15

FEBRERO

POR UN MOMENTO, Eliza sintió miedo cuando se encontró cara a cara con Chatur al día siguiente, pero sabía que, por muy asustada que estuviera, tenía que enfrentarse al diván. Tensando los hombros, decidió dar rienda suelta a su rabia y su frustración.

—¿Por qué ha dado órdenes de que me sigan? —preguntó, esforzándose por evitar que le temblase la voz pero consciente de que se había ruborizado—. Quiero la verdad. Sé que es uno de sus guardias.

El diván frunció el ceño, se incorporó para parecer más alto y dio un paso hacia adelante.

—Le advertí de que alguien la acompañaría en todo momento.

—Oh, no. No me venga con esas. Esto es distinto. Es algo furtivo. Ayer vi a alguien salir de mis habitaciones.

Chatur sonrió con frialdad.

—Sería una de las criadas, sin duda.

Eliza le sostuvo su mirada.

—Era un hombre.

—Tiene una imaginación muy fértil, señorita Fraser. Yo en su lugar procuraría mantenerla a raya. Y recuerde: independientemente de lo que piense de mí, no soy ningún estúpido. Anish no es partidario de las acusaciones descabelladas, y si le va con chismes, no la creerá. Me aseguraré de ello.

—¡Chismes!

—A mí no me engaña. Sé que la han introducido en el castillo para vigilarnos. ¿Para quién trabaja?

Eliza estuvo a punto de echarse a reír.

—Es totalmente ridículo.

—¿Ah, sí?

—Por supuesto.

—Entonces, pregúntese: ¿su amigo el señor Salter le hace preguntas detalladas sobre la vida en palacio?

Ella se miró los pies y no respondió. Chatur enarcó las cejas.

—Creo que eso demuestra que estoy en lo cierto. No hace falta decir que no nos gustan los intrusos. Le aconsejo que se ande con cuidado. Que tenga un buen día, señorita Fraser.

Eliza era plenamente consciente de que Chatur podía representar un peligro, pero su acusación de que era una espía parecía un disparate inventado para desanimarla. ¿Debería hablar del tema con Laxmi? Tal vez, pero ¿y si no la creía? ¿Y si Chatur ya estaba difundiendo mentiras para desacreditarla? No. Sería mejor que no perdiese los nervios y se guardase sus sospechas hasta que tuviese oportunidad de hablar con Clifford. En cualquier caso, tenía que pedirle que convenciera a Anish para que volviera a darle libre acceso al castillo. En su ausencia, y sobre todo en la de Jay, se sentía perdida. El problema era que ahora no lograba quitarse de la cabeza que, desde el principio, Clifford le había hecho preguntas detalladas sobre lo que había visto en el castillo.

Al final, fue con Jay con el que habló, cuando volvió de forma inesperada aquel mismo día. El príncipe llamó a su puerta y, cuando la abrió, lo vio esperando en el pasillo, con una manta burdeos sobre los hombros y una expresión amistosa en los ojos.

—¿Te alegras de verme? —dijo, con una amplia sonrisa.

Eliza dejó escapar un suspiro de alivio y tuvo que agarrarse al marco de puerta porque le temblaban las piernas.

—Ni te lo imaginas.

—No voy a pasar mucho tiempo en Juraipur. ¿Te apetece salir a dar un paseo? Por la ciudad, quiero decir.

—Me encantaría —dijo ella. Cualquier plan era preferible a quedarse en el castillo, tal como estaban las cosas—. ¿Podemos salir así, sin avisar?

—Por supuesto, ¿por qué no? Pero procura abrigarte. Corre un aire frío. —Rio—. Aunque después de Yorkshire, esto no es nada.

—¿Así que has estado en Inglaterra?

Jay asintió y extendió el brazo para indicarle que pasase primero.

En la ciudad, el invierno, si es que podía llamarse así, no había cambiado nada. Los puestos seguían abiertos en las calles y la gente se apiñaba frente a ellos como de costumbre, aunque ahora iban envueltos en mantas. Por lo visto, nadie llevaba abrigo (sobre todo, supuso, porque no había lluvias durante esta estación fresca, pero de cielos despejados).

—¿Chai? —Ofreció Jay, mientras se le acercaba con dos tazas de la dulce bebida caliente—. En mi opinión, sabe mejor cuando hace frío.

Bebieron el té y se pararon a examinar unos exquisitos mantones de seda en preciosos tonos rojo, azul y dorado. Eliza se fijó en uno de un intenso azul pavo real y acarició con las yemas de los dedos su sedosa textura. Por el rabillo del ojo, vio que Jay se acercaba al vendedor y, tras una breve negociación, volvía con él.

—Es tuyo. Es de seda y cachemira, me ha dicho.

—No puedo aceptarlo.

—Por supuesto que sí. Considéralo una muestra de mi estima.

Jay le envolvió delicadamente la cabeza con el mantón y le acarició la mejilla.

—Precioso. Realza el color de tus ojos.

Eliza notó que se sonrojaba, pero le sonrió.

—Gracias.

—Cuéntame, ¿cómo has estado?

Eliza vaciló un momento.

—Han pasado muchas cosas. Chatur ha convencido a Anish de que limite mis movimientos, pero lo que más me preocupa es que vi a un hombre salir de mis habitaciones. Me encaré con Chatur, pero lo negó y me acusó de ser una especie de espía. Quería preguntártelo: ¿no te parece una locura?

—Es intolerable. Pero ¿qué es lo que ha motivado las restricciones?

—Chatur se ha enterado de que soy viuda. Y, por lo visto, eso le da carta blanca para hacer lo que quiera. Cree que voy a contaminar a las demás mujeres.

El rostro de Jay se ensombreció y apartó la mirada.

—No tiene buena pinta. Hablaré con Anish.

—No sé si servirá de algo. Si hablas con Anish y él se encara con Chatur, me odiará todavía más. Vigila todos mis movimientos. Al principio creí que eran imaginaciones mías, pero ahora estoy segura.

—Le pediré a un cerrajero que cambie las cerraduras de tu dormitorio. Chatur no tiene por qué enterarse, y solo tú tendrás la llave. O, si no te parece suficiente, tal vez podrías pasar una temporada en casa de tu amiga Dottie.

Eliza hizo una mueca.

—Dottie es un encanto, pero no sé si quiero estar tan cerca de Clifford.

—Más vale lo malo conocido…

—Quizá tengas razón.

—Tenemos que mantenerte a salvo. Me encargaré de las cerraduras, pero partiré rumbo a Jaipur esta misma tarde. Esta vez solo serán unos días. Si te sientes en peligro mientras esté fuera, ve a casa de tu amiga. Y ve a ver a Clifford para que vuelva a darte libre acceso al castillo. Ya ha regresado de su viaje.

AQUELLA NOCHE, TRAS asegurarse de que la nueva cerradura funcionaba perfectamente, esperó a Indi. Cuando la chica apareció con ropa de estilo indio en una bolsa, Eliza se cambió y la siguió hasta los pasillos de la planta baja. Había decidido confiar en Indi y esperaba poder moverse sin ser vista por algunas partes del castillo. El trato era que Eliza iniciaría a Indi en el arte de la fotografía y, a cambio, la chica se aseguraría de que pudiese salir del castillo a primera hora de la mañana para hacer fotos o, como ahora, al atardecer, para entregar las hojas de contacto.

Cuando oyeron toser a alguien más adelante, en el pasillo, Eliza se quedó atrás y miró a su alrededor en busca de un nicho en el que refugiarse, mientras Indi seguía adelante. Si era Chatur o uno de sus leales guardias, jamás conseguiría llevarle las hojas a Clifford. Chatur las confiscaría y ahí acabaría todo. Eliza sospechaba que este largo pasillo en pendiente, que estaba cerca del almacén principal, y donde el aire estaba especiado por el aroma del cardamomo, el chile y el cilantro picante, corría paralelo a las cocinas. Pero había algo más: incluso aquí abajo, el empalagoso aroma a incienso de las oraciones vespertinas invadía el corredor oscuro y, junto con el olor de las lámparas de aceite desperdigadas aquí y allá, le impedía respirar con normalidad.

Oyó una risa. Pensó que debía de ser Indi y esperó un poco más. Cuando decidió arriesgarse a salir, la chica la estaba esperando.

—Ya casi estamos —susurró, haciéndole señas de que avanzara—. No hay moros en la costa.

—¿No parece que bajamos en vez de subir?

—Antes de salir del castillo, quiero enseñarte algo. Todavía no ha oscurecido del todo, así que no pasa nada por retrasarnos unos minutos.

Después de un rato, Indi volvió a detenerse. Aunque no había ninguna lámpara de aceite, en la oscuridad Eliza distinguió un dibujo enmarcado del castillo que colgaba de la áspera pared de piedra. Indi lo retiró de la pared y lo dejó con cuidado en el suelo. Entonces, con ayuda de una pequeña lima que se sacó del bolsillo, extrajo una piedrecita que cubría un agujero oculto en el muro y pegó la oreja.

—Te toca. Escucha.

Eliza vaciló.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Indi y Eliza no pudo evitar admirar el entusiasmo de la joven y cómo se aferraba a todo lo que le ofrecía la vida, sin hacer caso a la autoridad.

—Adelante.

Eliza hizo lo que le decía. Cuando pegó el lado de la cara al muro de piedra helado, lo que la sorprendió no fue el frío, sino las voces que oyó. Por lo visto, estaba escuchando a Devdan, el amigo de Jay.

—¿No te das cuenta? Tenemos que decidirnos —decía.

—No creo que sea necesario —respondió otro hombre, aunque su voz no se oía tan fuerte ni tan clara—. ¿Por qué cambiar las cosas?

—Vamos a tener que elegir.

—¿Y quieres que nos unamos a una panda de rebeldes?

Aunque la voz sonaba amortiguada, Eliza estaba casi segura de que era eso lo que había dicho y de que el que hablaba era Jay. Y ella que creía que ya había salido de Juraipur.

—Es o eso o poner nuestras esperanzas en un imperio que se desmorona. Todos tus tratados no valdrán nada cuando los británicos fracasen.

—¿Y fracasarán? ¿Eso crees?

—Ya lo has visto: la desobediencia civil es generalizada. La Corona Británica está acabada.

Se hizo un silencio, seguido del ruido de sillas arrastradas. Eliza negó con la cabeza y se volvió hacia Indira.

—¿Cuántas personas saben de esto?

—Es un canal de escucha. Un pequeño túnel o tubo perforado en la pared. Lo abrí un día, cuando era pequeña. Aparece mencionado en un antiguo libro de crónicas del castillo y calculé dónde debía de estar, más o menos.

—¿Y nadie más lo sabe?

—No estoy segura, puede que haya otros. Antiguamente, estas fortalezas eran tremendamente peligrosas. Plagadas de intrigas y asesinatos, porque todo el mundo quería hacerse con el trono. Me encargué de averiguar los secretos del castillo cuando era niña. Todo el mundo me ignoraba y podía esconderme con facilidad, así que no fue demasiado difícil. Cuando Laxmi se dio cuenta de lo que hacía, me pidió que vigilara a Chatur. No se fía de él.

—¿Dónde estaba hablando Devdan?

—Jay tiene un pequeño estudio que da al pasillo que conduce a las dependencias de los hombres.

—Deberías haberle dicho lo del canal de escucha.

—¿Por qué iba a renunciar al poco poder que tengo?

—Pero ¿eres amiga de Jay?

Indi resopló.

—Tengo que cuidar de mí misma.

Y mientras se dirigían a un arco bajo que comunicaba con uno de los túneles que llevaban a un patio exterior, Eliza entendió que alguien con los antecedentes de Indi tuviese que buscar formas de protegerse, costase lo que costase y cayese quien cayese. Puede que el apoyo de Laxmi por sí solo no le hubiese bastado para sobrevivir en el castillo.

—¿Has pensado quién pudo decirle a Chatur que eres viuda? —dijo la chica.

—Lo he pensado, pero todavía no lo sé.

—Puede que fuera Dev, supongo. ¿Lo sabía?

Eliza asintió y se planteó la idea. Puede que fuera Dev el que se lo dijera a Chatur o, aún peor, ¿podría haber sido Jay? ¿Se le habría escapado la verdad? Era una idea horrible, que la hacía sentirse completamente indefensa. No podía haber sido Jay, ¿verdad? Eliza confiaba en él y Jay no tenía nada que ganar con traicionarla. Pero no pudo quitarse la idea de la cabeza mientras seguía a Indi hacia el patio, donde el agua, que manaba con fuerza de las fuentes en forma de pavos reales, relucía a la luz de las ventanas del palacio y unas lámparas de arcilla desperdigadas por los caminos guiaban sus pasos.

—Es precioso —dijo Indi—, pero nadie viene por aquí. Laxmi siempre lo ha mantenido en perfecto estado. Es donde murió su hija menor, la única niña.

—No lo sabía.

—Nunca habla del tema, pero la gente murmura que fue Anish el que la empujó, cuando era pequeño. Se abrió la cabeza contra una de las fuentes en forma de pavo real y nunca recuperó la conciencia.

—Qué triste.

—Laxmi deseaba con todas sus fuerzas tener una hija y entonces, mucho después de que nacieran los tres niños, llegó su hijita. A veces pienso que le gustaría que yo fuese la hija que perdió.

Al caer la noche, escaparon del castillo y se fundieron con las calles, donde el lado oscuro de la vida india seguía existiendo, sin que los británicos pudieran reprimirlo. Un mundo en el que el son místico de los tambores convivía codo con codo con los fumaderos de opio en zanjas de menos de un metro de ancho. Cuando Eliza presenció la vida nocturna que se desarrollaba a media luz en esta parte oculta de la ciudad, temió por su vida, pero siguió a Indi con la cabeza baja. El laberinto de callejuelas era un atajo necesario que llevaba a la residencia británica, situada al otro lado de la ciudad. Si hubiesen dado un rodeo para evitar estas calles, habrían tardado demasiado tiempo a pie.

Cuando se aproximaban a la residencia, se les acercó un coche y Eliza dio un paso atrás al ver apearse a Clifford; pero este la había visto por la ventanilla y la miró con el ceño fruncido. Aunque tenía que hablar con él, había querido llamar a su puerta, no que la descubriese al acecho en la oscuridad, como a una vulgar ladrona.

Cuando el conductor de librea abrió la puerta del coche, una mujer se apeó y Eliza vio el rostro de una dama británica muy conocida. Por un momento, no supo ubicarla, pero entonces se dio cuenta de que era la esposa del actual virrey. La siguió un hombre de cabello cano y aspecto importante. Por supuesto, Clifford tenía contactos al más alto nivel y hablaba con el respaldo de la autoridad superior. Y debía participar en cantidad de fiestas y eventos sociales como este.

La voz aguda de la mujer le llegó, nítida, cuando esta se dirigió a Clifford. Un mayordomo salió de la residencia y escoltó a la dama y a su acompañante al interior, mientras Clifford le hacía señas a Eliza.

Ella se le acercó con paso vacilante: era evidente que Clifford estaba furioso.

—¡Demonios, Eliza! ¿Has perdido el juicio? ¿Qué haces correteando por ahí en plena noche, con esas pintas?

—Indira me ha ayudado a salir del castillo. Te he traído unas hojas de contacto y placas fotográficas. Han limitado mis movimientos.

—¿Ah, sí? Ya veremos. Sin duda, ha sido cosa de Anish, o, mejor dicho, de esa maldita entrometida de su esposa. Se lava las manos después de tocar a un inglés, ¿te lo imaginas? ¡Qué desfachatez! Y si se sale con la suya, Anish acabará haciendo lo mismo. —Hizo una pausa—. En realidad, verte por aquí me ha dado una idea. No puedo hablar ahora. —Señaló la puerta por la que acababa de entrar la esposa del virrey—. Pero ¿recuerdas que te sugerí que tal vez pudieras ayudarnos?

—Sí.

—Bueno, me pasaré por el castillo para ver al maharajá. Lo hablaremos entonces.