TRES MESES
DESPUÉS
SHUBHARAMBH BAGH
UN FRESCO DÍA de octubre, por fin llegó la fecha fijada para la exposición de Eliza. Se levantó temprano, dejó que Jay siguiese durmiendo y, tras ponerse la bata, vagó por los pasillos de su palacio, que ahora era su hogar. A Eliza le encantaba la luz de primera hora de la mañana y a menudo salía a explorar sola antes de que se levantasen los demás. Muchas veces tenía que pellizcarse, incapaz de creer la fortuna que la había llevado hasta allí. Eliza y Jay se habían casado discretamente en Delhi y ahora se estaba haciendo a la idea de ser madre dentro de pocos meses. Y aún más: había terminado el proyecto para el archivo fotográfico de Clifford y le habían pagado lo prometido. Y a pesar de que Clifford nunca llegó a admitirlo, Eliza estaba segura de que, aunque sus intenciones personales para con ella eran honradas, sí había tenido segundas intenciones al introducirla en el castillo: esperaba que vigilase a la familia real e informase sobre ellos mientras los retrataba.
Cuando llegó al enorme salón de recepciones de Jay, con sus altos ventanales y el suelo recién restaurado, contempló las setenta y cinco fotografías que había colgado durante las últimas dos semanas. Jay también se había puesto manos a la obra y, trabajando juntos, habían conseguido presentar su trabajo de la mejor manera posible. Cada fotografía estaba elegantemente enmarcada en negro y las habían colocado a intervalos regulares a lo largo de una de las largas paredes. Los rostros orgullosos de la realeza miraban al mundo desde sus retratos, pero también lo hacían las caras de los aldeanos, los niños y los pobres. Eliza había sabido captar cada momento, a veces en una imagen desenfocada y algo granulada, a veces bajo una luz intensa y hasta dura, y a veces entre delicadas sombras. Cada fotografía era una obra de arte por derecho propio, y Eliza estaba orgullosa de su trabajo. Contra la pared opuesta, y en completo contraste con las fotografías en blanco y negro, centenares de rosas de un rojo vivo e intenso perfume levantaban sus cabezas escarlata a la suave brisa en diez jarrones de porcelana y, entre ellos, unas sillas pintadas de blanco esperaban a los que quisiesen sentarse a mirar. Eliza recorrió la pared revisando cada fotografía, enderezando una, acariciando la superficie de otra y asegurándose de que todas colgaran exactamente como debían. Cuando terminó, subió a despertar a su marido.
AQUELLA TARDE, ELIZA se puso un vestido negro largo y no demasiado ceñido en el vientre y Kiri, que ahora vivía en el palacio con ellos, le adornó el cabello con una de las rosas rojas. Se cubrió los hombros con un chal blanco de seda, y cuando Jay entró y la vio, mostró su admiración con un silbido.
—Bueno, querida, eres todavía más bella que tus fotos.
Eliza sonrió de placer. Jay llevaba un traje tradicional de rajput: un angharka o túnica con un pronunciado escote en la parte delantera, en tonos negro, rojo y blanco, y, recién salido del baño, todavía tenía el pelo húmedo. Eliza se le acercó y le acarició la mejilla.
—Tú también estás impresionante.
Alguien llamó a la puerta y Jay fue a abrirla. Indi entró en la habitación.
—Acabo de colocar las rosas —dijo. Indi se había encargado de hacer los arreglos florales y de organizar los canapés para la inauguración y llevaba un vestido de seda roja al estilo europeo—. ¿Estás preparada? Me ha parecido oír que aparcaba el primer coche.
Eliza miró a Jay y la invadieron los nervios. ¿Y si no venía nadie? ¿Y si a nadie le gustaba su trabajo? ¿Y si solo venían a admirar a la esposa inglesa del príncipe?
—Voy a bajar —dijo Jay—. Será mejor que hagas tu entrada cuando el salón esté lleno.
Eliza asintió sin decir nada y Jay se acercó a besarle la frente.
—Todo saldrá bien. Te lo prometo. No olvides que hemos enviado invitaciones a medio mundo. —Le guiñó un ojo y se giró—. Vamos, Indi, bajemos.
Jay tenía razón. Habían enviado invitaciones a todos los estudios de fotografía de Delhi, Jaipur y Udaipur. Habían invitado al Times of India, al Hindustan Times y al Statesman, además de a todos los nobles y hombres de negocios que conocía Jay. Eliza también había insistido en invitar a la gente del pueblo para que viesen las fotografías y participasen en la fiesta de inauguración. Vendría hasta Dev, ahora que estaba claro que Clifford no iba a arrestarlo.
A solas en el dormitorio que compartía con Jay, Eliza se miró al espejo de cuerpo entero. Aunque tenía la piel reluciente de salud y los ojos brillantes, no conseguía calmar las mariposas que sentía en el estómago. Ya más tranquila, oyó que empezaban a llegar más vehículos. Después de media hora dando vueltas por la habitación, Eliza levantó la vista cuando Kiri apareció en la puerta para transmitirle el mensaje de Jay: había llegado el momento. Respiró profundamente varias veces.
—¿Señora? —dijo Kiri—. ¿Está lista?
Eliza asintió y se tragó los nervios. Caminando como una reina india, se dirigió a la majestuosa escalera que dominaba el salón de recepciones. Se detuvo y se miró los pies un momento, acalorada y con el corazón acelerado.
Cuando reunió el valor de mirar hacia abajo, a la multitud que habían convocado, le asombró ver que el salón estaba lleno de gente sonriente con los rostros vueltos hacia arriba y que todos los ojos estaban puestos en ella. Cuando dio los primeros pasos, el público prorrumpió en una ovación. Eliza parpadeó para contener las lágrimas y le pareció que tenía el corazón a punto de estallar. Los aplausos continuaron hasta que llegó al pie de las escaleras, donde la esperaba Jay.
—Déjame presentarte a Giles Wallbank —dijo, cuando Eliza se le acercó.
—¿Cómo está usted? —dijo un hombre rubio y sonriente, y le tendió la mano—. Debo decir que sus fotografías son verdaderamente extraordinarias. Nos encantaría publicar una selección en el Photographic Times. ¿Qué le parece?
Eliza le dedicó una amplia sonrisa.
—Nada me gustaría más.
—Hablaremos más tarde y pediré que redacten un contrato lo más pronto posible. Y ahora debo dejar que disfrute de su éxito.
Cuando el hombre se alejó, Jay le tendió una mano y le susurró:
—Mira qué reacción —dijo, indicando con un gesto a la gente que asentía con la cabeza mientras contemplaban las fotografías y a las personas que hacían cola para hablar con ella.
Eliza nunca olvidaría aquel día en toda su vida. Había llegado a la India siendo una mujer insegura y dudosa de sus habilidades como fotógrafa. Había llegado sin saber de verdad quién era. Todo eso había cambiado. No sabía qué le depararía el destino, pero, por ahora, no había nada que pudiese hacer su vida más perfecta, excepto una cosa: que su hijo naciese sano. Miró a los ojos de Jay, el reflejo de su propia alma, y tuvo que parpadear todavía más fuerte que antes.
—Lo has conseguido, mi amor —le dijo—. Lo has conseguido de verdad. Y no podría estar más orgulloso de ti.