DELHI, INDIA, 23 DE DICIEMBRE DE 1912

ANNA FRASER ESPERABA, asomada al abigarrado balcón de una de las mansiones haveli que flanqueaban la avenida. Aunque habían limpiado y rociado con aceite las calles a las once de la mañana, el polvo agitado por el viento irritaba los ojos de la multitud que se apiñaba, expectante. Las amplias copas de las margosas y los ficus que se extendían en dos hileras a lo largo del centro del antiguo barrio de Chandni Chowk se agitaban con fuerza, casi desafiantes, y los cuervos añadían sus voces al bullicio, graznando y voznando por encima de las estrechas callejuelas que salían de la plaza principal.

Anna levantó el parasol blanco y miró con nerviosismo hacia abajo, a los vendedores que anunciaban de todo, desde sorbete fresco hasta pescado frito con chile. Había frutas de aspecto exótico, saris de gasa, libros y joyas y, tras las ventanas veladas por exquisitas celosías, mujeres que perdían la vista bordando delicados mantones de seda. Allí donde el aroma a sándalo impregnaba el aire, los boticarios ganaban fortunas con aceites y pociones de colores insólitos. David los llamaba «aceite de serpiente», aunque Anna había oído decir que algunos se obtenían de lagartos machacados y teñidos de extracto de granada. Se decía que aquí, en el corazón de la ciudad, una podía encontrar todo lo que deseara.

«¡Todo lo que desee! Qué ironía», pensó.

Se giró hacia el horizonte, donde pronto aparecería el virrey a lomos de un elefante, acompañado por su esposa, la virreina. Henchido de orgullo, David, marido de Anna y ayudante de administrador del distrito, le había dicho que él también montaría en elefante, en uno de los cincuenta y tres animales escogidos para desfilar tras el virrey, que iría a la cabeza del cortejo. Delhi iba a sustituir a Calcuta como centro del gobierno británico y hoy era el día en el que el virrey, lord Hardinge, lo comunicaría oficialmente cuando su séquito hiciese una entrada triunfal en la antigua ciudad amurallada, tras salir de la principal estación de ferrocarril de Delhi, en Queen’s Road.

Por encima del bullicio, Anna oyó el canto de los canarios y los ruiseñores encerrados en docenas de jaulas que adornaban las fachadas de las tiendas de más abajo y, algo más allá, el traqueteo de los pocos tranvías que seguían circulando. Miró hacia la calle y observó la explosión de colores orientales que era la multitud, a la que cada vez se sumaban más curiosos. Llamó a su hija Eliza.

—Ven, cariño. Están a punto de llegar.

Eliza estaba sentada leyendo para pasar el rato, pero se apresuró al oír la voz de su madre.

—¿Dónde, dónde?

—Estás que te subes por las paredes, ¿eh? Tranquila. Ten paciencia —dijo Anna, mirando el reloj. Las once y media.

Eliza negó con la cabeza. Llevaba demasiado tiempo esperando y, rodeada de tanta expectación, era muy difícil no perder los nervios a sus solo once años y medio.

—Ya casi es hora de ver a papá —dijo.

Anna suspiró.

—Mírate. Tienes el vestido hecho un higo.

Eliza agachó la cabeza y miró el vestido blanco de volantes, que habían mandado hacer expresamente para la ocasión. Se había esforzado todo lo posible por mantenerlo en buen estado, pero, por alguna razón, Eliza y los vestidos nunca se habían llevado bien. No es que quisiera ensuciárselos; es que siempre había cosas de lo más interesantes que hacer. Por suerte, su padre nunca se enfadaba si acababa hecha un desastre. Lo quería con locura: guapo y con sentido del humor, siempre tenía un abrazo cariñoso para Eliza y un caramelo escondido entre las pelusas del fondo del bolsillo de la camisa.

Detrás de los indios, los británicos, sentados en las gradas que flanqueaban la calle, con sus prendas de algodón y de lino de colores claros, parecían desteñidos en comparación. Anna no pudo evitar pensar que muchos de los indios parecían indiferentes ante el esplendor del desfile; aunque tal vez fuese por el viento helado que soplaba del Himalaya. Al menos, los británicos parecían todo lo emocionados que requería la ocasión. Arrugó la nariz al percibir el olor a jengibre y a ghee que flotaba en el aire y, tamborileando con los dedos sobre la barandilla, siguió esperando. David le había prometido muchas cosas cuando le pidió que se trasladase a la India con él, pero, a medida que pasaban los años, la magia se había ido diluyendo. Abajo, algunos de los niños, inquietos, empezaban a escabullirse de sus familias. Una niña muy pequeña, que apenas empezaba a andar, se salió de la fila y llegó a la calle, por donde estaba a punto de pasar el cortejo de camino al fuerte.

Anna trató de averiguar quién era su madre. «Qué imprudente dejar que una niña tan pequeña se aleje tanto», pensó. Se fijó en una mujer con una llamativa falda verde esmeralda y un mantón a juego, que miraba fijamente el balcón, aparentemente absorta en sus pensamientos, y pensó que podría ser la madre de la niña. Casi parecía que la mujer la estuviese mirando a ella, y cuando sus ojos se encontraron, Anna levantó la mano para alertarla de la situación de la pequeña. Justo entonces, la mujer bajó la mirada y se adelantó para devolver a su desobediente hija a la seguridad de la multitud.

Mientras contemplaba el gentío que avanzaba por la avenida, Anna se alegró de estar por encima de la abigarrada mezcla de viejas desdentadas con las cabezas y los rostros tapados, mendigos solitarios envueltos en raídas mantas, comerciantes mestizos con sus hijos y residentes de la ciudad envueltos en mantones, que no dejaban de chillarse unos a otros. Mientras un gato atrevido se pavoneaba por la calle, varias cabezas se levantaron para mirar las palomas que se apiñaban en las ramas de los árboles y los hombres de mediana edad observaban la escena con aire de importancia y lanzando alguna que otra mirada en dirección a las bailarinas. De fondo, las voces de unos niños cantando consiguieron levantarle un poco el ánimo a Anna.

Era evidente que el pasado impregnaba cada centímetro de la histórica plaza y calaba los edificios hasta los huesos. Como todo el mundo sabía, era allí donde se habían celebrado las procesiones de los emperadores, donde los príncipes mogoles habían avanzado haciendo cabriolas a lomos de sus caballos danzarines y donde los británicos habían hecho su entrada, alardeando de sus planes de construir una nueva y poderosa Delhi imperial. Desde la llegada del rey a Delhi hacía un año, había triunfado la paz, sin que se hubiese producido ni un solo asesinato político, por lo que se había considerado innecesario adoptar medidas policiales especiales aquel día.

Oyó las ensordecedoras salvas que señalaban la inminente llegada del virrey. Volvieron a retumbar los cañones y la multitud prorrumpió en una ovación. Había gente colgada de todas las ventanas y balcones, con las cabezas giradas hacia los reiterados disparos. Una sacudida de algo inexplicable recorrió el cuerpo de Anna. «Fue casi una premonición», pensaría después de lo ocurrido; pero en ese momento, se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza. Volvió a mirar el reloj y divisó el elefante más grande que había visto jamás, coronado por un espléndido howdah o asiento de plata, desde el que lord Hardinge y su esposa contemplaban la escena. El propio elefante, de un gris azulado, estaba decorado al extravagante estilo indio, pintado con dibujos de colores y cubierto de arreos de oro y terciopelo. El desfile ya había pasado por los Jardines de la Reina, donde no se había permitido que se congregase el público, y ahora, al entrar en Chandni Chowk, los vítores alcanzaron su punto culminante.

—Todavía no veo a papá —dijo Eliza, intentando hacerse oír por encima del bullicio—. Pero está en el desfile, ¿no?

—Pero bueno, ¡eres la niña más impaciente del mundo!

Eliza miró a la calle, donde docenas de niños intentaban abrirse paso hacia delante. Enarcó las cejas.

—Mentira. Míralos a ellos, y eso que sus padres no participan en el desfile.

Eliza se inclinó hacia delante todo lo que pudo y empezó a saltar, con la mano apoyada en la barandilla. Cuando vio que la larga fila de elefantes empezaba a distinguirse en el horizonte, apenas pudo contener la alegría.

—Ten cuidado —la regañó su madre—. Si te empeñas en saltar de esa manera, acabarás cayéndote.

Detrás del virrey, venían dos administradores del distrito expresamente escogidos, y después, los príncipes de Rajpután y los jefes del Punjab a lomos de elefantes aún más profusamente engalanados. Iban rodeados de sus propios soldados, indios armados con espadas y lanzas que llevaban la armadura de gala tradicional, y los seguía el resto del gobierno británico, montados en elefantes más sencillos. Eliza se sabía el orden de memoria. Su padre le había explicado momento a momento qué iba a pasar aquel día y la niña había insistido en que se detuviese y la saludase con la mano cuando su elefante pasase por debajo del balcón. El viento había amainado y había salido el sol, dejando una mañana perfecta. Por fin había llegado el momento.

Anna volvió a mirar el reloj. Las once cuarenta y cinco. Justo a tiempo. Al otro lado de la calle, la mujer de la falda verde esmeralda sostenía a su hija en brazos para que pudiese ver el desfile. «Eso está mejor», pensó Anna.

Los británicos prorrumpieron en fuertes vítores, con gritos de «¡Hurra!» y «¡Dios salve al rey!». Mientras lord Hardinge les devolvía el saludo, Eliza vio a su padre. Lo saludó con la mano, ilusionada, y cuando el elefante del virrey dio unos pasos hacia delante, la montura de David Fraser se detuvo para cumplir el deseo de su hija. Mientras miraba hacia el balcón para devolverle el saludo, una explosión devastadora, como el ensordecedor rugido de un cañón, silenció de pronto a la multitud. Los edificios se sacudieron y el cortejo se detuvo, tembloroso. Anna y Eliza observaron, conmocionadas, los cascotes y el humo blanco que salían disparados hacia el exterior. Como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho, Eliza se frotó los ojos llorosos y se alejó de un salto de la barandilla. No veía qué había pasado, pero cuando el humo empezó a disiparse, su madre reprimió un grito.

—Mamá, ¿qué pasa? —exclamó Eliza—. ¿Qué está pasando?

No hubo respuesta.

—¡Mami!

Pero era como si su madre no la oyera. Eliza solo entendía que algo había volado por los aires y no sabía qué hacer. Confusa, observó a la aturdida multitud. ¿Por qué no le respondía su madre? Le tiró de la manga y vio que Anna, que se aferraba con fuerza a la barandilla, tenía los nudillos blancos.

Debajo, la multitud había empezado a avanzar hacia adelante y, a través de las nubes de polvo, Eliza vio que los soldados se acercaban corriendo al virrey desde todas las direcciones. Un insoportable hedor a metal quemado y a sustancias químicas no la dejaba respirar. Tosió y volvió a tirarle de la manga a su madre.

—¡Mami! —gritó.

Pero Anna miraba la calle, con la cara blanca y los ojos muy abiertos, paralizada.

Como en un extraño estado de animación suspendida, Anna solo parecía darse cuenta de que, al otro lado de la calle, la mujer de verde se había desmayado. Eliza también la veía, pero no entendía por qué su madre señalaba a la desconocida. Lo único que sabía era que tenía un nudo en el estómago y unas ganas terribles de llorar.

—Papá está bien, ¿verdad, mamá?

Por fin, Anna le prestó atención.

—No lo sé, cariño.

Y aunque pareciese que solo tenía ojos para la mujer que yacía al otro lado de la calle, Anna había visto cómo su marido se tambaleaba en su asiento y caía hacia delante. Por un momento, pareció incorporarse y hasta sonrió a Eliza, pero había vuelto a desplomarse para, esta vez, quedarse quieto. El criado que llevaba el parasol del virrey también se había caído hacia un lado y ahora colgaba del elefante, enredado en las cuerdas del howdah.

Pero Eliza solo podía pensar en una cosa: su padre. Estaba bien. Tenía que estar bien. De repente, supo qué hacer y, dando por perdida a su madre, se giró, bajó corriendo las escaleras y salió a la calle, donde chocó con un chico indio que no parecía mucho mayor que ella. Incapaz de decir nada, miró fijamente al muchacho, aturdida e incrédula.

—Mi padre —susurró.

El joven la cogió de la mano.

—Vete. No puedes hacer nada.

Pero Eliza tenía que ver a su padre. Se zafó del chico y se abrió paso entre la multitud. Al llegar a la primera fila, se quedó paralizada. El elefante estaba tan aterrorizado que se negaba a arrodillarse y Eliza observó, asustada, cómo otro funcionario inglés colocaba una escalera sobre una caja de madera de una tienda cercana para poder bajar a su padre. Una vez abajo, lo tendieron sobre la calzada. Al principio le pareció que no tenía ni un rasguño en todo el cuerpo, aunque su cara estaba translúcida como el hielo, y sus ojos, muy abiertos por la conmoción. Eliza se tropezó con sus propios pies y estuvo a punto de caerse al salir corriendo para arrodillarse a su lado. Lo miró horrorizada y lo rodeó con los brazos, mientras su vestido blanco absorbía la sangre que manaba de la persona a la que más quería en el mundo.

—Imposible que sobreviviera, pobrecillo —iba diciendo alguien—. Tornillos, clavos, agujas de gramófono, cristales. Por lo visto, es lo que esos malnacidos usaron para hacer la bomba. Algo lo alcanzó justo en el pecho. Casi de chiripa, diría yo. Pero, aunque tengamos que reducir a escombros Chandni Chowk, daremos con el supuesto «grupo de liberación» que está detrás de esto.

Eliza seguía abrazada a su padre y, acercándole los labios a la oreja, murmuró:

—Te quiero, papá.

Y siempre, durante el resto de su vida, se dijo que él la había oído.

Entonces, por encima del murmullo creciente de la multitud, el chico le habló en tono amable.

—Por favor, señorita, deje que la ayude. Su padre se ha ido.

Eliza levantó la cabeza para mirarlo y le pareció que todo era un mal sueño.