19

EL HUMOR DE Eliza cambió drásticamente tras su conversación con Laxmi. ¡Qué ingenua había sido al dejarse llevar por un romanticismo imposible! A partir de ahora, su relación con Jay debía ser estrictamente formal. Cuando se lo encontró al llegar a la entrada de su parte del edificio, se limitó a saludarlo con un brusco asentimiento de cabeza y subió con prisas las escaleras. No se paró a ver cómo reaccionaba y, una vez en su habitación, cerró la puerta con llave, mientras el corazón le golpeaba contra las costillas. Estaba sin aliento, aunque no había venido corriendo, y, al pensar en lo sucedido, se dio cuenta de que, bajo la dignidad que encarnaba Laxmi, se escondía una voluntad de acero.

Puede que Laxmi tuviese razón. Tal vez lo mejor que podía hacer era dar por terminado el proyecto lo más rápidamente posible. Seis meses en Juraipur eran más que suficiente, y se marcharía para no volver de este castillo dejado de la mano de Dios. Dottie estaría de acuerdo, de eso no tenía ninguna duda. Tomaría algunas fotos más de la familia real y unas pocas en la ciudad vieja, aunque, por supuesto, tendría que usar la Sanderson.

De hecho, Clifford había organizado un pícnic a orillas del lago, a las afueras de la ciudad. Aprovecharía la ocasión para decirle que quería acelerar las cosas. Y en cuanto al proyecto de riego de Jay, tendría que seguir adelante sin su ayuda.

«Lo bueno nunca dura», susurró, pensando en cuando su madre y ella se fueron de la India para ir a vivir a la casita que les dejó James Langton en Gloucestershire. Eliza pensaba que este amigo de su madre quería tenerla allí, que se alegraría de que hubiese una niña en casa, pero pronto la enviaron a un internado de tercera y siempre había creído que lo hizo porque quería quitarla de en medio.

Al pensar en el pícnic de Clifford, le volvió a la mente otro recuerdo. Se acordó de lo que había pasado justo antes de que la enviaran al internado.

La única vez que James Langton acompañó a Eliza y Anna en una pequeña excursión, salieron a pasear por los campos inundados de luz mientras James cargaba con una cesta de pícnic. Fue a principios de primavera y Eliza se alegró de que, por una vez, el amigo de su madre las acompañara. Pero no le gustaron los pasteles de pollo que había hecho Anna y, cuando se sentó accidentalmente en una boñiga de vaca, Eliza se echó a reír. Langton la agarró por el codo, la hizo levantarse de la manta en la que estaba sentada y le dio una sonora bofetada. Por entonces debía de tener casi trece años y el episodio le resultó de lo más humillante. Volvió corriendo a casa, sin parar de llorar, y Anna regresó casi dos horas más tarde, con el pelo alborotado y los botones del vestido torcidos. Justo cuando Eliza necesitaba el amor y el consuelo de su madre, Anna se había puesto de parte de Langton. Fue una amarga traición.

Eliza no estaba de humor para ir de pícnic, pero se puso un vestido de batista con falda de vuelo de un clarísimo tono de verde con un sombrero de paja de ala ancha. Varios conocidos de Clifford estarían allí y Eliza se preparó mentalmente para una tarde de conversaciones intrascendentes. Por mucho que no le gustasen algunas cosas en el castillo, jamás se podría acusar a sus habitantes de mantener conversaciones aburridas.

Le sorprendió comprobar que el pícnic no iba a ser en absoluto como esperaba.

El lugar donde se celebró no podría haber sido más impresionante. Multitud de criados pasaban acarreando butacas, una mesa, ventiladores y varias sombrillas enormes de los carros tirados por caballos. Lo dispusieron todo con vistas a un lago que resplandecía bajo el sol de la tarde. Grúas, pelícanos y cigüeñas se congregaban en las orillas; hasta había patos en el agua, y los árboles que rodeaban el lago estallaban con el canto de los pájaros. Las montañas de los alrededores se elevaban, azules, a lo lejos. Estaba claro que Clifford no había reparado en gastos y que había pensado en todo. Julian Hopkins, el médico, y su esposa Dottie siempre la trataban con amabilidad, aunque Eliza no pudo evitar sentirse un poco culpable al darle un abrazo a la mujer. Se había prometido a sí misma visitarla, pero no había tenido tiempo.

—¿No hace demasiado calor para ti? —le preguntó Clifford, señalando un asiento bajo una de las sombrillas—. Podríamos haber bajado hasta la orilla del lago, pero aquí el aire es más fresco. Espero que te guste, Eliza.

—Es precioso —dijo, viendo cómo los pájaros se apiñaban a la orilla del agua—. Me gustaría hacer algunas fotos después del almuerzo, por la tarde, cuando el sol esté algo más bajo. Me encanta captar la luz tenue.

Los demás invitados hablaban amigablemente mientras los criados ponían la mesa con un mantel de lino almidonado y cubiertos de plata. Hasta había dos pequeñas carpas de seda con el techo de muselina, que habían dejado abiertas por el lado que daba al lago.

—Son kanats —explicó Clifford, al ver que las miraba—. Perfectas para descansar después de un almuerzo abundante.

Eliza se levantó y se acercó a echar un vistazo a su interior. Dentro, el suelo estaba cubierto de montones de almohadones de satén y tres músicos ya se habían instalado junto a la carpa. El aire olía a limpio y era sorprendentemente fresco, y Eliza deseó poder relajarse un poco, aunque no conseguía quitarse de la cabeza a Jay. Lo ocurrido la noche del Holi la había conmocionado, dejándola tensa. No había venido en busca de amor, y por supuesto, no había sido amor. Pero entonces ¿qué había sido? ¿Lujuria? Una parte de ella seguía pensando que había algo más profundo que los conectaba. Se quedó inmóvil, pensando y observando el lago, mirándolo sin ver. ¿Acaso no le había dicho Jay que el sufrimiento los unía? Aunque cuando lo dijo, también había incluido a Indi.

—Bueno —iba diciendo Clifford—, ¿qué te parece?

—¿Cómo?

—¿No me estabas escuchando?

—Perdona, estaba a kilómetros de aquí. —Indicó vagamente la vista con un gesto de la mano—. Es todo tan hermoso.

—Te estaba diciendo que deberíamos visitar el palacio a orillas del lago de Udaipur. Es el sitio más romántico del mundo, sobre todo durante la estación de lluvias.

—Un sitio para enamorarse, ¿eh, Clifford? —bromeó uno de los hombres, dándole un codazo al otro.

Los otros dos hombres que formaban parte de la pequeña reunión eran militares estacionados en el sur, pero la esposa de uno de ellos, que los acompañaba hoy, conocía a Clifford desde niña, así que habían venido a visitarlo de camino a la boda de su hermana, en el Punjab.

—Seguro que se alegra de volver a estar con los de su clase, señorita Fraser —dijo el más joven de los dos hombres.

Molesta por el comentario, Eliza hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

La mujer, que se llamaba Gloria Whitstable, tomó la palabra.

—No sé cómo lo soporta. No podría dormir ni una sola noche en uno de esos espantosos castillos. Tendría miedo de que me asesinaran mientras duermo.

—En realidad —respondió Eliza, presa de una creciente irritación—, me ha gustado bastante. Y mi año en la India todavía no ha terminado.

—Estoy segura de que debe de ser fascinante —intervino Dottie, y Eliza se lo agradeció con una sonrisa.

—Tengo noticias —anunció Clifford, de repente.

—¿Sí?

—Me han preguntado si querrías subir a Shimla para emprender un proyecto corto. Es una buena oferta. Además, no sobrevivirías al calor de aquí. Si te soy sincero, Shimla es el único sitio medianamente soportable. Y no tendrías que vivir con los indios. Quieren crear un archivo visual de las actividades de recreo de los británicos. Ya sabes: las fiestas de verano, el teatro de aficionados, el club, esa clase de cosas.

Aunque había estado planteándose preguntarle a Clifford si podía dar por terminado su proyecto actual antes de tiempo, ahora que tenía una propuesta en firme, le dio un vuelco el corazón.

—Vaya, te echaremos de menos —dijo Dottie—. Aunque, por supuesto, Shimla es maravillosa. La verdad, me das envidia.

Eliza se sintió aún más culpable al recordar lo sola que estaba Dottie. Al ver que no contestaba, Clifford se mostró dolido.

—Bastaría con un simple «gracias», Eliza. No estarías tan sola y procuraría subir a Shimla si tengo tiempo.

Seguía sin saber qué decir. Por supuesto, sería una forma de escapar del dilema en el que se encontraba, pero no podría ver a Jay, y le sorprendió comprobar lo fuertes que eran sus sentimientos por él. Era fácil pensar en marcharse sin tener verdaderas posibilidades, pero enfrentarse a una perspectiva concreta era muy distinto.

—¿Eliza?

—Perdona. Estaba pensando.

—Habría creído que no había nada que pensarse. Es una oportunidad fantástica.

—Pero mi año aquí no ha terminado.

Clifford se encogió de hombros.

—Nunca quisiste que me quedase un año entero, ¿verdad, Clifford?

—Por supuesto que sí. Solo que ha surgido este otro proyecto.

—Bueno, ¿te importa que lo consulte con la almohada? Sabes que mi cámara aún no ha vuelto de Delhi y quiero hacer más fotos para el archivo.

—De eso estoy seguro, pero ten en cuenta que quieren una respuesta para finales de esta semana. Si no, buscarán a otro. Siempre puedes volver a Rajpután en septiembre.

—Tendrás tu respuesta. Siento ponértelo tan difícil.

—En absoluto. Lo entiendo.

Pero era evidente, por el mal disimulado enfado con el que la miró, que no lo entendía. Eliza prefirió guardarse sus pensamientos y no explicárselo, e, ignorando la expresión de su rostro, siguió el hilo de sus ideas. Cuando les sirvieron un espléndido almuerzo, se dio cuenta de que no tenía apetito, y mientras jugueteaba con la comida en el plato, esperó que Clifford no pretendiese que se echase con él en una de las carpas.

—Por cierto —dijo, con una discreta tos—, estamos teniendo algunos problemas con la financiación del proyecto de riego.

—Creí que habías dicho que el dinero llegaría a tiempo.

Clifford negó con la cabeza.

—Lo esperaba, Eliza; nunca lo prometí.

—Pero Jay tiene que terminar la primera etapa en julio, antes de que lleguen las lluvias, o todo el trabajo no habrá servido para nada. Las lluvias se llevarán por delante las orillas que han excavado si no están terminados los cimientos.

—Lo siento. He hecho todo lo que he podido.

—¿Me estás diciendo que no hay dinero?

Volvió a encogerse de hombros.

—Clifford, es terrible. Este proyecto significaría muchísimo para la gente del pueblo.

—¿Para la gente del pueblo o para ti, Eliza? —La miró atentamente y le resultó casi imposible disimular lo que de verdad sentía.

Clifford se inclinó hacia ella y le habló en voz baja.

—¿Te has metido en un lío, Eliza? ¿Has empezado a sentir algo por un tipo como él? Sería muy poco ortodoxo.

Eliza se plantó ante su tono autoritario.

—Por supuesto que no —dijo, apartándose de Clifford e intentando parecer ofendida.

—Bien. Porque ese indio no te conviene, ¿sabes? Y mi oferta sigue en pie.

—¿Te refieres a Shimla o a…?

—A ambas cosas, querida. A ambas cosas. Ya te darás cuenta de que no me rindo con facilidad —añadió, en tono insistente—. Pero si me haces feliz, te haré feliz, tú ya me entiendes. Y nunca se sabe —hizo una pausa, como si reflexionara—: puede que consigamos financiación para el proyecto, después de todo.