26

ELIZA SE ASOMÓ a la ventana con la esperanza de ver llegar al mensajero procedente de Delhi con las fotografías terminadas. Aunque hacía un calor sofocante, le encantaba ver a los monos saltar de rama en rama y la vista de los tejados planos de la aldea dorada por el sol seguía dejándola sin aliento, como siempre. Las casas en forma de cubo que se apiñaban a los pies de las murallas de la fortaleza resplandecían bajo el calor del sol, que las había blanqueado casi por completo, y en el cielo plateado, bandadas de periquitos de un verde vivo zigzagueaban y descendían en picado.

Divisó un convoy de coches que serpenteaba por la colina. El primer vehículo hizo sonar el claxon y se detuvo, y Clifford y otro hombre se bajaron, ambos con trajes oscuros de aspecto formal. El coche de detrás también paró y salieron dos oficiales del ejército británico que se enjugaron la frente con sendos pañuelos blancos. La persona que iba en el tercer coche permaneció en el vehículo. Eliza, que seguía observándolos, vio cómo los hombres entraban en el castillo y quedaban fuera de su vista. Sin entender qué pasaba, bajó corriendo la escalera principal, evitando por poco tropezar con los últimos tres escalones.

No había nadie en el gran salón ni en el primer patio. De hecho, el castillo estaba sumido en un extraño silencio. Se sentó en uno de los enormes columpios, consciente del intenso perfume del jazmín que crecía en un rincón del patio, y agudizó el oído para ver si distinguía voces. Los aromas de la cocina ya impregnaban el aire con la fragancia del jengibre, el cardamomo y el cilantro. No quería salir de Rajpután ahora que se había acostumbrado al aire especiado y al perfume de las flores.

Jay y ella no habían hablado del futuro, aparte de asegurarse de terminar a tiempo la primera fase del proyecto, y por lo visto lo único que tenían que hacer para conseguirlo era firmar los papeles. Además, Jay le había prometido que la llevaría a Udaipur una vez terminada la primera etapa. La ciudad de los lagos era el mejor lugar para contemplar cómo el cielo se teñía de violeta y ver acercarse las nubes antes del aguacero. Imaginando el momento, cerró los ojos y los abrió justo a tiempo para ver a Jay caminando hacia la salida entre los dos oficiales británicos. Se giró hacia ella y formó con los labios las palabras «no te preocupes». Eliza se quedó paralizada. Por supuesto que se preocupaba. Jay andaba con la espalda muy recta y la cabeza alta, un príncipe de la cabeza a los pies, aunque los oficiales lo tenían agarrado por los codos. La escena la afectó profundamente y le quedó claro que acababan de arrestar a Jay. Se giró y vio a Laxmi, destrozada pero en pie junto a una Priya de aspecto triunfal. Se acercó corriendo a Laxmi.

—¿No podemos hacer nada?

—Solo confiar en los dioses.

Eliza se la quedó mirando.

—Es una locura. Tiene que haber algo que podamos hacer. Hablaré con Clifford Salter. Estoy segura de que nos ayudará.

—El que ha arrestado a mi hijo es tu querido señor Salter.

—Pero Anish dijo que esperaría a que firmase los papeles. Jay tiene que ir a Delhi mañana para firmarlos. ¿Cómo va a ir si está detenido? ¿Por qué no ha esperado Anish?

Laxmi se mordió el labio.

—Esto no tiene nada que ver con la hipoteca ni con las joyas. Han acusado a mi hijo de intento de sabotaje, de escribir panfletos incendiarios contra los británicos y de incitar a la rebelión, también contra los británicos.

Eliza la miró sin comprender.

—Es completamente ridículo. Jay nunca haría algo así. ¿Qué lo acusan de sabotear, exactamente?

—Su propio proyecto de riego.

Eliza casi se echó a reír.

—Son acusaciones sin sentido y lo sabes. Voy a ayudarle.

Y, dicho esto, dio un paso hacia adelante, con intención de salir corriendo tras los soldados y tras Jay.

Priya sonrió con suficiencia, pero Laxmi la cogió de la manga.

—No montes una escena ni nos hagas quedar en ridículo.

Eliza estaba furiosa.

—¿Es lo único que te importa? ¿No piensas reaccionar ante esta injusticia?

—Así no. Si corres tras ellos, estarás siguiéndoles el juego. Compórtate con dignidad y date algo de tiempo para pensar. Tienes mucho que aprender. Y ahora, ven conmigo.

Eliza dejó a Priya de pie en el patio y siguió a Laxmi. Cuando llegaron al zenana, Laxmi le hizo gestos de que la siguiera hasta su sala de estar. Le extrañó ver que Laxmi no se sentaba, sino que hacía sonar la campanilla y empezaba a andar de un lado a otro de la habitación. Eliza tenía un millón de preguntas que hacerle, pero se mordió la lengua por respeto a la maharaní. Que arrestaran a un miembro de la familia real era algo fuera de lo corriente, y la madre de Jay debía de estar preocupadísima. O eso, o furiosa. Quizá ambas cosas. Así que Eliza esperó a que Laxmi hablara. Después de unos diez minutos, llegó el té y Laxmi por fin se sentó.

—¡Creía que serías una buena influencia para mi hijo y mira lo que ha pasado!

Eliza no daba crédito a lo que oía.

—¿Crees que soy la culpable de su arresto?

—¿Recuerdas que una vez te dije que el señor Salter sería un buen marido para ti?

—Esa nunca fue una posibilidad.

Laxmi ignoró lo que le decía y siguió el hilo de sus pensamientos.

—¿Y también recordarás que te dije que había encontrado el partido perfecto para mi hijo?

Eliza la miró boquiabierta.

—¿Cómo puedes hablar de matrimonio cuando se han llevado a Jay a rastras, como a un vulgar ladrón?

—No se lo han llevado a rastras. Atengámonos a los hechos.

Y una vez más, Eliza tuvo que escuchar el sermón de Laxmi sobre las perspectivas matrimoniales de Jay y cómo le irían las cosas si se casaba con alguien de una clase inferior.

—¿Es que no te importa la felicidad de Jay? —dijo, cuando terminó.

La mujer sonrió.

—El amor romántico pasa tan rápidamente como la vida de una libélula. Lo que hace que un matrimonio sea sólido es provenir de un mismo ambiente. Ninguna relación sobrevive a demasiadas diferencias.

—Jay y yo no somos tan distintos.

—Sois lo bastante distintos. Puede que mi hijo crea que te quiere…

—¿Te lo ha dicho?

Laxmi no respondió.

—Como te decía, lo que cree sentir ahora es consecuencia de la lujuria, no del amor.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Porque yo misma lo experimenté.

Eliza respiró hondo y vació de golpe los pulmones.

—¿Podemos dejar de hablar de esto ahora, por favor? ¿Qué vamos a hacer para evitar que arresten a Jay?

—Ambas cosas están conectadas, querida. —Laxmi la miró a los ojos—. Me temo que el señor Salter tiene pruebas. Me mostró un panfleto escrito en la máquina de escribir de Jay. La letra «j» tiende a quedarse atascada y no funciona como es debido.

—Jay nunca haría algo así. Puede que otra persona entrase en su estudio.

—Sea como fuere, tienen argumentos para acusar a mi hijo y el daño está hecho.

—Pero no es justo —insistió Eliza, a punto de echarse a llorar.

—Este mundo rara vez lo es, querida. Pero me alegra ver que crees en mi hijo. Y tengo una idea para sacarlo de este lío. Si te digo lo que quiero que hagas, ¿me prometes obedecer al pie de la letra?

—Por supuesto. Haría cualquier cosa para ayudar a liberar a Jay.

—No te va a gustar.

Aunque se le pasaron toda clase de ideas por la cabeza, Eliza asintió

—No me importa. Dime lo que tengo que hacer.

—Tendrás que darte prisa, porque Priya se ha propuesto convencer a Anish de que te expulse del castillo. Tanto Priya como Chatur están en contra de ti, y los dos son muy estrechos de miras. Desde el principio, ninguno de los dos te quería en el castillo y ambos creen que has sido una mala influencia para Jayant. Y debo decir que, visto lo visto, me inclino por darles la razón en ese punto.

Se hizo una breve pausa mientras Eliza asimilaba las palabras de Laxmi.

—Bueno, mi idea consiste en que vuelvas a hablar con el señor Salter... y, quizás, algo más.

ELIZA OBSERVÓ A Laxmi mientras la mujer le explicaba su plan. Cuando terminó, no pudo hablar. Tenía que haber otra salida, ¿verdad?

Desconcertada por la idea de Laxmi, Eliza se marchó horrorizada y fue a su habitación a pensar. Pasó la mayor parte del resto del día mirando por la ventana de su dormitorio y preguntándose cómo había acabado en este atolladero. Recordó cada momento que había pasado con Jay. Estaba segura de que él correspondía a su amor: la trataba con una ternura y una pasión que nunca había experimentado. Lo único que deseaba era pasar el resto de su vida a su lado, algo que nunca había esperado sentir. Pensaba dedicar su vida a su trabajo. Pero Jay y ella se sentían cómodos juntos y estaban a gusto incluso en silencio, pero con un toque de incertidumbre que lo hacía todo más excitante. A veces se ponía tan tensa que casi parecía que intentaran hacerse pedazos el uno al otro mientras hacían el amor. Y esta energía parecía surgir de la necesidad abrumadora de entrar en el alma del otro de la única forma en que sabían, como si quisiesen hacerse uno. Otras veces, era dulce y delicado y el cuerpo de Eliza se relajaba con una languidez hasta entonces desconocida. Ahora, desnuda en su cama, supo que lo que impulsaba a Jay no era la lujuria. Él mismo se lo había dicho. Era la fuerza del destino.

Pero entonces, sin venir a cuento, recordó que le había dicho que quería una India libre, en la que los indios pudieran gobernar su propio país. ¿Habría escrito él los panfletos conflictivos, después de todo?

Mientras reflexionaba, llamaron a la puerta y se levantó de un salto: el ruido cortó el hilo de sus pensamientos desleales. Se sintió tentada de no contestar, pero, pensando que podrían ser noticias de Jay, se puso una bata y abrió la puerta.

—¿Indi? —dijo, cuando vio a la chica—. Tienes un aspecto terrible. ¿Le ha pasado algo más a Jay?

Indi negó con la cabeza. Tenía los ojos rojos, como si hubiese estado llorando.

—No. Es por mi abuela. Ha vuelto a ponerse enferma y tengo que irme. Me necesita…

—Siento mucho oírlo.

—Pero no he venido por eso. Tengo algo para ti —dijo, entregándole un sobre a Eliza.

Cuando Indi se marchó, Eliza echó un vistazo a la carta. El sello era inglés, pero la letra no era la de su madre. Abrió el sobre con un abrecartas y dentro encontró un solo folio.

En seguida se dio cuenta de que era una carta de James Langton.

Mi querida Eliza:
Nunca me pareció sensato que hicieras las maletas y dejaras en la estacada a tu madre cuando más te necesitaba. Mientras tú te largabas al otro lado del mundo (por un capricho pasajero, debo añadir), yo me ausenté varios meses debido a ciertos negocios importantes relacionados con mi finca.
Cuando llegué a casa, descubrí que tu madre había sufrido un derrame cerebral, y ahora está ingresada en el Hospital General, donde recibe tratamiento. Los médicos creen que no es el primero.
Eliza, siento tener que decírtelo, pero los síntomas eran evidentes desde hacía tiempo. Parece que sus problemas de pronunciación no se debían del todo a la ginebra, como decías tú. Tras la muerte prematura de tu marido, debiste quedarte en casa para cuidar de Anna. He hecho todo lo que he podido. Tienes que volver inmediatamente a casa ya sea para cuidar de tu madre, si sale con vida, o para organizar su funeral.
Yo estoy a punto de volver a casarme y no puedo seguir asumiendo la carga que representa tu madre.
Atentamente,
James Langton.

Una fuerte punzada en el pecho casi le cortó la respiración. La carta de Langton había venido a acrecentar el sentimiento de culpa que experimentaba por la muerte de su padre y de Oliver. Había sido una hija horrible, había abandonado a su madre en el peor momento posible y se sentía fatal. Su pobre madre debía de estar muy asustada y, por supuesto, tenía que volver a Inglaterra a cuidar de Anna en sus últimos días. Aunque eso no cambiara las cosas, no pudo evitar recordar cómo había intentado convencer a su madre de que no bebiera tanto. Le había escondido las botellas, la había vigilado, se había pasado noches en vela oyendo cómo su madre buscaba frenéticamente algo de alcohol. No había servido de nada. Anna Fraser estaba empeñada en acabar con su propia vida, y ¿cómo iba a encontrar las fuerzas para dejar la ginebra cuando no tenía nada que ocupase su lugar? Eliza se daba cuenta de que su madre utilizaba el alcohol para olvidar su soledad y los demonios internos que atormentaban su vida. Incluso en sus momentos más oscuros, Eliza era consciente de que el alcoholismo de su madre era una enfermedad mental, física y emocional. Nadie le había ofrecido asistencia médica ni ninguna organización se había dignado ayudarla: todos habían dejado que su madre se ahogase en su propia adicción mientras el resto del mundo se cruzaba de brazos y la llamaba débil. Eliza también la había considerado débil, una alcohólica de lo más voluble, imposible de tratar. Pero puede que su padre no estuviera libre de culpa. Puede que Anna no le hubiese mentido en aquella carta y que lo que hubiese provocado su declive no hubiese sido la muerte de su marido, sino su infidelidad. Y «algo más». Fuera lo que fuese ese «algo más».

Se acercó al armario, abrió la puerta y aspiró el olor a naftalina. Acarició con los dedos el vestido de seda que le había regalado Clifford. Era precioso. Perfecto. Al releer la carta, se dio cuenta de que había estado viviendo en un paraíso de tontos. Pensó en Jay y negó con la cabeza. Aunque se sentía dividida entre ayudar al hombre al que amaba y cuidar de su pobre madre, que se estaba muriendo sola y sin amor, sabía cuál era su deber. Tras contemplar por última vez la vista que se extendía a los pies de su ventana, Eliza se echó a llorar.