6
UNA NOCHE, POCO después de su encuentro con Indi, Eliza miró por una de las ventanas del pasillo que no estaban cubiertas por una celosía o jali y descubrió un patio en el que estaban desperdigados cantidad de utensilios. La pálida luz de la luna cubría de plata los cuencos, las cazuelas y toda clase de recipientes, que estaban tirados en el suelo, cerca de las cocinas. Esta exhibición nocturna de cacharros acrecentó su sensación de que nunca llegaría a comprender su nuevo mundo ni lo que significaba ser un rajput.
Y por la mañana, cuando se enteró de que Clifford había llegado al castillo, no pudo evitar pensar que el británico estaba a punto de alterar su frágil equilibrio. Una criada la condujo hasta una pequeña salita que estaba en el mismo pasillo que separaba las dependencias de los hombres de las de las mujeres. Al poco, Clifford entró con una caja grande y plana bajo el brazo y, de forma totalmente inesperada, se puso cómodo, plantando los pies sobre el mullido diván de terciopelo.
—He venido para ayudarte a prepararte para el durbar de gala —anunció, con su sucinta forma de hablar, y empujó con el índice los anteojos de alambre que se le deslizaban por el caballete de la nariz. Estaba claro que tenía tendencia a sudar, sobre todo cuando llevaba un pesado traje de lino, y le brillaba la frente. Se sacó del bolsillo un pañuelo blanco y se enjugó la piel—. Será un espectáculo de lo más llamativo, y se celebra dentro de un par de días. Será una fiesta extravagante, con toda la pompa y ceremonia habituales y cantidad de asistentes.
—¿Tengo que ir?
—Y yo que pensaba que te ibas a alegrar. Estará Dottie.
Eliza respiró hondo y, en un arranque de valentía, decidió exponer su caso.
—Bueno, me gustaría volver a verla, pero la verdad es que quiero marcharme del castillo.
—¿Para vivir en la ciudad?
Ella asintió.
Clifford negó con la cabeza, aunque no parecía demasiado disgustado.
—Lo siento, pero es imposible. La casa de invitados está cerrada.
Eliza suspiró con fuerza. No iba a ponérselo fácil.
—Aquí no tengo privacidad. Me siento observada en todo momento.
—Y lo estás. Con esta clase de gente, es una lucha constante. —Hizo una pausa y le tendió la caja. Al hacer el gesto, se le subió la pernera del pantalón y Eliza vio que tenía la piel de un blanco lechoso, cubierta de vellos pelirrojos. Estaba claro que se achicharraría con solo ponerse al sol—. Pero nunca olvides que somos nosotros los que construimos el imperio. —Hizo una breve pausa, como para que Eliza pudiera asimilarlo—. Cambiando de tema, tengo algo para ti.
—No entiendo. ¿De parte de quién?
Clifford sonrió, satisfecho de sí mismo.
—Digamos que es un regalito de mi parte, para que te adaptes a tu nueva vida.
Eliza cogió la caja, la dejó sobre la mesa, desató lentamente el cordel que la envolvía y abrió la tapa. No pudo evitar un pequeño grito de asombro al ver un vestido de gala de un precioso e intenso tono verde azulado.
—Tu madre me dijo que es tu color favorito.
Eliza frunció el ceño.
—¿Cómo supiste mi talla? ¿También te lo dijo mi madre?
—Es de seda —dijo, ignorando su pregunta—. ¿Te gusta?
—Es precioso.
—Si te parece demasiado revelador, hay un chal a juego; bordado a mano con hilos de oro, nada menos. Puedes echártelo por los hombros.
—No sé qué decir.
Se produjo un breve silencio mientras Clifford se levantaba y se acercaba a la ventana. Si lo hacía para darle tiempo a pensar, se lo agradecía. Puede que se hubiese equivocado con él: tal vez fuese más sensible de lo que pensaba. Pero no podía aceptar un vestido así de un hombre al que apenas conocía. Y si lo aceptaba, ¿qué diría eso de ella? Pero, por otra parte, nunca había poseído nada tan glamuroso y la tentación era casi irresistible.
—Háblame del durbar —dijo por fin, para darse tiempo—. ¿Para qué se celebra?
—Antiguamente, los estados principescos celebraban dos durbares importantes. Uno era un evento político en el que el maharajá y sus ministros daban audiencia para decidir los asuntos de estado y el otro era un acontecimiento social, un espectáculo para recibir visitas y exhibir la riqueza y magnificencia de la corte del príncipe.
—¿Y este es de los segundos?
—Sí. Ya que llevamos la mayor parte de la administración en cooperación con el príncipe Anish, lo único que se necesita es un suntuoso durbar para recordar a la gente el esplendor de Rajpután. —Clifford sonrió, orgulloso—. Hemos conseguido separar la parte administrativa de la ceremonia. No podemos permitir que esta gente cree el caos.
Eliza seguía sin entender por qué los príncipes habían renunciado a gran parte de su poder firmando tratados con los británicos y quiso preguntárselo, pero ya había tenido suficiente Clifford por un día. Lo único que sabía era que la India británica ocupaba unas tres quintas partes del continente y que el resto estaba compuesto por 565 estados principescos bajo dominio británico «indirecto».
—No puedo aceptar un regalo así de ti —dijo, en tono rotundo.
—Me temo que no tienes otra opción.
Para no discutir con Clifford, cambió de tema.
—¿Sabes por qué sacaron docenas de cacerolas al patio anoche?
—Me importan un comino sus extrañas y exóticas costumbres. Pero supongo que será por los rayos de la luna, o alguna sandez de ese tipo. —Se acercó a la puerta—. Por cierto, ¿qué piensas de Laxmi?
—Es muy amable.
—Será mejor que te andes con ojo. Si ves cualquier cosa que te parezca sospechosa, infórmame directamente a mí.
—¡Vaya! ¿Como qué?
Se encogió de hombros.
—Nada en concreto. Solo es un consejo de amigo.
—Clifford, estaba pensando en montar una pequeña exposición con algunas de las mejores fotografías. ¿Te parece bien? ¿Tal vez en octubre, cuando mi año aquí esté a punto de terminar?
—No veo por qué no. ¿Has pensado dónde quieres organizarla?
—Todavía no. Esperaba que pudieses aconsejarme sobre el local.
—Bueno, ya veremos. Pero primero consúltame las fotos que quieras incluir. No quiero dar una impresión equivocada del imperio. En fin, nos vemos la noche del durbar. Procura dejar bien alto el pabellón británico.
—Eso haré.
—Francamente, estoy deseando verte con ese vestido. Bueno… menos mal que el zenana y el mardana están separados.
—¿El mardana?
—Las dependencias de los hombres, querida. A mis ojos, siempre estás preciosa, pero con ese vestido serás todo un regalo para la vista. Tendré que tenerte bien vigilada.
COMO CLIFFORD LE había dado una idea de lo que podía esperar, la noche del durbar se tomó su tiempo para arreglarse y, después de ponerse su sedoso regalo, Kiri, la criada, entró a cepillarle el pelo.
—Cien pasadas —le susurró. Ni más ni menos. Casi podía oír la voz exigente de su madre en sus oídos mientras Kiri le enhebraba relucientes cristales en el pelo.
La asaltó el recuerdo de cuando era pequeña y le cepillaba el pelo a Anna. Cuando Eliza le preguntó por qué estaba tan triste, su madre le contestó con silencio, hasta que notó que unas cálidas lágrimas le caían sobre la mano. Aunque Eliza no sabía qué hacer ni cómo consolar a su madre, hacía lo posible por conectar con ella. Pero Anna retiró la mano y ninguna de las dos dijo nada más. Aquel momento insignificante se había enquistado en la mente de Eliza, que nunca había llegado a entender qué había provocado la melancolía permanente de su madre, exceptuando, por supuesto, la muerte de su marido.
Cuando se miró al espejo, le sorprendió ver hasta qué punto los colores de pavo real del vestido de seda le iluminaban los ojos, que resplandecían tanto como los cristales que le adornaban el cabello. De hecho, su melena, que llevaba suelta sobre los hombros, brillaba como cobre bruñido contra la blancura cremosa de su piel. La criada le recogió el cabello en un moño suelto y la maquilló al estilo indio, aunque de forma más sutil, delineándole los ojos en gris y dándole un toque de color en los labios y las mejillas.
Justo cuando Eliza estaba lista para salir de la habitación, entró Laxmi y le dio una orden a Kiri, que se retiró discretamente. La maharaní observó a su invitada y sonrió.
—Eres preciosa. ¿Por qué ocultas tu luz, hija mía?
—Yo…
—Te he hecho sentirte violenta. Disculpa. Pero vas a tener que cubrirte los hombros.
—¡Oh! Casi lo olvido —dijo Eliza, y se acercó al armario, donde estaba colgado el chal. Lo sacó y lo levantó para que Laxmi lo viese.
La maharaní lo acarició con los dedos.
—Es un trabajo exquisito. ¿De dónde lo has sacado?
—Me lo ha regalado Clifford Salter.
—Es todo un caballero, y un hombre honrado. ¿No es eso lo que dirían los británicos?
—Supongo.
—Puede que no sea el hombre más guapo sobre la tierra —Laxmi la miró de arriba abajo—, pero sería un buen partido.
—Ni estoy en el mercado ni busco marido.
—¿No busca toda mujer un buen marido?
Eliza sonrió.
—¿Eso cree?
Laxmi suspiró y Eliza intuyó su melancolía.
—Yo tuve suerte. Tuve un matrimonio muy feliz con un hombre maravilloso. Me trataba como a una igual, algo nada frecuente en la corte. Pero ahora hablemos de ti. ¿Qué esperanzas y expectativas tienes? Aunque no estés buscando marido, hay muchas clases de amor. Y sin amor, tu corazón estará vacío.
—Por ahora tengo el amor por mi trabajo.
Laxmi sonrió.
—Así es. Y ahora ven, te mostraré el mejor lugar para ver la procesión. Las pocas mujeres con ideas modernas debemos mantenernos unidas, sobre todo en los tiempos que corren.
—Gracias.
—Vas a necesitar a todos los amigos que puedas hacer, y no olvides lo que te he dicho de Clifford Salter. Una mujer blanca casada en la India tiene más libertad que una soltera.
—Lo recordaré… Esperaba que pudiera hablarme de las campanas que oigo todos los días. Sé que son las campanas de un templo.
—Nos convocan a nuestras oraciones, pujas las llamamos. Te habrás dado cuenta de que aquí, en Rajpután, todo lo que hacemos se convierte en alguna clase de ritual o rito porque, en cierto sentido, los dioses a los que rezamos simbolizan las distintas fuerzas que están presentes en nuestras vidas. No distinguimos entre lo sagrado y nuestra vida diaria. Para nosotros, las dos cosas son una sola.
—Ya veo. Es muy distinto de Inglaterra.
—Sí, me lo imagino. Bueno, disfruta de la noche.
La maharaní se giró, dispuesta a irse.
—Espere, Laxmi —dijo Eliza—. Si no le importa, me gustaría ir a una de las aldeas para fotografiar a la gente del pueblo.
—Considéralo hecho.
LA GALERÍA CON columnas que flanqueaba la entrada principal al castillo estaba iluminada por antorchas colocadas sobre urnas de mármol, cada una custodiada por un criado vestido de blanco. Cuando Laxmi la dejó sola, Eliza se asomó a un balcón y vio una larga fila de howdahs de oro y plata a lomos de elefantes enjoyados y pintados que subían pesadamente por la colina, tras dejar atrás un muro engalanado con guirnaldas de flores. Cuando se detuvieron, Eliza ahogó un grito de asombro, pero no por el fastuoso espectáculo que se desarrollaba a sus pies. Por un breve pero estremecedor momento volvió a tener once años y a encontrarse en otro balcón, desde el que había intentado saludar a su padre. Los ojos se le llenaron de lágrimas y parpadeó, esforzándose por retenerlas. No podía permitir que el recuerdo la abrumase ahora. Llevaba años blindándose contra su debilidad, practicando la disciplina, haciéndose fuerte por dentro y por fuera. No podía fallar ahora.
—¿Eliza?
Se dio la vuelta y vio a Jayant vestido con un angharki o túnica negra, decorada con hilos de oro y con un pronunciado escote en la parte delantera. Sus dientes destacaban, muy blancos entre sus labios oscuros y su piel lustrosa, y el abanico de patas de gallo que tenía en torno a los ojos se hizo más profundo cuando sonrió al verla. Se quedó completamente quieto, mirándola fijamente, y Eliza le devolvió la mirada durante un instante que le pareció interminable. Cuando parpadeó, Eliza se dio cuenta de que este hombre era verdaderamente auténtico, y de que algo la afectaba profundamente. Abrió la boca para hablar, pero no le salieron las palabras. Pero entonces el momento pasó y, avergonzada de que Jay hubiese visto su debilidad, se secó bruscamente las lágrimas con el dorso de la mano y dio un paso atrás, intentando desesperadamente pensar en algo que decir para justificar una reacción tan emocional.
—Es preciosa —se las arregló para decir—. La procesión.
—Y tú también. ¡Quién lo habría pensado! Retiro todo lo dicho sobre tu pelo.
Eliza parpadeó rápidamente. Por favor, que no fuese amable con ella.
—¿Me permites que te acompañe al salón?
Eliza asintió con la cabeza, aliviada de que aquel momento tan violento hubiese pasado, pero insegura al no saber qué consecuencias tendría hacer su entrada del brazo del guapo príncipe.
Mientras se dirigían hacia la amplia escalera de mármol que comunicaba con la sala del durbar, Eliza se tranquilizó y trató de relajarse. Se sentía el blanco de todas las miradas y no podía evitar estar nerviosa al tenerlo tan cerca, y no solo por lo que pensarían los demás. Resultó que sus dudas en ese sentido no eran infundadas, porque, mientras bajaban la escalera, notó que Indira la observaba. La chica llevaba un deslumbrante traje escarlata, pero Eliza se preocupó al ver que entrecerraba los ojos con una hosca expresión de envidia. Estaba claro que Indira estaba enamorada de Jay, y aunque Eliza observó la reacción de él por el rabillo del ojo, apenas pareció fijarse en Indi. ¿Sería culpa de Jay por haber dado esperanzas a la chica? ¿O la adoración de Indira habría surgido de tantos años de amistad y cercanía? Eliza esperaba que fuese lo segundo.
Cuando los elefantes dejaron en el suelo su carga de nobles y aristócratas y sus criados, la guardia del castillo, que llevaba la librea de gala, condujo a los invitados hasta la sala del durbar. En un extremo, había un escenario, donde una orquesta ya estaba tocando música de estilo occidental, y mientras todos esperaban al maharajá y a su esposa, Eliza se meció al ritmo de la canción. Cuando apareció Anish, que lucía una deslumbrante colección de joyas sobre una kurta de satén azul oscuro, la sala quedó en silencio, como si todos los asistentes contuviesen el aliento. Lo seguía Priya, con los ojos bajos. Llevaba una falda rosa claro, un corpiño y un chal a juego. Multitud de brazaletes con incrustaciones de piedras preciosas le cubrían los brazos hasta los hombros y le adornaban los tobillos.
Los miembros de la familia real se sentaron en los cojines de satén que cubrían sendos tronos de ébano y plata dispuestos sobre un estrado, en el extremo opuesto al de la orquesta. Una vez se pusieron cómodos, Laxmi, Jay y las hijas del maharajá se unieron a ellos en la tarima. La multitud, compuesta por unos doscientos nobles y familias importantes venidos de todo el estado y de un puñado de residentes de la ciudad, prorrumpió en vítores y la orquesta empezó a tocar una animada melodía.
Los criados despejaron un espacio en el centro de la sala y el espectáculo indio comenzó con un dholak, una cantante que tocaba el tambor. Luego salieron las bailarinas gitanas, que ejecutaron giros y piruetas con una gracia extraordinaria. Eliza había buscado a Dottie con la mirada, pero, por lo visto, su amiga y Julian no habían venido. En cualquier caso, a pesar de los dolorosos recuerdos que le había traído la procesión, Eliza estaba disfrutando mucho de la velada. La gente la había tratado con amabilidad y no se sentía como el pez fuera del agua que había temido ser. En un momento dado, vio a Indira y a Jayant hablando, con las cabezas inclinadas y muy juntas. Cuando Indira dio media vuelta y salió huyendo de la habitación, Eliza la compadeció. Decidió ir a ver si la chica estaba fuera.
Esperaba encontrar a Indi en uno de los columpios altos hechos expresamente para las mujeres. Eran típicos de la región y había varios en los patios del castillo, pero esa parte del jardín estaba vacía, así que se dirigió a un rincón tenuemente iluminado y perfumado por un jazmín. El aire era más fresco de lo que esperaba y, echándose el chal sobre los hombros, contempló las estrellas. La invadió la misma sensación de magia que había experimentado en la azotea del palacio de verano, como traída por la brisa ligera, y deseó algo que no supo definir. Había cerrado el corazón al amor y dedicado toda su energía a salir de sí misma y a aprender a captar la esencia de una escena en un momento pasajero. Y cuando lo conseguía, era algo divino.
Cuando se giró, dispuesta a volver a entrar, vio a Clifford, que se le acercaba con paso un tanto inestable.
—Eliza. Eliza —dijo—. Mi querida, querida niña. ¿Qué haces aquí fuera?
—Podría preguntarte lo mismo.
—Estaba buscándote. —Clifford se quedó quieto un momento y después se le acercó, lanzándole una mirada curiosa y hablándole en voz baja—. ¿Te has fijado en algo interesante últimamente?
Eliza miró al suelo un momento antes de levantar la cabeza.
—¿A qué te refieres?
—A que Chatur se está comportando.
—Supongo que tienes razón, aunque sigue siendo un poco entrometido.
Clifford se echó a reír.
—Típico de Chatur… ¿Ves mucho a Anish y a su esposa?
Eliza frunció el ceño.
—La verdad es que no. ¿A qué viene todo esto?
—Solo quería darte conversación, querida. ¿Te apetece que demos un paseo?
—Por supuesto.
Mientras caminaban bajo las lámparas de aceite que iluminaban el estrecho sendero, se mantuvieron en un silencio incómodo. Eliza se preguntaba qué decir cuando Clifford empezó a hablar en un tono de voz más grave.
—Eliza, te conozco desde que eras pequeña y vivías en la India.
—Sí.
—Aunque es verdad que no te vi mucho mientras te hacías mayor en Inglaterra.
—Viniste a casa una vez. Lo recuerdo.
—¿Tienes idea del cariño que te estoy cogiendo?
—Vaya, me siento halagada. —Eliza tomó aliento y se dio algo de tiempo para pensar—. Has sido muy amable conmigo, Clifford. Soy consciente de ello, pero no te conozco lo suficiente y tú no me conoces, o al menos no conoces a la mujer que soy ahora.
—Eliza, ¡no estoy hablando de amabilidad! Me gustaría que nos conociéramos mejor, ¿entiendes?
Era algo con lo que Eliza no contaba, pero ¡qué perspicaz había sido Laxmi y qué estúpida había sido ella por no haberlo visto venir!
Clifford se inclinó hacia ella y Eliza, al percibir el olor a whisky y a humo de puro en su aliento, dio un paso atrás, temiendo que pudiera intentar besarla.
—Eres una mujer muy atractiva. Sé que no hace mucho que perdiste a tu marido, pero...
Eliza lo interrumpió.
—Lo siento, Clifford, pero no estoy preparada.
Él debió de fijarse en la expresión de su rostro, porque extendió una mano y la agarró delicadamente del hombro.
—Jamás te metería prisa. Solo quiero que me des una oportunidad, que intentes conocerme. Es lo único que te pido.
—Por supuesto.
—¿Es porque soy mayor que tú? ¿Ese es el problema? Porque los hombres siempre podemos tener hijos y todavía no he cumplido los cincuenta y...
Consciente de que sería mejor cortar su discurso, Eliza lo interrumpió.
—Clifford, te aprecio mucho… —Hizo una pausa, pensando en el tobillo blanco y los vellos pelirrojos que había entrevisto, pero entonces reparó en la tristeza que se reflejaba en sus ojos.
—¿No sería un buen comienzo? El aprecio, quiero decir.
Eliza no quería hacerle daño ni ofenderlo, pero fue incapaz de hablar por un momento.
—Bueno, solo quería declararme. Te agradecería que pensaras en lo que te he dicho. Puedo darte un bonito hogar y soy un hombre honrado, no como… —Hizo una pausa.
—¿No como?
—Da igual. No importa. Tú piensa en lo que te he dicho. Mis intenciones son completamente sinceras.
—Como te he dicho, me siento halagada.
—Por favor, ten en cuenta que no hay muchos británicos entre los que elegir aquí, en la India. ¿Has pensado en el futuro? ¿En lo que harás cuando termines el proyecto?
—Todavía no.
—Pues deberías. En cualquier caso, espero poder convencerte de que solo deseo tu bien.
Mientras se alejaba, Eliza se acercó a un estanque cuadrado rodeado de velas. En torno a este, había unas pequeñas carpas de muselina con un lado abierto y orientado hacia el agua, cada una con espacio suficiente para dos personas. Se dirigió a la más alejada y se dejó caer sobre uno de los mullidos almohadones de seda. Oyó una fuerte explosión y de pronto los fuegos artificiales iluminaron el cielo. Al principio, Eliza se tensó al oír el ruido, pero decidió dejarse llevar por el espectáculo; cuando terminó, a punto de llorar por segunda vez en la noche, esta vez sin siquiera entender por qué, contempló cómo el reflejo de la luz de las velas bailaba sobre el agua y se sintió abrumada por la soledad.
Vio que Jay caminaba solo y aparentemente absorto en sus pensamientos al otro lado del estanque. Cuando levantó los ojos y la vio, Eliza volvió a sentir la misma conexión que había experimentado justo antes de bajar juntos las escaleras hasta el salón del durbar. Jay rodeó el estanque para acercarse a ella y, cuando llegó a la tienda, sonrió y le preguntó si estaba bien, sola. Eliza asintió con la cabeza y Jay pareció dudar, pero le hizo una reverencia y se alejó.