37

ELIZA PASÓ UNA noche inquieta en casa de Dottie, en la que soñó desde que se quedaba atrapada en un arrasador incendio en el desierto hasta que buscaba los caramelos que su padre llevaba escondidos en los bolsillos; solo que, al alzar la vista, no veía el rostro de su padre, sino el de Chatur. Dicen que nos enfrentamos a nuestros problemas en sueños, pero los problemas de Eliza eran demasiado numerosos como para poder resolverlos jamás. Aun así, se levantó con una decisión firme: tenía que hablar con Indi, aunque la idea la inquietase.

Después de escoger las fotografías que quería enmarcar, fue al castillo y una vez más se maravilló ante las enormes fortificaciones que surgían de la pared rocosa bajo un cielo amarillento y ante las incontables almenas, que parecían extenderse kilómetros y kilómetros. Mientras un criado de librea la conducía por largos pasillos con las paredes de estuco pulido, que relucían discretamente como cáscaras de huevos, seguía sin saber si Indi estaría en el castillo o si habría regresado a la aldea. Atravesaron un florido patio rodeado por una galería de mármol con fuente que brillaba bajo el sol en el centro, hasta entrar en una parte del castillo que Eliza no conocía. Aquí el aire olía menos a jazmín y más a cardamomo y especias. El hombre le explicó que estaban en el huerto donde se cultivaban las hierbas aromáticas y las verduras y que aquella parte del castillo se encontraba detrás de las cocinas.

—Por aquí —dijo cuando llegaron al último patio, y la condujo hasta unas escaleras semiocultas en la pared. Empezaron a subir y al final de la larga escalera atravesaron una desconcertante serie de patios interconectados, rodeados por altas tapias y decorados con arcos lobulados en todos los lados. Cuando llegaron a un pequeño edificio en forma de torreón, abrió una puerta que daba a otra empinada escalera de caracol.

—¿Por aquí? —preguntó Eliza, que empezaba a sentirse algo inquieta.

El hombre asintió y empezó a subir. Una vez arriba, hizo sonar una campana que colgaba de la pared junto a una puerta azul claro. Eliza no sabía qué esperar, pero pronto oyó el tintineo de las pulseras que llevaba en el tobillo, y, cuando apareció la propia Indi, la invadió una oleada de alivio.

—¿Estas son tus habitaciones? —dijo, sorprendida.

—Mi habitación.

—¿Por qué aquí arriba?

—Pasa y lo verás.

Eliza siguió a Indira y entró en una sala que habría sido octogonal si no fuera porque una de las paredes daba al edificio principal. Acalorada de la preocupación como estaba, agradeció la brisa fresca que soplaba por las cinco ventanas, estrechas pero muy altas. La habitación de Indira no se parecía en nada a los pasillos sombríos del zenana, que estaban divididos en distintos apartamentos para Laxmi, Priya y las concubinas. Era un lugar encantado, inundado de luz y de aire fresco. Hipnotizada, Eliza se sintió en el séptimo cielo.

—Antes era una torre vigía —explicó Indira—. Ven, te enseñaré la vista.

Eliza se acercó a una de las ventanas y vio un magnífico panorama de la ciudad, que se extendía bajo el torreón, y de las llanuras, que llegaban hasta donde alcanzaba la vista.

—Es pequeño, pero me encanta vivir aquí arriba. Desde que acristalaron las ventanas, no he querido estar en otro sitio.

Los únicos muebles eran un charpoy o cama de colores cubierta de almohadones, una alfombra, un baúl y varios pufs cuadrados tirados por el suelo.

Indira le hizo gestos de que se sentara, pero, no queriendo alejarse de la ventana, Eliza se quedó donde estaba para disfrutar de la vista. Desde allí arriba, se oían el tintineo de los cencerros de las cabras, llevado por el viento, y el murmullo de los árboles, que se mezclaba con la embriagadora fragancia a rosa y jazmín que se elevaba desde el patio. Vio algunas salpicaduras de vivos colores a lo lejos y se dio cuenta de que eran los mantones de las mujeres, que ondeaban en los tendederos mientras se secaban al sol.

Cuando se alejó a regañadientes de la espectacular vista, se volvió hacia Indira y la miró un momento antes de sentarse en uno de los pufs.

—Ya veo por qué te encanta estar aquí —dijo.

Pero lo que de verdad quería decirle era: ¿cómo te atreves a ser hija de mi padre? Sabía que tratarla con insolencia solo le pondría las cosas más difíciles, pero apenas había empezado a desentrañar sus emociones encontradas.

Indira tampoco decía nada, sino que esperaba, sentada, doblando y volviendo a desplegar el largo chal con el que a menudo se cubría la cabeza. Hoy llevaba una falda y una blusa sencillas con unas sandalias y tenía el pelo suelto. Parecía una princesa que viviese en un torreón, pensó Eliza, una damisela que esperara a un príncipe que la rescatase, y en muchos sentidos es lo que era. Una oleada de lástima se apoderó de Eliza. Esta chica menuda, de manos y pies diminutos, no había tenido una infancia fácil. Su abuela había hecho todo lo posible para remediar la ausencia de su madre y de su padre, pero ¿habría sido suficiente?

En aquel momento, Indi empezó a hablar.

—Entonces ¿lo sabes? Te lo veo en los ojos.

Puede que Indi hubiese intuido que empezaba a ablandarse, pensó Eliza, puede que hubiera visto una puerta abierta que la propia Eliza no había podido o querido encontrar. Se clavó una uña en la parte carnosa de la palma de la mano.

—No puedo hablar de eso.

Permanecieron en silencio varios minutos, durante los cuales Eliza escuchó los sonidos del mundo exterior que, de vez en cuando, entraban por los altos ventanales.

—Háblame de tu infancia —dijo por fin.

—Si te refieres a nuestro padre...

Eliza se estremeció visiblemente.

—Lo siento.

—No. Sigue.

—No me acuerdo de él.

—¿Y de tu madre?

—La última vez que la vi no había cumplido los tres años. Creo que era bailarina, pero mi abuela nunca hablaba de ella. Me dijo que había deshonrado a la familia. Tuve suerte de que mi abuela me aceptara.

Se hizo otro silencio incómodo. A ninguna de las dos les resultaba fácil tener esta conversación, y aunque Eliza sabía que había hecho bien en venir, al mismo tiempo deseó estar a kilómetros de distancia. O, por lo menos, en un sitio donde no tuviera que enfrentarse a la verdad.

—Entonces —dijo— ¿piensas quedarte en el castillo?

—No voy a volver a la aldea.

—¿Y Jay va a permitir que te quedes?

Lo había conseguido: había pronunciado su nombre sin rastro de emoción. En tono neutro.

—Bueno, supongo que la respuesta es sí.

Eliza se encogió de hombros y la compasión que había sentido por un momento volvió a convertirse en resentimiento.

—Hay algo que quería preguntarte —dijo, cambiando de tema—. El frasco de ácido pirogálico que robaron del cuarto oscuro. Tú no… bueno, quiero decir, tú no tuviste nada que ver con la muerte de Anish, ¿verdad?

Indi la miró con los ojos muy abiertos y se echó a reír.

—¿Me estás preguntando si maté a Anish para que Jay fuera maharajá y lo tuyo con Jay terminara?

La reacción franca de Indi hizo que Eliza se avergonzase de haberlo pensado.

Indi negó con la cabeza, entre risas y con los ojos llenos de lágrimas.

—No soy ninguna asesina, Eliza. Puede que sea muchas cosas, pero eso no. Aunque tengo que admitir que rompí tu cámara.

Eliza la miró, boquiabierta.

—Me hiciste mucho daño.

—Lo siento. Pensé que así te marcharías.

—Creí que éramos amigas.

—Lo siento. —Miró hacia abajo un momento—. Entonces no sabía quién eras.

—Y no te importó hacerle daño a alguien que no era tu... —Se detuvo, incapaz de pronunciar la palabra—. Bueno, ¿robaste el ácido?

—Chatur me lo pidió.

—Pero ¿para qué?

—Para ponerte en un aprieto. Para que pensasen que eras un peligro para todos nosotros.

—Así que fue Chatur.

Indi asintió con la cabeza.

—Tengo muy poco poder en palacio, ¿sabes? Necesitaba a Chatur. Siento mucho no habérselo dicho a Jay. Y ahora Priya tiene las miras puestas en él…

Eliza se quedó pasmada.

—¿Priya?

—Está acostumbrada a ser una mujer poderosa en la corte, y es normal que una maharaní se case con el hermano de su esposo tras la muerte de este.

—¡Dios mío! No lo sabía. Pero él la detesta.

—¿Sigues sin entenderlo? A pesar de todo el vigor y la fuerza de Jay, para nosotros el matrimonio no tiene nada que ver con enamorarse, como lo llamáis los británicos… Aquí lo importante es el deber y la familia. Nuestros matrimonios son concertados.

Eliza suspiró. ¿Alguna vez llegaría a entender la India?

—¿Y qué pasa con el amor? —preguntó.

—La gente acaba cogiéndose cariño. Y así los matrimonios duran.

—Pero ¿quién podría concertarte un matrimonio a ti?

Indi negó con la cabeza.

—Me gusta Dev, pero no tengo dote, solo la casa de mi abuela. Y ya la has visto. Es una choza de adobe, sin ningún valor. Estoy completamente sola en este mundo y supongo que siempre lo estaré.

Eliza asintió y de repente se dio cuenta de lo importante que debía de ser para Indi que Chatur fuese su aliado. Sin estatus ni poder propios, la verdad era que no tenía otra opción. Pero Eliza decidió que tenía que decir algo sobre su relación con Jay. Había sido más que un simple amor romántico. Eliza lo sabía, Jay lo sabía, y quería que Indi también lo supiera.

—Quiero a Jay —dijo—. Y siempre lo querré.

—Y él a ti, estoy segura.

—Pero ¿y Priya? La idea me revuelve el estómago.

—Lo único que puedo decirte es que Jay siempre nos ha sorprendido. Tiene sus propias opiniones sobre la vida y siempre se guía por lo que considera correcto.

—¿Sea lo que sea?

Indira asintió, y Eliza se preguntó cómo hacer avanzar la conversación y cómo ayudar a la chica. Entonces se le ocurrió una idea.

—¿Estarías dispuesta a involucrarte en el movimiento independentista? —preguntó—. Todo va a cambiar para la gente de a pie. Ahora me doy cuenta de que el autogobierno es el único camino a seguir. Solo espero que se consiga pacíficamente.

—Bueno, Dev es de lo más convincente con ese tema. Me ha convencido de que el mundo que conocemos está a punto de llegar a su fin. Puede que no sea hoy ni mañana. Pero pasará.

Eliza sonrió.

—Supongo que no te refieres al fin del mundo, sino a la India británica.

—Sí, a eso; pero Dev cree que también desaparecerán los estados principescos. Por supuesto, la mayoría de los príncipes están luchando por conservar el trono, y no los culpo.

—Jay será un gobernante justo mientras exista el reino.

Se hizo una breve pausa, y Eliza adivinó lo que vendría a continuación.

—Háblame de él… Háblame de tu padre, Eliza. Por favor.

Respiró hondo y suspiró. Siempre le había encantado recordar a su padre, pero ahora sus sentimientos de amor estaban mezclados hasta tal punto con la ira y el resentimiento que no sabía por dónde empezar. Recordó el día en que la llevó a ver la caza del jabalí a caballo, que detestó con toda su alma. Había mucha sangre. Más tolerable, pensó al principio, sería el día en que la llevó a ver una cacería a pie. Esperaron subidos a una alta plataforma, pero cuando el virrey disparó a un precioso elefante, Eliza se echó a llorar, para vergüenza de su padre.

—Quería a mi padre —fue lo único que pudo decir.

—¿Y tu madre?

—La infidelidad de mi padre le arruinó la vida.

—Debes de estar resentida conmigo.

Eliza miró a Indi, tan sola en el mundo.

—Cuando Clifford me lo dijo, creí que iba a volverme loca.

Frenada por un débil recuerdo de su padre, hizo una pausa, preguntándose si sería real. Era demasiado pequeña para entender la importancia de ver a su padre de la mano de una mujer india.

—¿Estás enfadada conmigo? —preguntó Indi.

Pero Eliza, que intentaba seguir el hilo de sus pensamientos, no respondió.

—¿Estás enfadada conmigo? —repitió.

Eliza suspiró.

—Contigo, con mi padre, con Clifford por habérmelo dicho. Lo peor fue la furia que sentí contra mi madre por haber permitido que mi padre la destruyese. —Hizo una pausa—. Mi madre tenía un problema con la bebida.

—Lo siento.

—Y yo le echaba las culpas de todo. Creía que mi padre era perfecto. Menuda idiota. —Se puso en pie. La conversación empezaba a volverse demasiado dolorosa—. Creo que ya va siendo hora de que me vaya.

—¿Tan pronto? ¿Por qué no subes a la azotea a contemplar las vistas?

—¿Para que puedas tirarme de un empujón? —dijo Eliza, con una sonrisa.

Indi la miró sin comprender, pero se echó a reír mientras se levantaba.

—Nunca se sabe. Ven. Subir al torreón me ayuda a ver los problemas desde otra perspectiva. Y ahora, antes del mediodía, es el mejor momento.

Indi cogió de la mano a Eliza y la llevó por lo que describió como un atajo. Subieron un tramo de escalones y atravesaron la puerta que había al final. Al abrirla, fue como si de verdad estuviesen en la cima del mundo. Indi abrió los brazos y empezó a dar vueltas, riendo y gritando.

—Vamos, Eliza, tú también —dijo, sin detenerse.

Eliza vaciló un momento, pero no pudo resistirse y las dos empezaron a girar. Era de lo más emocionante y, cuando los pensamientos se disolvieron uno a uno y acabaron desapareciendo de su mente, Eliza se sintió libre. Empezó a girar más y más rápido, mientras el increíble paisaje daba vueltas a su alrededor, y se dio cuenta de que aquí, muy por encima de la ciudad, se podía perdonar todo y que esta chica que tenía tan poco era de su propia sangre.

Al oír el repiqueteo de las campanas vaciló y fue la primera en tropezar y caer al suelo, desmadejada. «Así es la vida —pensó—: igual te encumbra que te tira al suelo».

Miró a Indira, que seguía girando y gritando sin parar, y vio un águila, que volaba justo por encima de sus cabezas, atravesando el infinito y cegador cielo azul claro. Aunque tenía calor y estaba pegajosa, la brisa empezaba a secarle la piel, y en aquel momento, y a pesar de todo lo que le había pasado, supo que volvería a ser feliz algún día.

Cuando Indi dejó de girar, sin caerse, Eliza se levantó y se le acercó. Abrió los brazos y abrazó a su hermana. Cuando se separaron, Eliza miró a Indira a los brillantes ojos verdes.

—No estás sola —le dijo—. Siempre me tendrás a mí, bahán, y nunca volverás a estar sola. Te lo prometo.