35
EL COCHE Y el conductor que Jay había contratado en Udaipur para llevarla a su palacio seguían a su disposición. Cuando Dev se marchó, siguió en la terraza pensando y decidió quedarse un día más. La confesión de Dev le había aclarado la mente y, mientras contemplaba el paisaje inundado de luz que ondulaba al calor del sol, sintió pena por lo que debió de sufrir cuando era niño. Pero se alegró de que se lo hubiera dicho y no pudo evitar pensar que los cabos sueltos que rodeaban la muerte de su padre por fin estaban atados. De pronto la mañana parecía extraña, casi irreal, y a pesar de las lluvias, la atmósfera seguía siendo asfixiante.
Volvió a entrar en el palacio y, tras recorrer un pasillo decorado con celosías de mármol ligeras como el encaje, dejó la bolsa y regresó al gran salón de altos ventanales, donde la luz, al entrar a raudales, daba la impresión de que el techo era, en realidad, el cielo. Habían pasado muchísimas cosas desde que Jay le había mostrado por primera vez el palacio, y Eliza tuvo que admitir que le costaba marcharse. Las paredes, de un tono dorado, volvían a brillar, y resultaba fácil imaginarse los magníficos viejos tiempos en los que el palacio había sido un lugar de evasión para la familia real. Pero Eliza sabía que Jay no tenía los fondos necesarios para restaurarlo y que había invertido todo su capital en el proyecto de riego. Estaba a punto de ir a buscar la bolsa con la nueva Leica que le había regalado Clifford cuando vio a Jay en el umbral.
—No pensé que fueras a volver tan pronto —dijo—. Creí que ibas a pasar más tiempo en el castillo de Juraipur.
—Pues como ves, aquí estoy —dijo—. Me alegro de haberte encontrado. He conseguido sacar del castillo todo tu equipamiento, que llegará esta tarde.
Eliza no dijo nada y rehuyó su mirada. ¿Por qué le hablaba como si todo hubiese vuelto a la normalidad entre ellos? El silencio invadió la habitación y el aire pareció escapar por completo, dejando solo el asfixiante calor.
—¿Eliza?
—Gracias —dijo, en tono frío—. Entonces, lo del incendio era pura invención.
Jay asintió y dio unos pasos hacia ella. Aunque sintió ganas de retroceder, se mantuvo firme.
—¿Qué tal el viaje? —le preguntó.
Jay enarcó las cejas.
—¿Hace falta que seamos tan británicos? ¿No tenemos cosas más importantes de que hablar?
—Dímelo tú.
—Ajá.
Se miraron el uno al otro hasta que, por fin, Eliza rompió el silencio.
—Entonces ¿vas a ser maharajá?
Jay asintió.
—Ya veo. Muy bien. Estaba a punto de coger mi bolsa. Te agradecería que ordenases que me enviasen el equipamiento fotográfico a mi nuevo alojamiento.
No consiguió disimular del todo el tono de resentimiento de su voz. Le dio la espalda y echó a andar, pero oyó que Jay la seguía.
—Eliza.
Estiró el brazo para cogerle de la mano, pero ella se zafó y se giró para mirarlo.
—Confié en ti, Jay. Nunca había confiado de verdad en nadie, pero me fie de ti.
—Y puedes confiar en mí.
Hizo lo posible por ignorar la expresión de deseo que vio en sus ojos mientras seguía hablando.
—Sabías que, si algo le pasaba a Anish, tendría que tomar el relevo.
—Sí, lo sabía. Fui una ingenua al pensar que algo había cambiado. Y ahora, si no te importa, tengo que ponerme en marcha.
—Eliza. Aquí las cosas son distintas, y lo sabes. Los deseos personales no son lo primero. El deber es lo primero.
—Bueno, no te preocupes. Este «deseo personal» va a ponértelo fácil.
—Escucha lo que tengo que decirte —insistió—. Hay algo más.
—¿Qué más puede haber, Jay? Está todo perfectamente claro.
Jay casi pareció estremecerse. Negó con la cabeza.
—Quédate aquí. Vive aquí. No quiero que te vayas. Vendré siempre que pueda.
Se le hizo un nudo en el estómago y tensó la mandíbula.
—No pienso ser tu concubina.
—No te estoy pidiendo eso.
—Entonces ¿qué me estás pidiendo exactamente? Sabes muy bien que tendrás que casarte con una mujer no europea para poder tener herederos legítimos.
Era consciente de que se le notaba la amargura al hablar, pero no le importaba.
No hubo respuesta.
—¿De verdad crees que voy a pasar el resto de mi vida aquí —continuó— esperando tus visitas cada vez más infrecuentes?
Jay pareció pensárselo. Por fin, respondió:
—Creo que tendrás un precioso palacio en el que vivir, un proyecto de riego que dirigir si lo deseas y tu carrera como fotógrafa.
Esta vez fue ella la que negó con la cabeza.
—¿Por qué no me dijiste lo del padre de Dev?
—No quería disgustarte.
—Mejor dicho, no querías ponerme en contra de Dev.
—Tal vez fuera en parte por eso. Mira, ¿y si pongo el palacio a tu nombre? Piénsalo, Eliza: todo esto podría ser tuyo.
Indicó todo lo que los rodeaba con un gesto del brazo.
—¿De verdad crees que puedes comprarme?
—Por el amor de Dios, Eliza. Me conoces, sabes que no era lo que quería decir. Simplemente, no quiero perderte.
Eliza se cruzó de brazos.
—Jay, ya me has perdido. Nos hemos perdido el uno al otro. —Hizo una pausa y ambos se quedaron en silencio. Aunque sintió ganas de montarle una escena y marcharse, convencida de que llevaba la razón, sencillamente no pudo—. Nunca te olvidaré, Jay, y siempre te querré, pero este no es nuestro destino. Y creo que, siendo sinceros, siempre lo hemos sabido.
Esta vez le tendió una mano. Jay tiró de ella para acercarla a él y la abrazó por última vez. Cuando se separaron, las lágrimas le empañaban los ojos y vio que Jay también tenía los ojos húmedos. Aunque se sintió tentada de ablandarse, se obligó a mantenerse firme. Quedarse no iba a traer nada bueno. Puede que funcionase al principio, pero a la larga no podrían vivir así. Tenía que ser coherente con lo que quería, y cuanto mejor consiguiese controlar sus emociones, más fuerte sería.
—Eres una persona maravillosa, Eliza. Por favor, nunca lo olvides.
Mantuvo los ojos fijos en el rostro preocupado de Jay.
—Le enviaré una nota a Laxmi para deciros dónde enviar mi equipamiento.
—¿Adónde piensas ir?
—Primero tengo que ver a Clifford y, después, a Jaipur. Luego, bueno, montaré la exposición, si consigo reunir suficientes fotografías. Será antes de lo que tenía previsto, y después de la exposición, seguramente tendré que volver a Inglaterra. Todavía no lo sé.
—¿Tienes la cartera que te dejé en Udaipur?
Ella asintió con la cabeza.
—No quería aceptarla, pero ahora me doy cuenta de que la necesitaré para montar la exposición y enmarcar las fotografías.
—Si alguna vez necesitas algo, cualquier cosa, solo tienes que decírmelo.
Jay dejó de hablar y Eliza le sonrió a través de las lágrimas, le dio la espalda y salió de la habitación. Nunca había estado tan triste en su vida, pero no serviría de nada posponer el momento.