27

ELIZA APENAS PEGÓ ojo y por la mañana su decisión amenazaba con abrumarla. Al fin y al cabo, solo había una última cosa que podía hacer por Jay antes de irse a Inglaterra. Completamente abatida, decidió hacer lo que le había pedido Laxmi. Primero escogió un vestido clásico de estilo europeo con la cintura entallada y un discreto cuello de tela y se recogió el pelo. Después se puso su mejor par de tacones, se dio un ligero toque de colorete en las mejillas y lo combinó con un lápiz de labios de color claro, se aplicó lo poco que le quedaba de Chanel No. 5 detrás de las orejas y se armó de valor.

Había pedido un taxi, y mientras esperaba a las puertas del castillo, pensó en el tiempo que había pasado allí, desde el momento en que llegó, nerviosa y sin saber lo que le depararía el futuro, hasta la terrible imagen de Jay arrestado por dos oficiales británicos. Los últimos meses habían estado llenos de altibajos, pero, por encima de todo, siempre recordaría la alegría que había experimentado, y que nunca habría creído posible. Y sin embargo, aquí estaba ahora y, en realidad, nada había cambiado.

Llegó el coche, que, antes de lo que habría deseado, la dejó frente a la entrada de la Residencia. Antes de llamar a la puerta, volvió la vista atrás para contemplar la ciudad. Clifford vivía en una refinada zona de elegantes havelis ocupada por ricos comerciantes donde también se levantaban, decididos, un puñado de edificios británicos rodeados de exuberantes jardines y envueltos en el olor de las flores. Eliza respiró hondo. Si llamaba discretamente, el mayordomo no la oiría y no tendría que seguir adelante con esto. Sintió ganas de volver al pasado, de revivir los días que había disfrutado con Jay en su palacio, los días más felices de su vida. Pero no había vuelta atrás. Por mucho que uno se resistiese y suplicase, la fuerza del destino acababa por imponerse. Y, después de todo, este era su destino. Decidió no tocar discretamente, sino que golpeó la puerta con los nudillos. ¿De qué servía retrasar lo inevitable?

Cuando el mayordomo la condujo hasta la sombra de la galería situada en la parte trasera de la casa, Eliza se colocó con cuidado la falda y, sentándose con la espalda rígida, logró controlar sus emociones. Observó los pájaros que picoteaban el sendero de gravilla y alzó la vista hacia los retazos de azul recortados entre las ramas del franchipán. El jardín era una maraña de flores y Eliza se preguntó cómo lograba Clifford conseguir agua suficiente para mantenerlas así de frescas. Apenas soplaba una leve brisa y empezaba a notar el calor. Echó un vistazo a su alrededor, pensando en levantarse y entrar en el interior de la casa. Por lo menos, dentro habría un ventilador.

El mayordomo salió a la galería con una jarra de refresco de lima helado y dos vasos de cristal en una bandeja de plata.

—El señor vendrá en seguida —anunció, haciendo una pequeña reverencia.

Eliza oyó pasos, se giró hacia atrás y vio a Clifford con la cara sonrojada.

—Maldito calor —refunfuñó, sentándose frente a su invitada—. Nos tomaremos el refresco y entraremos en casa, si no te importa.

—Por supuesto.

Durante unos minutos no dijeron nada, y Eliza disfrutó de la sensación del cristal frío contra la palma acalorada de su mano. Sintió ganas de pasárselo por la frente, donde empezaba a notar los primeros síntomas de una jaqueca provocada por el calor, pero se contuvo. No solo era el calor: Eliza tenía el cuello y los hombros completamente rígidos de la tensión. ¿Sería capaz de hacer lo que le había pedido Laxmi? Cada célula del cuerpo le decía que saliese corriendo, pero siguió tranquilamente sentada, esperando no delatar la agitación que la desgarraba por dentro.

—¿Vamos adentro? —dijo Clifford, tendiéndole una mano.

Ella asintió con la cabeza y dejó que la acompañara al interior de la casa, hasta la pequeña sala de estar donde había esperado una vez.

Clifford le indicó que se sentara, así que se dejó caer en una mullida butaca con cojines, que la engulló. «Ha sido un error», pensó, y se enderezó para sentarse en el borde del sillón. Era fundamental mantenerse bien recta y no perder el control.

—El verano va a ser un infierno, ¿verdad? —dijo, para romper el hielo.

—Bueno, te ofrecí ir a Shimla —dijo Clifford, con rostro impasible.

—Ya lo sé.

Se hizo un largo e incómodo silencio durante el cual Eliza se planteó cómo formular lo que había venido a decir. Al final, decidió no andarse con rodeos.

—Clifford. —Tragó saliva rápidamente antes de continuar. La suerte estaba echada. No había vuelta atrás—. Me gustaría aceptar tu otra oferta, si todavía sigue en pie.

Él frunció el ceño.

—Lo que quiero decir es…

—Creo que sé lo que quieres decir.

—¿Y qué me dices?

Clifford parecía completamente desconcertado y por un momento Eliza pensó que era demasiado tarde. Lo miró, esperando una respuesta, pero no supo interpretar la expresión de su cara.

—Clifford, te estoy diciendo que acepto tu oferta de matrimonio. —Hizo una pausa—. Si todavía quieres casarte conmigo.

Clifford seguía mirándola sin decir nada, pero entonces sonrió.

—Sabía que entrarías en razón, mi vieja amiga.

Se estremeció para sus adentros por la expresión que había utilizado, pero intentó disimular lo mucho que la incomodaba.

Clifford se puso en pie y se acercó a la butaca en la que Eliza seguía sentada muy recta, tensa y triste; pero, al parecer, no reparó en nada de eso. Le tendió una mano y ella dejó que la levantara.

—Me has hecho un hombre muy feliz. No te decepcionaré.

Eliza agachó la cabeza un momento y después le sostuvo la mirada. Tenía un nudo en la garganta. ¿Sería capaz de decirlo o solo le saldría un gemido estrangulado? Aparentemente desconcertado, Clifford inclinó la cabeza, como si supiese que había más, pero no estuviese seguro de qué.

—¿Es por lo de tu madre? Podemos traerla a la India si quieres. De todas formas, pronto conseguiré un traslado a Londres. Como prefieras. Tus deseos son órdenes para mí. Venga, dispara —dijo, con una amplia sonrisa de felicidad en la cara, como si nada pudiera estropearle este momento—. Me has hecho el hombre más feliz del mundo.

Se inclinó para besarla, pero Eliza negó con la cabeza y dio un paso atrás, destrozada por el sentimiento de culpa. Intentó aclararse la garganta antes de hablar.

—Me temo que hay una condición.

Se hizo una breve pausa durante la cual oyó ulular a un pájaro en el jardín. Debía de ser un ulu, pensó. El nombre perfecto para un búho. Qué extraño, las cosas que se te vienen a la mente en momentos como este. Se tranquilizó y se armó de valor.

—Me casaré contigo —dijo—, pero quiero que pongas en libertad a Jay, sin repercusiones y sin que su reputación quede manchada. Tendrás que retirar todas las acusaciones contra él y quiero que me des tu palabra de que no volverán a arrestarlo.

—Estoy encantado de comprobar que has decidido no malgastar tu vida con un indio. Pero Eliza, me estás poniendo las cosas muy difíciles.

Tragó saliva.

—Lo siento.

Clifford hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Necesito algo de tiempo para pensármelo.

—No hay tiempo. Debe quedar en libertad hoy. Tiene que ir a Delhi a firmar los acuerdos con los inversores. De lo contrario, lo perderá todo. El proyecto de riego habrá fracasado.

—Por lo visto, ese indio significa mucho para ti…

—Jay significa mucho para mí, sí, pero también me importa el proyecto de riego. Quiere hacer el bien, Clifford, tienes que darte cuenta. Su hermano no ha movido un dedo por la gente del pueblo, y cuando conocí a Jay, su vida no tenía rumbo. Ahora tiene un fin por el que luchar, y ese fin es bueno. Sabes que nunca sabotearía su propio proyecto. No tiene sentido.

—¿Y qué hay de los panfletos?

Eliza reflexionó un momento y no pudo evitar pensar que Chatur debía de andar detrás de todo esto.

—Creo que alguien lo ha incriminado injustamente —dijo—. Yo, en tu lugar, procuraría interrogar a Chatur.

—¿Te jugarías la vida a que ha sido él?

—Sí.

—Y estás dispuesta a casarte conmigo para que Jay quede en libertad. —Hizo una pausa y la miró directamente a los ojos—. Eliza, tengo una pregunta.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Crees que podrás llegar a quererme?

Eliza le devolvió la mirada, percibiendo una profunda tristeza en sus ojos, pero llevaba el recuerdo de Jay grabado en todo su ser y no pudo decirle que sí.

—Puedo prometerte que lo intentaré.

—Bueno, tendrá que bastar con eso. Tendré que hablar otra vez con él, pero considera al príncipe Jayant un hombre libre en cuanto tengamos esa conversación. Eres consciente de que jamás debes mencionar este pequeño acuerdo entre los dos, ¿verdad? Arruinaría mi reputación. ¿Lo entiendes?

—Por supuesto.

—Lo digo en serio, Eliza. Ni siquiera podrás decírselo a Jay.

Ella asintió.

Clifford fue a su oficina para hacer una llamada de teléfono y, cuando todo estuvo arreglado, volvió a la sala de estar.

—Bueno —dijo—. ¿Qué te parece si hacemos un viajecito a Shimla? Solo nosotros dos. Podemos ir pasado mañana, a no ser que necesites algo más de tiempo para prepararte.

—Clifford, me voy a Inglaterra. En cuanto haga las maletas.

Él frunció el ceño.

—¡Vaya! Con todo lo demás, olvidé decírtelo. Mi madre está muy enferma. Está en el hospital. No tengo elección. No tiene a nadie.

Aunque visiblemente decepcionado, asintió con la cabeza.

—Por supuesto.

—Pasaré por Delhi, donde espero recoger algunas copias de las fotografías terminadas de la imprenta.

—Algunas ya están de camino a Juraipur, creo, pero siempre puedes echarles un vistazo cuando estés allí. Además, tengo algunas de las primeras placas aquí, en casa. Te ayudaré a organizar el viaje, y permíteme que corra con los gastos de un camarote de primera clase en el Viceroy of India. Es el barco más rápido. Tú concéntrate en ir a Delhi en cuanto puedas. Te enviaré los billetes al hotel y tomarás el tren desde allí. —Hizo una pausa—. ¿Conoces el Imperial?

—Sí, aunque nunca me he alojado en él.

—La factura corre de mi cuenta. Solo tienes que esperar a que lleguen los pasajes. Tardarán un par de días. Enviaré un telegrama a la compañía naviera.

—No puedo aceptar todo eso.

—Insisto, y cuando vuelvas, estoy seguro de que Julian Hopkins y Dottie te invitarán a alojarte en su casa hasta la boda. ¿Tienes idea de cuánto tiempo vas a pasar en Inglaterra?

—El tiempo necesario, supongo.

—Tengo algo para ti —dijo, abriendo un cajón del escritorio de caoba que había junto a la puerta. Sacó una cajita forrada de terciopelo y se acercó a Eliza.

—Espero que sea de tu talla.

Eliza abrió la tapa y sacó un anillo de oro cuajado de diamantes y rubíes.

—Era de mi madre. ¿Te gusta?

Asintió sin decir nada y dejó que se lo pusiese en el dedo, ignorando las lágrimas que se le agolparon en los ojos.

—Me encargaré de poner un anuncio en The Times —dijo—. No hay ningún coche disponible durante los próximos días, ¿no te importa ir en tren?

Negó con la cabeza y Clifford pareció no darse cuenta de que lo único que le apetecía era hacerse un ovillo y dejarse morir.