16

El Yunque tuvo que interponerse entre el Guapo y el Chiquitín.

—¡Te mato! ¡Juro que te mato, hijoputa!

—¡Tranquilo, tranquilo! —repetía el Yunque, apoyando las manos en el pecho del Guapo para detenerlo.

—¡Todo el viaje preguntándole qué a este hijoputa le pasaba, y él mintiendo como un cabrón! ¡Pues que sepas, tío mierda, que te voy a echar a los perros! ¡Ya estás haciendo la puta maleta y volviéndote para España, cabrón! ¡A mí no me vas a llevar a la trena! ¡Antes te mato!

El gigante, cubriéndose la cabeza con los brazos, lloraba a moco tendido. El Chato se mesaba los cabellos rojos y repetía en voz baja:

—¡La hostia! ¡La hostia!

—¡Tío, cálmate, que te está oyendo todo el hotel! —insistió el Yunque—. Vamos a calmarnos y a buscar una solución, ¿eh? Nos calmamos, ¿vale?

El Guapo, con el rostro congestionado, comenzó a pasearse agitadamente por la habitación.

—Tiene que volver a España —repitió.

El Yunque se dejó caer en la butaca. Con los codos en las rodillas, cruzó los dedos y apoyó en ellos la barbilla. Los ideogramas tatuados en sus falanges tenían la apariencia de un rosario, y él, la de un penitente. El Chato se sentó en el suelo, se recostó contra el armario empotrado y encendió un cigarrillo; el humo flotó lentamente como un fantasma hacia la ventana abierta. El Chiquitín, que seguía sentado en la cama como un buda y respirando como una locomotora de vapor, no le quitaba los ojos de encima al Guapo.

—Tienes que volver a España —dijo el Guapo.

El Chiquitín imploró, extendiendo las manos abiertas:

—¡Si hago eso me meten para el talego!

—¿Y a mí qué coño me importa? —Saltó hacia él y le golpeó en la cabeza con la mano abierta. El Yunque volvió a levantarse para separarlo—. ¡Tú tienes la culpa! Me ocultaste que habías perdido dinero, me ocultaste que estaban exprimiéndote, me ocultaste que te cargaste a cuatro personas, ¡cuatro!, me ocultaste que estaban buscándote. ¿Y encima pretendes que me la juegue por ti? ¿Has pensado en que pueden acusarnos a todos de complicidad? ¿Has pensado que pueden estar fichándonos ahora mismo? ¿Has pensado que, en caso de que lográramos hacer el trabajo, podrían detenernos en la frontera por tu culpa y destripar el autobús y pillarnos con la mercancía?

—No os dije nada para no preocuparos.

—¡Y una mierda! No nos dijiste nada porque te habríamos dejado fuera.

—¡No es verdad, Guapo —gimoteó el gigante—, no es verdad!

El Yunque carraspeó.

—A lo mejor hay otra solución —dijo.

—Sí, tirarlo al mar con una piedra atada al cuello y decir que ha desaparecido —ironizó el Chato.

—¿Qué solución? —ladró el Guapo.

El Yunque se echó hacia atrás en la butaca y habló con voz tranquila:

—Supongamos que el Chiquitín llama a su madre y le pregunta si los policías dejaron algún número de teléfono o la dirección de una comisaría a la que pueda llamarles. —Aplacó con un gesto el conato de protesta del Guapo. El gigante lo miraba alarmado—. Les llama y les dice que su madre le ha dicho que lo están buscando. Que él está ahora de vacaciones en Marruecos, pero que volverá a España el lunes e irá a donde ellos le digan. Cuando le pregunten, les dice que, efectivamente, él le pidió un préstamo al tal Martínez, pero que llegaron al acuerdo verbal de que el plazo de devolución se prorrogaba, con sus correspondientes intereses, tres semanas. Es decir, que no vencería hasta una semana después de nuestra vuelta a España.

—¿Y qué? —dijo el Guapo.

—Si la policía está de acuerdo, hacemos el trabajo, volvemos a Madrid, recogemos nuestro dinero, le damos su parte al Chiquitín y que se las apañe como pueda.

—¡Me meterán en la trena!

El Yunque se encogió de hombros.

—Puede que no. Con cuatrocientos mil euros entre tu chica y tú, puedes pillar un buen abogado.

—Me sigue pareciendo mejor idea tirarlo al mar con una piedra atada al cuello —murmuró sarcásticamente el pelirrojo.

—Yo lo que quiero es irme a un país que no extraccione a España.

—¡Lo que tú quieres es mierda! ¿Lo oyes? —le gritó el Guapo—. ¡Lo que tú quieras no vale nada, hostias!

El Yunque chistó y le hizo gestos para que bajara la voz.

—En realidad, puede irse a donde quiera —dijo—. Luego le enviamos el dinero.

—¿Y si en la frontera nos preguntan por él? —replicó el Guapo.

—¿Por qué nos iban a preguntar? Y si lo hicieran, valdría cualquier explicación: por ejemplo, que se ha enamorado de una marroquí y se ha quedado en Marrakech.

El Chiquitín asintió, entusiasmado:

—Eso, y yo me voy a un país que no extraccione.

El Guapo alzó las manos, como si entre ellas tuviera una piedra y fuera a lanzársela al gigante.

—¿Y qué país es ése, gilipollas?

—Uno de los de por aquí. El Saharaui sabe de esas cosas.

—¡El Saharaui, ése es otro problema!

El Chiquitín negó vehementemente con la cabeza:

—No sabe nada, de verdad. Yo le dije que era para un amigo.

El Guapo se sujetó la cabeza, como si le fuera a estallar.

—¿Es que te crees que el moro es tan imbécil como tú? A estas alturas estará rumiando sabe Dios qué.

—No hables más de eso con el Saharaui, Chiquitín —dijo gravemente el Yunque—. Sólo puede traernos problemas. Imagínate que llama al Joyero y suspenden el trabajo. Es demasiado arriesgado.

—¿Y entonces qué hago?

—Vamos a mirar en Internet qué países son esos que no devuelven a la gente. No creo que sea muy difícil.

—Vale —dijo el Guapo—, pues como no es muy difícil te encargas tú.

El Yunque se encogió de hombros. A su espalda, oyó la voz del Chato:

—Por hablar.

El teléfono que había sobre la mesilla de noche comenzó a sonar. Los cuatro se quedaron mirándolo, como si el pequeño artefacto de plástico negro fuera a estallar de un momento a otro.

—Cógelo, hostias —ordenó el Guapo al Chiquitín.

Con su enorme manaza, el grandullón se llevó el auricular al oído.

—Diga —dijo, cauteloso—. Estamos charlando…

Se volvió hacia los otros tapando el micrófono con una mano:

—Están todos abajo. Dicen que si vamos a comer.

El Guapo negó con la cabeza:

—Diles que vais vosotros, que yo tengo cosas que hacer y pediré algo en la habitación.

—Ahora vamos —repitió el gigante—… No, él se queda en su habitación porque tiene cosas que hacer… ¿Y yo qué sé qué cosas?… En cinco minutos.

Colgó y se dirigió a los otros:

—No le digáis nada de esto a mi chica, por favor. Ella no es capaz de aguantar la presión como yo.

El Guapo y el Yunque se miraron. Desde el suelo, el Chato soltó un bufido:

—Ponte ropa limpia. Apestas.