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AL DÍA SIGUIENTE, hacía un calor insoportable y Eliza pronto se sintió pegajosa. Se dio cuenta de que se había equivocado de ropa: era un día para llevar vestidos de verano de muselina, no tejidos pesados, aunque Clifford llevaba un traje de lino con cuello cerrado y corbata. El evento resultó ser más pequeño de lo que esperaba, una especie de recepción al aire libre; pero gracias al pequeño grupo de hinchas de ambos equipos, algunos sentados en sillas, que empezaban a llegar, se sentía la emoción en el ambiente. Era la primera vez que Eliza iba a un partido de polo, y el terreno de juego, rodeado de árboles y acotado por barandas de hierro y con una magnífica vista de las colinas de fondo, era idílico.

—Por lo menos, el césped está seco —dijo Clifford—. A diferencia de Inglaterra, donde los campos embarrados son un problema.

Le explicó que el equipo británico estaba formado por oficiales del 15º Regimiento de lanceros, y por lo visto, habían traído consigo un grupo de hinchas de lo más ruidosos, muchos de los cuales ya habían empezado a beber. También había algunos militares, acompañados por sus criados, y hasta un par de suplentes con la equipación ya puesta por si tenían que salir al campo.

Pegajosa e incómoda, Eliza esperó junto a Clifford, observando la pequeña multitud. Justo detrás del grupo de hinchas británicos había un hombre y una mujer alta, cogidos del brazo. La mujer miró en dirección a Eliza y sonrió. Clifford se dio cuenta y le susurró que era Dottie Hopkins, la mujer del médico.

—Los conocerás más tarde —añadió—. Son buenas personas.

La mujer parecía amable y Eliza se alegró de que Clifford fuese a presentárselos. Al otro extremo del campo empezaba a congregarse un grupo bastante nutrido de vocingleros hinchas indios, también acompañados por un enjambre de criados de etiqueta. Eliza no podía despegar los ojos de ellos.

—Aunque lo llaman «el juego de los reyes», últimamente Anish, el maharajá, rara vez acude a un partido —continuó Clifford—. Pero al que de verdad merece la pena ver es al príncipe Jayant. Es un excelente jinete y sabe jugar en equipo. Si sale al campo hoy, la cosa estará reñida.

—¿Cada cuánto tiempo se juegan los partidos?

—Los más importantes son parte de un torneo y se celebran periódicamente, pero este es solo un pequeño amistoso, para entretenernos. El equipo de Jaipur tiene la mejor reputación, ¿sabes? Ganó el Campeonato de la India de este año, pero Juraipur le sigue de cerca.

—Me alegro.

—Y nosotros todavía no hemos perdido la esperanza. Estamos deseando ganar, enarbolar la bandera y todo eso.

Poco después llegaron los jugadores, que desfilaron hacia el campo, con aspecto elegante y las cabezas bien altas. A continuación entraron los mozos de cuadra guiando a los ponis con aire de orgullo y el público empezó a aplaudir. Clifford se apresuró a explicarle que, aunque los llamaban «ponis», eran caballos de tamaño normal.

—Es un deporte carísimo. Los ponis valen miles de libras.

Eliza observó con atención cómo montaban los miembros del equipo, todos con un aspecto de lo más enérgico, y justo cuando se dio cuenta de que el príncipe Jayant era uno de ellos, este se dispuso a subirse en un magnífico caballo negro. Un sonoro clamor se elevó de la muchedumbre entusiasmada, seguido por los constantes aplausos y silbidos de los hinchas indios.

Clifford se acercó más a Eliza.

—Jayant siempre atrae mucho público. Y su caballo tiene un temperamento admirable. Es importante que el animal no pierda los nervios. ¿Ves a esos dos chicos?

Eliza miró hacia donde señalaba Clifford.

—Cada equipo trae su propio árbitro, pero hay un tercer juez imparcial por si se produce algún desacuerdo. En el polo, lo más importante es el juego limpio.

Eliza estaba disfrutando muchísimo, encantada de poder pasar tiempo al aire libre y de deleitarse con las novedades, a pesar de sus reservas. Vio cómo los dos equipos se alineaban uno frente al otro, con los mazos preparados. Al golpear la pelota, empezó el partido. La emoción se volvió contagiosa e intensa cuando los caballos empezaron a cabalgar con estruendo, levantando nubes de polvo de la tierra compacta, pero mientras los jinetes competían por golpear la pelota, pronto quedó claro que el poni del príncipe empezaba a quedarse atrás.

—¿Eso es normal? —preguntó Eliza.

Clifford frunció el ceño.

—El caballo está un poco revoltoso.

Siguió observando a los hombres a lomos de sus monturas y, al volver la vista hacia la grada india, vio que un par de hombres vestidos de gala con sendas cimitarras a la cintura daban un paso hacia adelante, como si intuyesen que algo iba mal. Eliza contuvo la respiración, pero no pasó nada y el partido continuó. Lo observaba todo fascinada, sin apenas escuchar a Clifford, que le explicaba las reglas del polo y la terminología específica.

Pero unos minutos después, quedó claro que algo le pasaba al caballo del príncipe.

—¡Dios mío! —exclamó Clifford, cuando el animal empezó a dar brincos y trotar hacia delante y hacia atrás, fuera de control, para pronto empezar a corcovear.

Eliza se fijó en la expresión que invadió el rostro del príncipe Jayant, una mezcla de enfado y desconcierto, en la que parecía prevalecer el segundo. Tanto los británicos como los indios empezaron a murmurar y, pronto, a dar gritos, al ver que la silla de Jayant comenzaba a deslizarse hacia un lado y, en cuestión de segundos, el príncipe quedaba tendido de espaldas en el suelo mientras el caballo echaba a correr, desbocado. El resto de los jugadores se quedó paralizado y el público observó con horror la escena mientras dos mozos de cuadra salían corriendo tras el caballo. Eliza contuvo la respiración y agarró del brazo a Clifford cuando el animal arremetió contra el grupo de hinchas indios, muchos de los cuales gritaron y agitaron los brazos, aterrorizados, mientras otros escapaban corriendo. De pronto se oyó un grito agudo y una mujer cayó de espaldas, chocando contra la barandilla. Mientras el caballo coceaba una y otra vez, Eliza sintió en sus carnes el miedo de todos los presentes. La gente seguía corriendo para apartarse, pero la mujer, que ahora estaba tumbada en el suelo y había dejado de gritar, no movía ni un músculo.

Eliza vio que el médico que Clifford le había señalado antes salía corriendo y se ponía en cuclillas junto a la mujer.

Cuando los mozos por fin consiguieron retener y calmar al caballo desbocado, dos hombres con una camilla de lona saltaron al campo y se llevaron a la mujer, seguidos por el médico. Mientras tanto, el príncipe se levantó con dificultad y se sacudió el polvo, aparentemente ileso pero con el rostro lívido, y salió del campo, con los mozos y el caballo detrás. Los dos hombres con las cimitarras a la cintura lo siguieron y Eliza se dio cuenta de que debían de ser sus guardaespaldas.

La fotógrafa que llevaba dentro estaba entrenada para fijarse en todos los detalles de una escena y reparó en un indio, seguramente un mozo de cuadras, pensó, que salía con aire casi furtivo de los establos, rodeaba la grada india por la parte trasera y se dirigía hacia otro hombre. El segundo hombre era alto y tenía un porte regio. Le dio una palmadita en la espalda al mozo de cuadras y sonrió con ganas. Le pareció un gesto extraño, teniendo en cuenta que el príncipe acababa de resultar herido. A pesar de la tensión que se mascaba en el ambiente, Eliza se percató de que dos de los hinchas británicos reían con disimulo, intercambiaban miradas y se guiñaban el ojo.

—¡Menudos idiotas! No sé qué gracia le ven a lo ocurrido —dijo—. Ni siquiera sabemos si esa pobre mujer ha sobrevivido.

—Pronto nos enteraremos, de boca de Julian Hopkins —le aseguró Clifford.

Mientras tanto, los británicos hablaban animadamente, despreocupados, nada atemorizados y al parecer sin ganas de irse. Pero los hinchas indios estaban cabizbajos y murmuraban. Varios empezaban a dar la espalda al campo y alejarse.

—Habrá que suspender el partido —dijo Eliza, segura de que así sería.

—No —dijo Clifford—. Mira. Ya se acerca el suplente del príncipe. Está permitido que juegue un suplente en caso de lesión.

—¿En serio? ¿No te parece bastante insensible?

—El espectáculo debe continuar, Eliza.

Miró a su alrededor y se dio cuenta de que la ansiedad que se había apoderado del público empezaba a disiparse. Esperaba que la mujer hubiese sobrevivido.

—Pero ha sido una cosa rara —continuó Clifford—. De lo más rara. Nunca he visto nada parecido. Aunque con el príncipe fuera de juego, supongo que ganaremos el partido. Algo es algo. Dudo que vaya a salir con otro caballo después de lo ocurrido.