36
CUANDO ELIZA LLEGÓ a casa de Dottie, le sorprendió ver varias maletas y baúles amontonados en el jardín delantero y todas las cortinas corridas. Dottie, que estaba apoyada en una de las maletas, parecía agotada. El pelo se le había soltado de las horquillas y tenía las mejillas coloradas, pero al ver a Eliza se enderezó y se esforzó por sonreír.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Eliza.
Dottie dejó escapar un profundo suspiro y se apartó unos mechones de pelo de los ojos.
—Van a trasladarnos.
Eliza la miró, desconcertada.
—Pero ¿por qué tan pronto? No lleváis mucho tiempo aquí. Creí que habíais venido para quedaros.
—Se rumorea que Anish murió a consecuencia del tratamiento que le recomendó mi marido.
Eliza resopló.
—Eso es ridículo. Murió porque estaba obeso y era un holgazán.
Dottie se encogió de hombros.
—El caso es que vamos a trasladarnos al sur. En tiempos, no hace mucho, la palabra de un médico era ley. Ahora por lo visto pueden expulsarnos con cualquier pretexto. Pero bueno, ya está bien de hablar de mí. ¿Cómo estás?
Eliza respiró hondo antes de hablar. Había practicado las palabras exactas con las que quería expresarlo, pero no por eso le resultó fácil decirlas, ahora que había llegado el momento.
—Mi relación con Jay ha terminado.
Observó la reacción de Dottie, que pareció ser una mezcla de pena y alivio.
—¿Qué hay de Clifford? —le preguntó, con una mirada triste—. Ha estado perdido sin ti.
Eliza negó con la cabeza.
—No pienso volver con Clifford, pero tengo que hablar con él. ¿Sabes si está en casa?
Lanzó una mirada hacia la mansión de Clifford.
—Vi que un coche aparcaba frente a la casa antes, pero estaba un poco distraída. —Le señaló las maletas que estaban esparcidas por el jardín—. Perdimos algunos de nuestros objetos de valor al trasladarnos aquí y no quiero que nos vuelva a pasar.
—Entonces será mejor que no te entretenga, pero puedo echarte una mano si quieres.
—No te preocupes. Está todo bajo control. —Dottie se alejó un paso y contempló su casa—. Pero es una lástima. Es el sitio más bonito en el que he vivido. Lo echaré de menos y te echaré de menos a ti.
Abrió los brazos y las dos mujeres se abrazaron.
—Ojalá pudiera quedarme —dijo Dottie, cuando se separaron—. Ser esposa es muy difícil. Justo cuando empiezas a echar raíces, tienes que trasladarte por la carrera de tu marido. A los hombres no les importa. Tienen el trabajo y el club. Y supongo que tener hijos ayuda, pero para mí...
—Oh, Dottie, ojalá pudiera ayudarte.
Dottie negó con la cabeza.
—Pase lo que pase, Eliza, aférrate a tu trabajo.
Eliza asintió.
—Gracias por todo. Escríbeme, ¿de acuerdo?
Dottie sonrió.
—Clifford te dará nuestra nueva dirección. Cuídate. Y buena suerte. Me ha encantado conocerte. ¿Prometes que seguirás dedicándote a la fotografía?
—Puedes apostarte lo que quieras.
Cuando Dottie volvió a entrar en su casa, Eliza se dirigió a la puerta del jardín, una entrada lateral de la casa de Clifford. No quiso llamar a la puerta principal para pillarlo por sorpresa, esperando hacerse con una ventaja en lo que prometía ser una conversación difícil. Levantó la vista hacia el cielo deslumbrante, protegiéndose los ojos con la mano. Cuando era pequeña y vivía en la India, su padre y ella jugaban a describir las formas caprichosas de las nubes. Pero hoy no había ni una nube a la vista.
Al empujar la puerta, esta chirrió con fuerza, y Eliza vio que Clifford estaba en el jardín y que la había oído. Se quedó quieto, con la regadera en la mano, sin mover ni un músculo, casi como si hubiese echado raíces en aquel rincón del jardín.
—Hola, Clifford —lo saludó Eliza, consciente de que la aprensión que sentía iba en aumento.
Clifford recuperó la compostura y dio unos pasos hacia ella.
—No esperaba verte.
Eliza se fijó en que tenía las mejillas coloradas y un intenso rubor se extendía por su cuello.
—Seguro que no.
Clifford esbozó una media sonrisa.
—¿Has vuelto?
—¿Para siempre? No.
—Ah… ¿entonces?
—¿Te importa que nos sentemos a la sombra? Aquí, al sol, hace mucho calor.
Clifford señaló el banco bajo el ficus.
—¿Te parece bien?
Ella asintió con la cabeza. Clifford llamó al mayordomo para que les trajera un lassi dulce helado y se sentaron.
Mientras se acomodaba en el banco, Eliza contempló el jardín. Las recientes lluvias lo habían refrescado y hasta corría una ligera brisa. La hierba estaba más luminosa que antes, y los árboles, más verdes; hasta las flores parecían más animadas. «Es increíble cómo el agua lo es todo para la vida», pensó. Pero no había venido para hablar del agua: lo que quería eran respuestas y, por muy nerviosa que estuviese, no iba a dejar que nada se lo impidiera.
—¿Bueno? —dijo Clifford, girándose hacia un lado para mirarla—. ¿Qué querías que pensara cuando te marchaste sin avisar? Y sí, sé con quién has estado. Ni por un momento me creí las mentiras de Dottie.
—Lo siento.
—Eso espero. Y encima, ¡con Jayant Singh!
Eliza no dijo nada.
—Eliza, tienes que haber notado que los indios son unos afeminados, con todas esas joyas y esos ropajes de lujo.
Eliza, que ya estaba harta de la arrogancia y los prejuicios británicos y no quería volver a oírlos en toda su vida, se tensó, incapaz de ocultar su enfado.
—Si te plantearas casarte con un indio, ambas comunidades te condenarían al ostracismo. El mestizaje está muy mal visto por ambas partes, y lo sabes. Yo lo considero una traición a los principios imperiales.
—No he venido para hablar de eso contigo. Me he formado mi propia opinión sobre los británicos en la India y solo te diré que veo las cosas de forma muy distinta. Este no es nuestro país, Clifford, sino el suyo, y tienen derecho a hacer las cosas a su manera. En cuanto a lo mío con Jay, eso queda entre él y yo.
—Así que eso es lo que piensas. Debo decir que me has decepcionado.
—Puede. Pero ahora tengo algunas preguntas que hacerte y te agradecería que las contestases con sinceridad.
Clifford la miró, desconcertado.
—Me parece que soy yo el que debería hacerte preguntas. Después de todo, fuiste tú la que se largó de aquí y luego rompió nuestro compromiso por carta. Ni siquiera tuviste la decencia de decírmelo a la cara.
Eliza sabía que tenía razón y hasta cierto punto se avergonzaba; pero no iba a dejar que eso la disuadiese.
—Lo siento de verdad, pero no lo planeé —dijo, sosteniéndole la mirada.
Clifford resopló.
—Entonces ¿cuál era el plan? ¿Tener una aventura con el príncipe y luego volver con Clifford con el rabo entre las piernas? Tenía mejor concepto de ti.
—No había ningún plan —dijo Eliza, con tristeza.
Se quedaron en silencio unos instantes y al poco tiempo Clifford volvió a hablar.
—Me resulta difícil perdonarte que convencieras a Dottie de que mintiese por ti.
Eliza no le dijo que había sido idea de Dottie.
—Por favor, no discutamos —dijo—. Tengo cosas más importantes en mente. Y, ya que hablamos de mentir, ¿por qué me mentiste tan descaradamente sobre el arresto de Jay?
Clifford le lanzó una mirada confusa, pero no dijo nada.
—Cuando te pedí ayuda, ya sabías que iban a poner en libertad a Jay. Chatur había ido a verte y te había dicho que había habido un error y que el culpable era Dev. Supongo que Chatur no llegaría a admitir su participación, pero no arrestaste a Dev, ¿verdad? ¿Por qué no, Clifford?
Cuando lo miró, vio que Clifford la examinaba con atención, como en busca de pistas que le indicasen cuánto sabía. Eliza se obligó a recuperar la compostura. «Que sienta el nerviosismo», pensó. Y pasado un momento, hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí. Sé la verdad. Y más aún: creo que sé por qué no interviniste.
—¿Por qué?
—Sabías que vendría corriendo a pedirte ayuda en cuanto arrestaras a Jay, ¿verdad?
Clifford negó ligeramente con la cabeza.
—No fue del todo así.
—Basta de mentiras, Clifford. Contabas con que accediera a casarme contigo para que Jay quedase en libertad.
—Y no tuve ni que convencerte. Fuiste tú la que se ofreció.
Eliza lo miró fijamente.
—¡Fui una estúpida!
Clifford tensó la mandíbula y apartó la mirada.
—También sabías que, si Jay era declarado culpable, nunca podría gobernar. Pero creo que sabías que no conseguirías que lo condenaran.
—Admito que sospechaba que había gato encerrado desde el principio. Hay algo más: antes incluso de que Chatur viniera a decirme que había sido Dev, la chica se me acercó corriendo, me dijo la verdad y me suplicó que dejase en libertad a Jay…
Eliza frunció el ceño.
—¿La chica? ¿Qué chica?
Clifford se levantó, se alejó unos pasos y se giró. La miró, pero parecía incapaz de hablar, como si le estuviera dando vueltas a algo.
—¿Qué chica, Clifford?
—Indira, por supuesto.
—¿Indi? ¿Ella también estaba metida en el ajo?
—No. Dev le había dicho lo que planeaban él y Chatur. Nunca haría daño a Jay, aunque quizá quisiese hacerte daño a ti. —Hizo una pausa—. A su propia hermana.
La brisa amainó y el jardín quedó en completo silencio. Eliza notaba los latidos de su corazón, pero tenía la boca seca y no pudo dar con las palabras que necesitaba. ¿De qué demonios estaba hablando Clifford?
—Indira es tu hermanastra —dijo, pronunciando lentamente las palabras, como si la considerase una idiota—. Es la hija bastarda de tu padre.
Eliza se puso en pie, pero le temblaban las piernas y tuvo que agarrarse al brazo del banco con la mano.
—Te lo estás inventando —dijo—; solo quieres provocarme.
Pero apenas le salió un hilo de voz. Algo le decía que era cierto. Pensó en la fotografía que había encontrado en el desván de su madre y, tapándose la boca con la mano, deseó que Clifford le dijera que era broma, pero él negó con la cabeza.
—Lo siento —dijo—. Es la verdad.
Sintió ganas de gritar, pero no quiso darle la satisfacción de ver que había conseguido hacerle daño. En cierto modo, no lo culpaba: ella le había hecho daño y ahora buscaba venganza. Se obligó a mirarlo con la cabeza bien alta. Igual que Jay estaba con ella cada vez que respiraba, ahora se dio cuenta de que Indi también estaba siempre con ella. Se preguntó cómo podía haber estado tan ciega.
—¿Estás bien? —le preguntó Clifford en tono amable, aunque nada conseguiría calmarla en ese momento.
Eliza se volvió hacia él sin molestarse en disimular su enfado.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—No quería hacerte daño. De verdad. Me importabas mucho.
—No estoy hecha de cristal.
—Es una hija ilegítima. No habríais podido ser amigas, y, mucho menos, hermanas.
Eliza volvió a sentarse en el banco.
—Siempre quise tener una hermana. Toda mi vida he querido tener una hermana.
Entonces recordó que su madre había hablado de echar de casa a la niña «sucia». Su madre había rechazado a Indi y su padre había sido infiel. Todo era cierto. Todas las palabras acusatorias que había pronunciado su madre eran verdad. Eliza había ignorado a Clifford mientras pensaba en todo esto, pero ahora, al recordar lo que le había dicho Dev, sintió un escalofrío.
—Pero el de Indi no es el único secreto que me has ocultado, ¿verdad, Clifford? —dijo, en tono gélido.
—No sé a qué te refieres —contestó, como quitándole importancia. Cogió unas tijeras de podar que estaban tiradas en la hierba y empezó a recortar un arbusto cercano.
Eliza quedó conmocionada ante la explosión de su propia ira.
—Por el amor de Dios, ¡sé sincero por una vez! Sabías que el padre de Dev fue el que tiró la bomba que mató a mi padre. Por eso Dev accedió a ayudar a Chatur. Tenía miedo de que se supiese la verdad. Tenía miedo de que le pasara algo a su padre.
Clifford hizo una pausa y empezó a hablar con voz más seria.
—Solo quería protegerte, Eliza. ¿De qué te habría servido saberlo? Nunca encontramos al culpable.
Habló con calma, como si tuviese las palabras bien ensayadas.
—¿Qué me dices de Indi? No te correspondía a ti decidirlo.
—Se lo prometí a tu madre.
—Pero me pediste que viniera a Rajpután sabiendo que Indira estaba aquí. ¿Por qué?
Por un momento, no respondió. Parecía nervioso.
—No vi por qué tenías que enterarte.
—¿Y quién más lo sabe? Obviamente Indi, pero ¿y los demás? ¿Se ríen todos de mí?
Clifford habló con los ojos bajos y el ceño fruncido.
—Nunca lo habría permitido. No lo sabe nadie, Eliza. Te lo prometo. Indi acaba de enterarse hace poco. Justo antes de morir, su abuela le dijo la verdad.
Eliza no contestó, sino que alzó la vista hacia el cielo del atardecer y se inclinó hacia delante, con la cabeza entre las manos. Era demasiado para asimilarlo. No sabía qué pensar de Indi y no tenía ni idea de cómo enfrentarse a tener una hermana. Debía protegerse de todos estos sentimientos completamente desconocidos y quiso refugiarse en su interior, hacer que el muro que la rodeaba fuese aún más sólido. Alzó la vista. El jardín le había parecido tan bello, lleno de luz y de brisa; ahora se había convertido en un lugar lleno de sombras cambiantes.
Se dio cuenta de que Clifford la estaba observando. La expresión de su rostro había cambiado y su actitud se había suavizado.
—¿De verdad me llamaste para hacer fotografías para el archivo o para que participase, sin saberlo, en una conspiración para espiar a la familia real?
—Para el archivo, por supuesto. Tengo todas tus fotografías, ya impresas. Mandaré enmarcar las que elijas. Las enviarán adonde quieras, ¿te parece bien? Y, si quieres completar el proyecto, todo quedará archivado.
—Gracias.
—Enviaré las fotos a casa de Dottie. Supongo que no querrás pasar más tiempo aquí.
—Tengo que devolverte la Leica.
—No. Fue un regalo. Y a mí no me serviría de nada.
—Es muy generoso por tu parte. Gracias. Te devolveré el favor algún día.
Clifford extendió una mano.
—Eliza...
Ella negó con la cabeza.
—No te acerques más.
Sabía que, si Clifford decía más, se echaría a llorar, así que se levantó y, sin prisas, salió del jardín.
En casa de Dottie ya estaban cargando las maletas para llevarlas a la estación. Dottie se había puesto el sombrero y se le acercó corriendo y llamándola en voz alta.
—Estamos a punto de marcharnos, ¿Clifford te ha dado la dirección?
Eliza negó con la cabeza, y ahora que Dottie la veía de cerca, se dio cuenta de que le pasaba algo.
—Dios mío —dijo—. ¿Qué te pasa? Parece que has visto un fantasma.
Eliza no podría haber hablado aunque hubiese querido. Había llegado a la India, a Rajpután, llena de todo tipo de expectativas, pero nunca, ni en un millón de años, se habría imaginado que iba a descubrir a una hermana.
—Toma las llaves —le dijo Dottie—. Hay dos dormitorios, encontrarás todo lo que necesitas. Los muebles no son nuestros, así que los hemos dejado aquí. Quédate todo el tiempo que quieras. El alquiler está pagado hasta finales del mes que viene.
Eliza asintió con la cabeza.
—Gracias. Tengo que elegir las fotografías para la exposición, así que lo haré aquí.
—Espera un momento, te anotaré nuestra nueva dirección. —Dottie entró corriendo en la casa y salió con un trozo de papel doblado—. No sé qué ha pasado para que estés tan pálida, pero si alguna vez necesitas una amiga, escríbeme. Visítanos. Lo que quieras…
Eliza se tragó el nudo que tenía en la garganta y deseó que su amiga no tuviera que irse. Aunque, al mismo tiempo, se dio cuenta de que quizá nunca podría hablar del tema.
Dottie abrió los brazos y la estrechó. Pasado un momento, se separaron, Dottie se subió al coche que la esperaba y se marchó. Eliza observó cómo el vehículo desaparecía a lo lejos. Mientras Dottie estaba con ella, había creído que todo permanecía en silencio; pero ahora la asaltaron los ruidos de Juraipur: niños gritando, campesinos vendiendo frutas y verduras, la gente de la ciudad ocupándose de sus cosas. Eliza se tapó los oídos con las manos y entró corriendo en la casa.