50

Con la capucha, el Pocero parecía un penitente de Semana Santa. En la mano llevaba su linterna de luz amarilla. Tras él caminaban los demás en procesión. Sólo se oían los chirridos de sus botas de goma y las toses del Chiquitín.

—Pregúntale a tu amigo si lleva encima las llaves del coche —susurró el Guapo al Saharaui—, no vayamos a tener un disgusto a última hora.

El viejo dijo algo despectivo y se golpeó el costado de la chilaba.

—Dice que las tiene en el bolsillo.

Cuando se terminó el camino de cemento y el lodo negro de la ribera comenzó a dificultar su avance, el Guapo los animó:

—Venga, hijos de puta, que lleváis encima seis millones de euros. ¡No vais a decirme que os pesan demasiado seis millones! El que esté cansado, que me dé su parte, hostia.

Llevaban los verdugos negros empapados de sudor y avanzaban ajenos a los millares de insectos que movían sus antenas en las paredes y en el techo, y a las ratas que se apartaban de su camino lanzándose al agua turbia. El Guapo miró su reloj: las cinco y cuarto.

Quince minutos más tarde el Pocero levantó una mano y se detuvo. Apuntó la linterna al suelo y miró hacia arriba. Estuvo así un buen rato, como si hubiera oído algo.

—¿Qué pasa? —preguntó la voz del Chato.

Nadie contestó. Sólo se oía la respiración alterada del grupo, como la de una rehala de perros.

El viejo le entregó la linterna al Saharaui y le indicó que continuara apuntando al suelo con ella. Cuando asió una de las abrazaderas y comenzó a ascender, comprendieron lo que ocurría.

—Estamos en la salida —musitó el Saharaui.

El Pocero levantó un extremo de la rejilla de hierro y espió el exterior. El canto de los grillos penetró en el túnel. Tras unos minutos de expectación, oyeron la tapa deslizarse sobre la tierra y los pies del viejo comenzaron a ascender por los escalones. Poco después, asomó la cabeza por el agujero y los animó a subir:

Yahla, yahla!

El primero en hacerlo fue el Guapo, y el último, el Saharaui. El pen drive ya había pasado de su manga al bolsillo del pantalón. Se despojaron de los monos y de las botas, que sustituyeron por el calzado que habían dejado en el carro. Sólo el Guapo no lo hizo.

Pasó junto al Yunque, que le entregó el cuchillo. Se acercó al Pocero por detrás. El Chiquitín se movió hacia el Saharaui y el Chato recogió con disimulo una gran piedra del suelo.

Todo sucedió en un instante, como una coreografía largamente ensayada. El Guapo aprovechó que el viejo estaba inclinado recogiendo sus botas para clavarle el cuchillo en la base del cráneo. Con la mano izquierda le sujetó la cabeza mientras hundía y retorcía la hoja hasta que la punta de ésta apareció por la garganta. Antes de que el Saharaui pudiera dar un paso, el Chiquitín ya se había pegado a su espalda y lo había inmovilizado con un abrazo de oso. El pelirrojo se acercó, dispuesto a abrirle la cabeza con la piedra.

—¡Chato! —lo detuvo el Yunque.

El cuerpo del Pocero se convulsionó en el suelo hasta que el Guapo retiró el cuchillo. Estaba tan hundido que tuvo que apoyar la bota en la espalda del viejo para arrancárselo. En ese momento el Saharaui logró golpear con el codo derecho tres veces en las costillas del Chiquitín, hasta que éste aflojó la presa y pudo soltarse. Enfrente tenía al Guapo, que empuñaba el cuchillo; a su izquierda estaba el Chato, que sostenía la piedra. Se inclinó como un animal dispuesto a luchar.

—Saharaui, esto no va contigo. —El Guapo tenía la cara en tensión, llena de pelusas de lana negra que se habían desprendido del verdugo—. Te digo la verdad: somos cuatro y no tendríamos problema si quisiéramos matarte. Esto que ha pasado es algo que había que hacer.

El Saharaui mantenía el cuerpo ligeramente arqueado, los ojos alerta y las manos crispadas. Se balanceaba levemente mientras retrocedía para mantenerlos a todos en su campo de visión.

—¡Escúchame! —le gritó el Guapo—. En cuanto la policía descubra el butrón, lo primero que hará será hablar con los poceros. ¿Cuánto tiempo crees que habría tardado en cantar este tío? Eliminándolo, hemos roto el hilo que conducía hasta nosotros. Jean-Baptiste estará de acuerdo, no lo dudes. —Dio un paso al frente—: ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

El Saharaui no contestó.

—Tienes un minuto para decidir si sigues con nosotros o no. —Escupió por su diente mellado—. Un minuto.

El Saharaui fue bajando poco a poco los brazos, como si le costara un mundo hacerlo, al tiempo que se erguía lentamente. Dirigió la mirada hacia el cadáver del viejo: parecía un fardo tirado en el polvo.

El Chiquitín se acercó a él con los brazos abiertos y una sonrisa en el rostro.

—¡Amigo!

Se dejó abrazar por el gigante y palmear por el Yunque. Tenía el rostro desencajado y no apartaba la vista del Pocero, muerto.

—¡Chiquitín! ¡Chato! —llamó el Guapo—. ¡Quitad a ése de ahí! —Con un movimiento de cabeza señaló el cadáver.

El Chato soltó la piedra de mala gana. Ambos fueron hacia el cuerpo tirado en el suelo. El Chato registró sus ropas y le entregó un manojo de llaves al Guapo, quien se las lanzó al Yunque.

—Arranca la máquina.

Se despojó del mono y limpió el cuchillo en él. Luego lo tiró con las botas a la alcantarilla.

Mientras caminaba junto a él hacia el desvencijado Seat Toledo, el Saharaui miró por encima del hombro. El Chiquitín y el Chato arrojaban el cuerpo del viejo por el agujero.

El Guapo todavía respiraba agitadamente por el esfuerzo. Al llegar al coche le preguntó si estaba en condiciones de conducir. Él asintió y se sentó al volante. No tardaron en llegar los demás. El Chiquitín se instaló a su lado y los otros tres se apretaron en el asiento posterior.

La luz comenzaba a luchar con las tinieblas cuando el coche echó a andar lentamente.

—No sé si deberíamos haber matado al burro —dijo jocosamente el Chato—. Al fin y al cabo, también es un testigo.