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—No hace falta taxi —dijo el Saharaui—. Andando son diez minutos.

Estaban en la puerta del hotel. El sol acababa de ponerse y el aire llevaba hasta ellos el aroma de los jazmines del jardín. La luna parecía un arañazo en el cielo negro.

El Guapo dudó:

—¿No será peligroso?

—¡Nooo! No hay problema. A esta hora las calles están llenas. Todo el mundo sale. Hace menos calor.

El Guapo echó a andar al lado del Saharaui. Tras ellos, el Yunque llevaba a su novia, que tenía el rostro tenso como un elástico, enganchada por la cintura; un poco rezagados iban el Chiquitín, su novia y la Chata. Cerraba la marcha el Chato: llevaba las manos en los bolsillos, el ceño fruncido y las comisuras de la boca vueltas hacia abajo. Sólo la Chata, que comentaba animadamente el aspecto de los grupos de jóvenes con los que se cruzaban, parecía relajada en el conjunto de rostros adustos.

—¿Está muy lejos el banco? —le preguntó el Guapo al Saharaui.

—No muy lejos. Luego pasamos y te lo enseño.

—Vamos ahora.

—Primero cenar, ¿no?

—Ahora. ¿No dices que queda cerca?

El Saharaui se encogió de hombros.

El número de personas que caminaban por la calle aumentó hasta transformarse en una multitud cuando cruzaron la puerta de la medina.

El Saharaui se volvió y señaló un edificio a la derecha del grupo.

—Hotel La Mamounia, el mejor de África. —Luego, en voz baja, susurró—: Ahí están los joyeros más ricos que vienen a la feria. También políticos y artistas de cine. Muchos amigos del rey.

Había tres coches negros y relucientes aparcados al pie de la elegante escalinata del edificio. Hombres vestidos con trajes oscuros conversaban en torno a los vehículos. De las orejas de algunos de ellos salían estrechos cables de color carne que desaparecían bajo el cuello de las americanas. Otros hombres de piel más morena que vestían trajes baratos merodeaban por la acera con gesto hostil.

—Mucha policía —comentó el Saharaui—. Vámonos.

Uno de los hombres que estaban junto a los coches, un individuo alto y rubio, se llevó la mano a la oreja derecha e hizo un gesto a sus compañeros. Inmediatamente, se produjo entre ellos un movimiento rápido: los chóferes apagaron sus cigarrillos y corrieron a ocupar sus puestos, y los agentes abrieron las puertas traseras de los vehículos. Los policías de paisano que estaban en las aceras se precipitaron a apartar a los paseantes con gritos en árabe y gestos expeditivos.

La puerta del hotel se abrió y apareció una mujer alta y sonriente, de pelo castaño, enfundada en un amplio vestido de seda a franjas verdes y doradas. Sujetándole el codo iba un individuo pequeño y bronceado que exhalaba a distancia poder y dinero.

—¡Es Carla Bruni! —exclamó la Yunque, olvidando por un momento sus temores y sus resentimientos.

La pareja ya había entrado en el coche del centro. Inmediatamente sonaron varios portazos en los demás vehículos y la comitiva se puso en marcha.

—¡Es Carla Bruni! —repitió entusiasmada la Chiquitina.

—El enano que va con ella era presidente de Francia. Su mujer le puso los cuernos y lo dejó tirado —asintió la Chata.

—Pues no sé cómo sería la otra —intervino el Chato—, pero ésta es una bomba. Ya ves, Chata, todo puede mejorarse.

Los jóvenes marroquíes que los rodeaban estiraban el cuello para intentar ver a los ocupantes del coche a través de los cristales tintados.

—Carla Bruni —comentaban, admiradas, algunas chicas con hiyab.

Las escasas farolas ya habían sido encendidas. El Saharaui insistió:

—Vámonos, no es seguro.

El Guapo hizo una seña al Yunque y echó a andar junto al Saharaui. Pronto oyeron las voces alborotadas de las mujeres a sus espaldas.

—La Kutubía —anunció el Saharaui, señalando la esbelta torre que se erguía a la izquierda, rodeada de rosales—. De aquí copiaron la Giralda de Sevilla.

—Será más bien al revés —replicó el Chato.

—Esta torre es de antes que la Giralda. Las dos iguales, salvo por la parte de arriba. Igual también la torre Hasán que os enseñé en Rabat.

—Es verdad —terció la Chata—. Lo pone en mi guía.

—Vale, lo que tú digas.

En la oscuridad destellaban los flashes de los turistas. En torno a ellos se oían frases en francés, inglés, español, italiano…

Un muchacho moreno, espigado y bien parecido, se acercó a la Chata.

—¿Española? ¿Quieres que te enseñe la medina?

Antes de que ella pudiera responder, el Chato intervino amenazador:

—¡Lárgate de aquí!

El marroquí levantó las manos con las palmas a la vista y retrocedió un paso, como si le hubieran amenazado con un revólver.

—¡Eh, eh! —dijo.

Un grupo de adolescentes que pasaban a su lado aminoró el paso.

El pelirrojo avanzó hacia el muchacho y lo sujetó de la camiseta.

—¡Que te largues, coño!

En ese instante se sintió atrapado por la nuca y empujado hacia abajo hasta que tuvo que doblarse por la cintura. Así, encorvado, fue llevado unos metros. Cuando aquella garra le soltó y pudo incorporarse, estaba frente al Guapo y al Saharaui. A su lado, el Chiquitín le palmeaba la espalda.

—Lo siento, tío —habló con pesar—. Me lo dijo el jefe.

El Chato se encaró con el Guapo. Todo su cuerpo temblaba.

—Hijo de puta, ¿quién coño te crees…?

El puño del Guapo se estrelló contra su boca. Fue un directo corto y seco, apenas un gesto del brazo. La cabeza pelirroja del Chato retrocedió bruscamente, pareció llegar a un tope y volvió a su lugar.

—Cállate si no quieres recibir más.

Los adolescentes se echaron a reír. El Chato escupió en el suelo un poco de sangre, se pasó el dorso de la mano por el labio partido e intentó alejarse. El Chiquitín le echó un brazo por los hombros.

—Toma mi pañuelo. Creo que está limpio.

—No me toques, retrasado —el pelirrojo siguió solo, haciendo eses.

El Guapo y el Saharaui ya habían echado a andar. La Chata fue la primera en seguirlos. Los demás fueron tras ella.

—¿Qué te dije? —murmuró la Yunque a su novio—. ¿Tú crees que se puede consentir eso?

El Yunque le aferró el brazo.

—Si no lo hubiera hecho él, lo habría hecho yo. ¿Sabes el lío en el que ha estado a punto de meternos ese imbécil?

—La culpa la tiene la Chata. El tío se siente humillado y a veces estalla. ¿Has visto que ni siquiera le ha preguntado cómo estaba? Esa tía es una puta. ¿Qué habrías hecho tú si yo te tratara así?

El Yunque apretó las mandíbulas.

—Déjalo ya.