11
CUANDO VOLVIERON AL castillo, la primera persona a la que Eliza vio fue Indira. La luz entraba a raudales por los altos ventanales del vestíbulo, formando caprichosos dibujos en el suelo, y Eliza los observó, consciente de que no encajaba en este mundo tan fastuoso.
—Has tardado más de lo esperado —le dijo Indi con una sonrisa, aunque con aire de nerviosismo mientras caminaban juntas por las habitaciones de la planta baja.
—Sí.
Indi se detuvo mientras que Eliza siguió andando.
—¿Por qué? Se puede ir y volver a mi aldea en el mismo día.
Pensando que Indira lo preguntaba por simple curiosidad, Eliza se volvió para mirarla.
—Pasó algo.
—¿Con Jay?
Se le cayó el alma a los pies. Esperaba poder hablar de lo ocurrido con Indi, pero, sorprendida por la mirada fría y dura que le devolvió, entendió que se equivocaba.
—Preferiría no hablar del tema.
—¿Pasaste la noche en su palacio?
—Sí, en la antigua habitación de Laxmi, creo.
—Que ahora es el dormitorio de Jay.
—No lo sabía.
—¿Dónde durmió él?
—No lo sé. Mira, tengo que revelar las fotos de ayer.
Eliza se alejó unos pasos, pero Indi la siguió y la agarró de la manga.
—Esta ropa no es tuya. ¿Qué le ha pasado a tu ropa?
Indi tenía los ojos entrecerrados y la misma mirada de celos y desconfianza que Eliza había visto la noche del baile. Desconcertada por la hostilidad abierta con la que la trataba, le respondió con torpeza.
—Yo… yo…
—Te ofreció su dormitorio. Eres una privilegiada. A mí nunca me lo ha ofrecido.
Eliza se rebeló ante el tono de voz de Indi. No iba a dejar que le hablara así.
—Pues lo siento, pero no es culpa mía. Y ahora, disculpa, pero tengo que irme.
La ignoró y consiguió escabullirse, pero la breve conversación con Indi le dejó un mal sabor de boca. Por nada del mundo quería que Indira se convirtiese en su enemiga.
AUNQUE LO INTENTÓ, no podía quitarse el satí de la cabeza. Lo que le encogía el corazón no era ni siquiera el horror de haberlo presenciado, sino el espantoso olor que se le había metido en la nariz y del que no podía librarse. Decidió que tenía que hablar con alguien; con alguien inglés que de verdad comprendiese lo que sentía. Así que salió sin decírselo a nadie, pagó a un rickshaw para que la llevase y quince minutos después estaba sentada en uno de los cómodos sofás del salón de Dottie, tomando el té en una taza de porcelana china.
—Bueno, debo decir que es un verdadero placer —la saludó Dottie—. Me resulta difícil ocupar las horas, aunque no creo que tú tengas ese problema.
Eliza hizo un gesto negativo con la cabeza, escuchándola solo a medias. La normalidad de Dottie y de todo lo que era inglés la sorprendió: el jarroncito de guisantes de olor sobre la mesa de centro, el piano en un rincón, los cuadros de perros ovejeros y el bonito estampado de flores de las cortinas. «Es un tejido de Liberty, traído de Londres», pensó, negando otra vez con la cabeza, invadida por una oleada de nostalgia.
—Quería hablar contigo —dijo por fin—. No dejo de darle vueltas a algo y ya no sé qué pensar ni qué sentir. —Notó que se le formaba un nudo en la garganta y respiró hondo, con un estremecimiento. ¿Sería capaz de hablar de lo ocurrido? Las palabras no podían expresar la realidad de semejante muerte.
—Por supuesto.
Eliza observó el rostro amable de Dottie.
—Si te lo digo, no se lo cuentes a nadie.
Dottie la miró, perpleja.
—Yo… —Eliza hizo una pausa—. He visto algo.
—¿Sí?
—Vi cómo quemaban a una mujer.
Dottie se mordió el labio.
—Es horrible. ¿Fue un accidente?
—No. No lo… —Respiró hondo—. La quemaron… por ser viuda.
Dottie se tapó la boca con la mano y se quedó blanca como el papel.
—¡Dios santo! No sé qué decir. Debes de estar en estado de shock.
—Eso creo. Pensé que no me había afectado tanto, pero no puedo desprenderme del olor a carne quemada. No puedo quitármelo de la cabeza. Dottie, fue la cosa más desgarradora que he visto nunca.
—Oh, querida.
Eliza rompió en sollozos. Dottie se levantó y empezó a andar de acá para allá por la habitación.
—Bueno, va contra la ley; así que lo primero es decírselo a Clifford y luego...
—No —la interrumpió Eliza—. No. Deja que se encargue Jay. Dice que se siguen produciendo satís y que las autoridades se cruzan de brazos. Quizá prefiera encargarse del asunto dentro del propio principado, sin implicar a los británicos.
Esta vez fue Dottie la que pareció desconcertada y miró boquiabierta a Eliza.
—¡No te llevaría a verlo!
—No. Íbamos de camino a otro sitio y paramos para intentar evitarlo.
—¿Y?
—Fue muy valiente, hasta se quemó la mano, pero… —No pudo reprimir otro sollozo—. Cuando llegamos, ya era tarde.
Dottie se acercó al mueble bar y giró la llave.
—Creo que necesitas algo más fuerte que el té. Sé lo que hago. —Levantó una botella—. Brandy, ¿te parece?
Eliza asintió y Dottie se acercó con dos vasos del líquido de color ámbar. En cuanto se sentó en el sofá junto a Eliza, se terminó el suyo de un trago.
—Dios, esta gente —dijo—. Me importa un comino su sistema de creencias; es una absoluta aberración. Un acto de barbarie. —Negó con la cabeza—. Justo cuando empezabas a sentirte como en casa, sucede algo así.
—Decimos «algo así», pero no hay nada comparable, ¿verdad? No sé qué hacer. Fue lo más horrible que he visto nunca.
Eliza agachó la cabeza y sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos.
—De eso estoy segura.
—Me siento asqueada.
Se inclinó hacia delante y se tapó la cara con las manos.
Dottie le dio unas palmaditas en la espalda.
—Pobrecilla.
Eliza giró la cabeza para mirarla.
—Jay dice que el satí ha pasado a la clandestinidad y que durante un tiempo se dio hasta con más frecuencia cuando lo ilegalizamos. Dejemos que sea Jay el que lo denuncie. Será mejor que salga de él.
—¿Te ha dicho que digas eso?
Eliza levantó la vista.
—¡No! Por supuesto no.
—Porque es un asesinato, Eliza. No podemos dejar que salgan impunes.
—No sería la primera vez. Mira, será mejor que me vaya. Por favor, por ahora no se lo cuentes a nadie. La verdad es que no quiero que Clifford se entere de que estuve allí. Le echaría la culpa a Jay o intentaría cortarme las alas.
Dottie le tocó la mano.
—Querida, no puedo dejarte ir en este estado. Estás temblando. Quédate un rato y come algo. ¿Un sándwich tal vez?
AQUELLA MISMA TARDE, Eliza trabajó en el cuarto oscuro, y cuando terminó, se perdió en los recuerdos de lo que había visto y lo que le había dicho Dottie. Cuando pensó en Jay, se dio cuenta de que empezaba a cogerle cariño. Había querido preguntarle otra vez por el destino y tampoco podía dejar de pensar en eso. ¿Sería como la suerte, algo sobre lo que no se tiene ningún control? Porque nunca estaría de acuerdo con una visión tan fatalista de la vida.
Pronto sus pensamientos empezaron a girar en torno a Indira. Iba a tener que pensar en una forma de impulsar su amistad con la chica, en vez de la rivalidad. Después de un rato, se desvistió, se tumbó en la cama y escuchó los pájaros que cantaban frente a su ventana. Al principio las voces del pasado se negaban a callar. Primero, su padre, que le prometía saludarla con la mano; luego Oliver, justo antes de salir de casa, dando un portazo a su matrimonio y a su propia vida. Pero por fin, agotada por una mezcla de dolor y conmoción, se quedó dormida.
La despertó un discreto golpecito en la puerta y, pensando que serían Indi o Kiri, se envolvió en un holgado batín de seda y se acercó a la puerta, con el pelo completamente alborotado. Para su sorpresa, se encontró a Jay en el pasillo. Se miraron y, ruborizándose, Eliza se cerró la bata sobre el pecho.
—¿Qué quieres? —se las arregló para decir.
—Mi madre quiere hablar contigo.
—¿Por qué has venido a decírmelo? ¿He hecho algo malo?
—No. Simplemente me lo sugirió.
Eliza le sostuvo la mirada durante la breve conversación, pero ahora Jay apartó un momento los ojos y volvió a mirarla.
—Eliza, yo…
—¿Sí?
Estiró el brazo y le tocó el pelo.
—Tienes un pelo precioso.
Eliza sonrió.
—Creo que ya me lo habías dicho antes.
En su expresión había algo que le hacía sentir más de lo que quería. Pero ¿estaría jugando con ella? Se llevó los dedos a la cadena de plata que llevaba siempre, acarició la pequeña gema que descansaba sobre la curva de su garganta y notó que tenía el pulso acelerado. En aquel momento Inglaterra parecía muy lejana. De hecho, cada vez que Jay la miraba, Inglaterra parecía alejarse un poco más.
—¿Te importa esperar en el pasillo? O mejor aún, espera: échales un vistazo a estas mientras me visto.
Dio un paso atrás, cogió las hojas de contacto y se las dio con las manos temblorosas. No debía dejar que su presencia la afectara hasta ese punto.
Mientras se vestía, oyó a alguien hablando en hindi en el pasillo y se acercó a la puerta para intentar averiguar de qué se trataba.
Primero reconoció la voz grave de Jay, pero luego una estridente voz de mujer la eclipsó y, aunque no logró distinguir las palabras, le quedó claro que la que hablaba era Indira. Eliza no se consideraba atractiva, pero no era la primera vez que experimentaba la envidia de otras mujeres. Cuando estaba en el internado, un grupo de chicas la sujetó por la fuerza y le cortó la larga melena. Después del incidente, había vivido aterrorizada, y lo último que necesitaba ahora que se sentía tan perdida en este nuevo mundo era ser víctima de la malicia de otra mujer.
Pasado un rato, el pasillo quedó en silencio, y cuando Eliza salió del dormitorio, Jay estaba andando de acá para allá, examinando sus fotos.
—¿Hay algún problema? —preguntó.
—Perdona, apenas he tenido tiempo de mirarlas, pero entiendo lo que me decías de la pobreza. Uno se acostumbra, ¿entiendes? ¿Puedo quedármelas un tiempo? —Esbozó una media sonrisa e hizo un gesto negativo con la cabeza—. También tenías razón en lo de Indira. He estado ciego.
—Siempre es más fácil detectar esas cosas desde fuera.
Jay suspiró.
—Nunca le he dado esperanzas. No tengo sentimientos de ese tipo por ella. Habría estado mal, siempre ha sido como una hermana pequeña para mí. —La miró con una expresión que Eliza no supo interpretar—. Cuando me case, tendrá que ser con alguien de mi misma clase. Si le pasa algo a mi hermano, tendré que reinar.
«Bueno, eso está bastante claro», pensó Eliza.
—Como te he dicho, si muere Anish, lo sucederé en el trono, aunque Chatur hará todo lo posible por evitarlo. Hay muchas cosas que me gustaría cambiar, y uno de los primeros puntos de la lista sería quitarle poder a Chatur. Pero, para hacerlo, tendría que seguir las tradiciones.
—Por supuesto. En cualquier caso, no tiene nada que ver conmigo.
Se esforzó por no delatar ninguna emoción ante su tono de voz ni el contenido de sus palabras, pero lo que acababa de decir la había dejado desconcertada, y se preguntó si habría sido un mensaje de advertencia también para ella.
—Ahora vamos a hablar con Laxmi. Por cierto, ya he hablado del satí con Clifford Salter. Como era de esperar, se quedó escandalizado y ha prometido investigarlo. —Jay hizo una pausa—. No le dije que tú también lo habías visto. ¿Crees que debí mencionarlo?
—No. Prefiero que no lo sepa. No quiero que me proteja demasiado.
—La verdad es que podrá hacer muy poco.
Jay la condujo, a través de interminables salas y pasillos, hasta el vestíbulo azul en el que había esperado cuando llegó al castillo.
—Indi pintó esta habitación para mi madre.
Eliza contempló las flores, hojas y volutas celestes realzadas en oro que subían por las paredes y se desplegaban por el techo.
—Tiene un talento increíble.
En ese momento salió Laxmi y le tendió una mano a Eliza.
—Me alegro de verte. Mi hijo me ha hablado de vuestro viaje.
Sin saber a qué parte del viaje se refería, y escuchando el ritmo irregular de su corazón, Eliza asintió.
Cuando llegaron al principal salón de recepciones, vio que era precioso. Como un reluciente palacio recubierto de diminutos espejos o sheesh mahal, todas las paredes estaban adornadas con teselas de cristal de todos los colores y el techo estaba decorado con frescos de ángeles alados y yesería dorada. Eliza lo contempló, asombrada. Nunca había visto nada parecido, y el suelo estaba cubierto de montones de almohadones de seda, aunque Laxmi le indicó que se sentase en una silla. Eliza se sentó al borde de un rígido asiento de terciopelo rojo mientras que Jay se echaba en un diván.
—Tengo entendido que has pensado en un sistema de riego —dijo Laxmi.
—Solo era una idea.
—Y buena, aunque puede que mi hijo mayor, Anish, no esté de acuerdo. Pero desde que Jayant me habló de ella esta mañana, no he dejado de darle vueltas. Me doy cuenta de que, si queremos que la gente siga de nuestra parte, tenemos que hacerles la vida más fácil; de lo contrario, los británicos o los rebeldes los convencerán de que se vuelvan contra nosotros. Como sabes, ya se están produciendo disturbios en algunas partes del estado, y el malestar de la gente no hace más que aumentar. Temo por nuestro reino y llevo tiempo esperando a que Anish tome medidas, pero, ya que no reacciona, veo que voy a tener que encargarme yo misma del asunto. Así que he ideado un plan y necesito contárselo a alguien.
Jay enarcó las cejas.
—Prepárate para quedarte con la boca abierta.
—Mi idea es la siguiente. Tenemos una colección considerable de joyas familiares en nuestras cajas fuertes. Si conseguimos que los británicos se comprometan a financiar el proyecto, estaré encantada de cubrir los costes iniciales para que podamos contratar a un ingeniero que dibuje los planos.
—Debemos ser completamente sinceros, madre.
Animada por Jay, Laxmi se encogió de hombros.
—Muy bien.
—Eliza, la idea de mi madre es que, una vez tengamos el plan proyectado por el ingeniero, hipotequemos algunas de las joyas de la familia, con la condición de que los británicos nos apoyen con préstamos más adelante.
—Pero que esto quede entre nosotros tres —advirtió Laxmi—. Mi hijo mayor no debe enterarse de lo de la hipoteca. Jayant me ha asegurado que podemos confiar en tu discreción.
—Por supuesto. —Eliza reflexionó un momento—. Antes de empezar, tendríamos que estar seguros de que nos darían el visto bueno al proyecto y de que hay fondos disponibles.
—Exactamente, y ahí es donde entras en juego tú. Si pudieras hablar del proyecto con tu amigo el señor Salter y convencerlo de que nos selle los permisos necesarios, los préstamos estarían prácticamente asegurados. Hasta podría ayudarnos a buscar inversores que respaldasen el proyecto.
Eliza no esperaba que Jay se tomase tan en serio sus comentarios, hechos casi sin pensar, pero se alegró de que así fuera.
—No sé si tengo tanta influencia, pero lo intentaré.
Debatieron la idea durante media hora más, y cuando Jay se marchó a un partido de polo, Eliza se puso en pie.
—Quédate, Eliza. Ahora que nos conoces un poco mejor, ¿hay alguna pregunta que quieras que te responda? —preguntó Laxmi, indicándole que volviera a tomar asiento—. ¿Hay algo que quieras saber?
Eliza estaba encantada. Lo que había ocurrido le había hecho dudar de si estaría a salvo en el castillo, pero, al mismo tiempo, no podía quitarse de la cabeza la idea de que, si quería sentirse como en casa en Rajpután, tenía que saber más.
—Me gustaría entender mejor vuestra cultura —dijo, aunque la imagen de la pira funeraria en llamas seguía grabada a fuego en su mente.
—¿La cultura del castillo? ¿O la estricta etiqueta que rige nuestras relaciones?
Eliza se lo pensó y decidió no decir nada del satí.
—Bueno, ambas cosas; pero me refería a los rituales, a las oraciones. A los dioses. ¿Qué representan? Por lo que he visto, hay muchos.
—Somos una sociedad muy apegada a sus costumbres, y nuestras pujas u oraciones dotan de significado a lo que, de otro modo, sería un mundo sin sentido. Somos hindúes. No es una religión, aunque algunos lo crean. Es lo que vivimos desde el nacimiento, un modo de vida.
—Pero entonces ¿los dioses no existen de verdad?
—La verdad es cuestión de interpretaciones. Los dioses existen en nuestras mentes y en nuestros corazones, que es donde importan. Nos dan la estructura dentro de la cual vivimos nuestras vidas. Aunque no todo es bueno, sabemos dónde estamos. Sabemos cuál es nuestro lugar en el mundo. ¿Tú puedes decir lo mismo?
Eliza pensó en las aldeas, donde los estrechos y polvorientos callejones serpenteaban con solo un canal de drenaje, que los hombres excavaban a diario, en mitad de la calle. A pesar de la pobreza, le habían encantado las casas de adobe, las vacas y perros que dormitaban en el suelo y los niños de ojos negros que la miraban al pasar. Había admirado a las mujeres increíblemente elegantes: altas, con la espalda recta y la cabeza y el rostro cubiertos con ligerísimos pañuelos de muselina. No podía ser más distinto de Inglaterra, alejada en el tiempo y en el espacio, pero, aún más, en dignidad y tradición.
—La verdad es que no lo había pensado —dijo, volviendo a la pregunta de Laxmi, aunque no era del todo cierto. En determinados aspectos, no tenía ni idea de cuál era su lugar en el mundo, y sintió ganas de decirle a Laxmi lo terrible que había sido presenciar el satí y que se había sentido vulnerable porque ella también era viuda. Deseaba con todas sus fuerzas sincerarse con esta mujer tan generosa. Decirle la verdad.
—Dime, ¿qué puedo hacer para ayudar a que te adaptes todavía mejor? —le preguntó Laxmi—. Tienes una expresión de angustia en los ojos, y te quedan muchos meses por delante si quieres compartir un año de nuestras vidas aquí, en Juraipur.
—Me gustaría que me enseñaras todo el castillo. Incluida la fortaleza. No sé cómo ir de un lado a otro y no quiero tener que depender constantemente de otras personas.