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El Saharaui sacó del fondo de su maleta la vieja chilaba de rayas, el turbante negro, las gastadas sandalias y las gafas de miope que había guardado en Madrid, y los colocó sobre la cama. En la riñonera introdujo los tres pasaportes: el marroquí, el español y el argelino, y los fajos de dinares, dírhams y euros. Encima puso el mapa de Marruecos y Argelia, el pequeño bloc y el bolígrafo. Introdujo la riñonera en la mochila, cerró ésta con cremallera y la guardó en el armario.
Se sentó en la cama y colocó el ordenador sobre sus rodillas. Lo encendió y, como la vez anterior, abrió varias carpetas antes de pinchar en el icono del correo. Enseguida vio un mensaje del remitente A7%0*G^TER22”. Lo abrió y aparecieron cuatro líneas de letras, números y símbolos. Una vez las hubo desencriptado, leyó: «Contratiempo huido del hospital. Mensajero muerto. Mujer de G. en su casa. Hazlo hoy y vete.»
El Saharaui minimizó la ventana del correo y abrió la de Google. Escribió «hospital madrid muerto». La cuarta entrada decía: «Hombre abatido a tiros en La Paz.» Pinchó en ella y comenzó a leer.
Un hombre ha sido abatido esta mañana por disparos de la policía en el hospital La Paz, de Madrid, tras mantener un tiroteo con las fuerzas del orden. Dos agentes fueron alcanzados por sus balas, pero sólo resultaron heridos leves gracias a que llevaban chalecos blindados. El individuo, que no portaba documentación, había llegado al centro hospitalario unos minutos antes y había preguntado por un interno que acababa de darse a la fuga, lo que hizo sospechar a los agentes, que trataron de identificarlo. Entonces sacó su arma y abrió fuego.
El interno fugado estaba al parecer pendiente de ser sometido a interrogatorio. El Ministerio del Interior se ha negado a revelar los motivos por los que se hallaba detenido, aunque fuentes hospitalarias declararon a este periódico que había sido trasladado el día anterior desde el aeropuerto de Adolfo Suárez-Barajas con traumatismo craneoencefálico.
El tiroteo provocó el pánico entre las numerosas personas que se hallaban en el hospital en ese momento. Varias de ellas tuvieron que ser atendidas por ataques de ansiedad…
El Saharaui comprobó la fecha de la noticia: era del día anterior. Se limpió el sudor del rostro con la manga de la camisa; los largos dedos le temblaban al manejar el ratón. Había otras noticias similares.
Dejó el portátil sobre la mesa baja, abrió la nevera y cogió una botella de agua que se bebió a gollete. Luego se acercó a la ventana y espió la piscina a través de los visillos. La mayoría de los clientes del hotel se hallaban en un extremo del césped. En el otro extremo, el Guapo gesticulaba y golpeaba la mesa del bar con un dedo mientras el Chiquitín y el Chato asentían. La Chiquitina caminaba con el agua a la cintura por la parte menos profunda, y la Yunque y la Chata tomaban el sol en las hamacas, separadas una de la otra varios metros.
Se sentó ante el ordenador y escribió: «Será esta noche y saldré antes de que amanezca.» Pulsó enter y esperó hasta que recibió el aviso de que la encriptación había sido completada. Copió el texto encriptado y lo envió. Luego eliminó ambos correos: el recibido y el enviado.
Guardó el ordenador en el fondo de la maleta, colocó sobre él la mochila y cerró la maleta con la combinación. Se lavó la cara, se cambió de camisa y salió de la habitación.
En el pasillo se encontró con el Yunque. Parecía turbado.
—Hola, amigo, ¿no bajas a la piscina?
—Ahora iré —respondió el otro, tratando de ocultar un paquete alargado envuelto en papel de estraza—. Tengo que pasar antes por la habitación.
—Claro, claro. Yo voy a mover el autobús para que no le dé el sol. Adiós.
Cuando se detuvo frente al ascensor, pudo ver de reojo al Yunque abriendo la puerta de su habitación con una mano y sujetando el paquete con la otra.