve, diez, once meses, o un año o dos. Depende. Por el clima.
El Guapo se volvió hacia el Saharaui con el ceño fruncido.
—Pero ¿qué coño estás diciendo?
El Saharaui se rió.
—Mira: las mujeres estaban contentas y los hombres estaban contentos, porque los embarazos de las mujeres casadas que conocían durante sus viajes también duraban mucho tiempo. Y todos los niños tenían un padre. Todos felices.
—Y follando como conejos. ¿Esa historia es cierta?
—¿Tú qué crees? —se rió.
—Tío, eres muy raro.
El Saharaui se rió aún más.
El Guapo permaneció tumbado en silencio, con las manos cruzadas detrás de la nuca, mirando el televisor. Al rato, preguntó:
—¿Qué hacías en Madrid antes de que nos saliera este trabajo?
—Ya te lo dije: hacía grabados en plata y los vendía los domingos en el Rastro. Corría, también corría —sonrió—, para no pensar en mujeres.
—¿Y en dónde trabajabas? ¿En el piso ese que compartías con tus amigos?
—Sí, en la cocina. Ahí ponía todo mi material y pim pim pim, pam pam pam, hacía mis grabados.
—¿Tus amigos no protestaban por el ruido?
—¡No! Trabajaba por la mañana, cuando ellos no estaban en la casa. Si no, me matan —se rió—. Empezaba a trabajar a las siete de la mañana, cuando ellos se iban, y lo recogía todo a las dos para preparar la comida.
—¿Preparabas tú la comida de todos?
—No, no. Ellos comían fuera. No volvían hasta las siete de la tarde o así. Cada uno se preparaba su cena.
—O sea, que desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde tenías la casa para ti solo.
—Para mí solo, sí señor.
El Guapo se quedó en silencio. Seguía en la misma postura, mirando al televisor.
—Voy a darme una ducha —dijo el Saharaui.
El Guapo esperó hasta que oyó correr el agua. Cogió su móvil y le envió un mensaje al Yunque: «Ya sé cómo hacerlo.»