1
ESTADO PRINCIPESCO
DE JURAIPUR,
RAJPUTÁN, IMPERIO INDIO
NOVIEMBRE DE 1930
POR UN MOMENTO, Eliza vislumbró la fachada del castillo. Le sorprendió cómo brillaba, como un espejismo exótico y un tanto inquietante surgido como por arte de magia de la calima del desierto. El viento amainó para en seguida volver a avivarse y Eliza cerró un momento los ojos para no ver las interminables arenas temblorosas. Tan lejos de su casa y sin la más remota idea de cómo irían las cosas, no había vuelta atrás, y sintió que se le formaba un nudo de miedo en la boca del estómago. A sus veintinueve años, este iba a ser su mayor encargo desde que se hiciese fotógrafa profesional, aunque todavía no tenía muy claro por qué la había elegido Clifford Salter. Sí le había explicado que sería la candidata ideal para fotografiar a las mujeres de palacio, ya que muchas todavía tenían miedo a los desconocidos, sobre todo a los hombres. Y el virrey había pedido expresamente un fotógrafo británico para evitar un conflicto de lealtades. Le pagarían un sueldo mensual más una prima final si el trabajo era satisfactorio.
Abrió los ojos y el resplandor de la arena y el polvo la cegó. El castillo había quedado oculto a la vista y, sobre su cabeza, se extendía el inmenso cielo azul, que caía con un calor despiadado. El escolta que la guiaba hacia la ciudad se giró para decirle que se diese prisa. Eliza agachó la cabeza para protegerse de la arena y volvió a subir al carro tirado por camellos, estrechando la bolsa de la cámara contra el pecho. Por encima de todo, no debía permitir que la arena dañase su preciosa carga.
Cuando estuvieron más cerca de su destino, levantó los ojos y vio una fortaleza de ensueño que se extendía a lo largo de la cima de la montaña. Un centenar de pájaros volaban bajo en el horizonte de color lila y las nubes, deshechas en hilos rosados, trazaban caprichosos dibujos en lo alto. Algo adormecida por el calor, se esforzó por no dejarse llevar por el embrujo de la escena: después de todo, estaba aquí para trabajar. Pero el viento, del que procuraba protegerse caminando encorvada, se empeñaba en evocar tanto el pasado lejano como sus recuerdos más recientes.
Cuando Anna Fraser se puso en contacto con Clifford Salter, un rico ahijado de su marido, esperaba que, con sus contactos, pudiese conseguirle a su hija un puesto de oficinista en un bufete de abogados de Cirencester o algo por el estilo. Esperaba desanimar a su hija de intentar abrirse camino como fotógrafa. Después de todo, le decía, ¿quién iba a contratar a una mujer fotógrafa? Pero resultó que había alguien, y ese alguien había sido Clifford, que le dijo que sería la candidata ideal para sus fines. Anna no pudo oponerse. Después de todo, era el representante de la Corona Británica y solo rendía cuentas al jefe del gobierno local o AGG de Rajpután, que gobernaba indirectamente los veintidós estados principescos. El jefe, los residentes y los cargos políticos secundarios de los estados más pequeños pertenecían al departamento político que dependía directamente del virrey.
Así que ahora Eliza estaba a punto de pasar un año dentro de un palacio en el que no conocía a nadie. Su trabajo consistiría en fotografiar la vida en el estado principesco para un nuevo archivo fotográfico con el que conmemorar el traslado de la sede del gobierno británico de Calcuta a Delhi. La construcción de Nueva Delhi se había prolongado mucho más de lo esperado y la guerra lo había retrasado todo, pero por fin había llegado el momento. Su madre le hablaba a menudo del sufrimiento de la gente y no pudo evitar recordar sus advertencias al ver a unos niños jugando entre el polvo y la suciedad frente a las enormes murallas del castillo. Vio a una mendiga sentada con las piernas cruzadas y la mirada perdida junto a una vaca dormida. A su lado, un andamio de bambú que estaba apoyado contra un muro alto se tambaleaba peligrosamente. Justo entonces, dos tablas de madera se soltaron encima de donde un niño desnudo jugaba en cuclillas en el suelo.
—¡Pare! —gritó Eliza, y, mientras el carro se detenía con un traqueteo, saltó justo cuando uno de los tablones empezaba a resbalarse de las sogas. Con el corazón en un puño, llegó a donde estaba el niño y lo puso a salvo. La madera cayó al suelo y se rompió en pedazos. El niño salió corriendo y el conductor del carro se encogió de hombros. «¿Es que no les importa?», se preguntó mientras subían por la rampa.
Unos minutos más tarde, el conductor del carro se bajó a discutir con los guardias que estaban apostados frente a la fortaleza. Lo recibieron con hostilidad, a pesar de que les mostró los papeles. Eliza observó la imponente fachada y la enorme puerta cercada, lo suficientemente ancha como para que pasase un ejército entero con camellos, caballos y hasta carruajes. Incluso había oído decir que el príncipe tenía varios coches. De camino al castillo, el vehículo en el que viajaban se había averiado y, tras continuar en el carro tirado por camellos, Eliza estaba cansada, sedienta y cubierta de polvo. La arena se le había metido en los ojos doloridos y entre los cabellos, y le picaba la cabeza. No pudo evitar rascarse, aunque eso solo empeoró las cosas.
Por fin, una mujer con el rostro cubierto por un largo y vaporoso chal que solo dejaba entrever sus ojos oscuros apareció junto a las puertas.
—¿Su nombre?
Eliza le dijo quién era, levantando la mano para protegerse los ojos del sol cegador de la tarde.
—Sígame.
La mujer tranquilizó a los guardias con un asentimiento de cabeza, y aunque parecieron contrariados, las dejaron pasar. Hacía dieciocho años que Eliza y su madre habían salido de la India para trasladarse a Inglaterra, dieciocho años de posibilidades cada vez más limitadas para Anna Fraser. Pero Eliza había decidido ser libre. Esta nueva oportunidad era como volver a nacer, como si una mano misteriosa la hubiese traído de vuelta a la India; aunque, en realidad, Clifford Salter no tenía nada de misterioso. De ser así, habría sido más emocionante; pero sería difícil encontrar a un hombre más ordinario que el amable funcionario. El pelo castaño, que empezaba a clarear, y los miopes ojos azul claro, que siempre parecían húmedos, reforzaban la impresión de cotidianidad, pero Eliza estaba en deuda con él por haberle conseguido este trabajo en la tierra de los rajputs, clanes de guerreros nobles dentro del grupo de estados principescos situados en la región desértica del imperio indio.
Antes de atravesar una serie de gloriosos arcos, Eliza se sacudió el polvo lo mejor que pudo. Un eunuco la condujo hasta un pequeño vestíbulo a través de un laberinto de habitaciones y pasillos azulejados. Aunque había oído hablar de estos hombres castrados que vestían ropa de mujer, no pudo evitar estremecerse. El vestíbulo estaba custodiado por varias mujeres, que miraron a Eliza con antipatía y le impidieron el paso a través de las anchas puertas de madera de sándalo con incrustaciones de marfil. Cuando, después de las explicaciones del eunuco, por fin la dejaron pasar, la hicieron esperar a solas. Examinó la habitación, cada centímetro de la cual estaba pintado de azul celeste con sutiles toques de oro. Flores, hojas y delicadas volutas se elevaban por las paredes y se desplegaban por el techo, y hasta el suelo de piedra estaba cubierto por una alfombra del mismo color. A pesar de ser un tono vivo, la impresión de conjunto era de una belleza sumamente delicada. Envuelta en azul por todos lados, casi se sentía parte del cielo.
Se preguntó si debía anunciar su llegada de alguna manera. ¿Tosiendo educadamente? ¿O diciendo algo en voz alta? Se secó las palmas de las manos sudorosas en los pantalones y dejó en el suelo la bolsa con su equipamiento fotográfico, aunque, tras un momento de indecisión, volvió a cogerla. El pelo enredado, los pantalones color caqui y la blusa blanca almidonada (ahora arrugada) no hacían más que reforzar su sensación de estar completamente fuera de lugar. Jamás encajaría con el encanto de todo lo que la rodeaba, con esos exquisitos colores y dibujos. Se había pasado toda la vida fingiendo encajar, hablando de cosas que no le importaban y aparentando interés por personas que no le interesaban. Había hecho todo lo posible por ser como las otras niñas y, después, como las otras mujeres; pero la sensación de no formar parte del grupo la había perseguido, incluso durante su matrimonio con Oliver.
En una sala de un naranja encendido, al otro lado del recibidor azul, el sol que entraba a raudales por un ventanuco rectangular iluminaba las motas de polvo que flotaban en el aire. Más allá, vio uno de los rincones de otra habitación; esta, de color rojo oscuro, donde comenzaban las paredes talladas del zenana propiamente dicho. Sabía que, desde tiempos inmemoriales, la entrada a los zenanas de los palacios reales de Rajpután estaba prohibida a los hombres que no fuesen miembros de la familia real. Clifford le había explicado que las dependencias de las mujeres (él las llamaba «harén») estaban envueltas en misterio e intriga; escenario de conspiraciones, chismorreos y un erotismo desenfrenado, dijo, ya que todas las mujeres habían sido instruidas en las «dieciséis artes de la feminidad». Un lugar de licenciosas copulaciones, plagado de degeneración moral, le había dicho con un guiño; incluso con los sacerdotes, o quizás, especialmente con los sacerdotes; aunque los representantes británicos que lo precedieron se habían esforzado por erradicar las prácticas sexuales más oscuras del zenana.
Eliza se preguntó cuáles serían las dieciséis artes. Tal vez, si las hubiese conocido, su matrimonio no habría fracasado, pero, al recordar lo solitaria que era su vida con Oliver, no pudo evitar suspirar.
Un soplo de un empalagoso perfume oriental, un aroma a canela con un toque de jengibre, mezclado con algo embriagadoramente dulce, proveniente de la habitación roja le confirmó todo lo que había oído decir del zenana. La fragancia le dio claustrofobia y le entraron ganas de acercarse a la ventana, apartar la vaporosa cortina blanca y sacar la cabeza para respirar aire fresco.
Empezaban a dolerle los brazos y se agachó para dejar el pesado equipaje sobre la alfombra, esta vez contra la pared, donde una lámpara en forma de pavo real remataba una columna de mármol. Al oír una tos grave, Eliza miró hacia arriba y se apresuró a enderezarse y alisarse los mechones de pelo que se le habían escapado de las horquillas cuidadosamente colocadas. Mantener bajo control su abundante melena larga, que tendía a encresparse, era una batalla constante. Intentó disimular su nerviosismo al ver la silueta de un hombre extraordinariamente alto frente a la ventana.
—¿Es usted británica? —preguntó el desconocido, y Eliza se lo quedó mirando, sorprendida por su impecable inglés.
Dio unos pasos hacia delante y la luz le iluminó la cara. El hombre era indio y parecía inmensamente fuerte. Tenía la ropa cubierta de un polvo rojizo y anaranjado y llevaba un gran pájaro encapuchado sobre el codo derecho.
—¿Qué hace aquí? —dijo Eliza—. ¿No es la entrada al zenana?
Lo miró fijamente a los profundos ojos color ámbar ribeteados por unas pestañas increíblemente oscuras y se preguntó por qué no llevaría turbante. ¿No lo llevaban todos los rajput? Tenía la piel oscura y reluciente y el brillante pelo castaño le formaba una onda sobre la frente.
—Le recomiendo que busque la entrada de servicio —añadió, deseando que se fuese y pensando que debía de ser una especie de vendedor, aunque en realidad parecía más bien un gitano o un trovador ambulante. Notó que un hilillo de sudor le corría por las axilas: ahora las manos no era lo único que tenía pegajoso.
En aquel momento, una mujer india de mediana edad entró en la habitación. Llevaba las prendas tradicionales: la falda larga de vuelo conocida como ghagra combinaba con una exquisita blusa y un vaporoso mantón o dupatta, que flotaba al andar. Los tejidos formaban una mezcla de colores discordantes: bermellón, verde esmeralda y escarlata adornados con hilos de oro; pero juntos, creaban un todo maravilloso. Una nube de esencia de sándalo la precedía, junto con un aire de silenciosa calma. Cuando tiró de una cuerda oculta tras la columna de mármol, la lámpara en forma de pavo real cobró vida, bañando sus manos de una resplandeciente luz en tonos azules y verdes. Solo entonces, dio unos pasos hacia Eliza e hizo una ligera reverencia con las palmas de las manos unidas frente al pecho y los dedos apuntando hacia arriba. Eliza se fijó en que llevaba docenas de anillos rematados con piedras preciosas y las uñas de las cuidadas manos pintadas de plateado.
—Namaskār, soy Laxmi. Debe de ser la fotógrafa, la señorita…
—Me… me llamo Eliza Fraser.
Inclinó la cabeza, sin saber si sería correcto hacer una reverencia. Después de todo, esta mujer había sido maharaní, o reina, y era la madre del soberano de Juraipur. Clifford le había dicho que la belleza y la inteligencia de la maharaní eran legendarias y que, junto con su difunto esposo, el antiguo maharajá, había sido la responsable de modernizar muchas de las costumbres del estado. Llevaba el cabello trenzado y recogido en un moño sobre la nuca de su cuello largo y elegante y tenía los pómulos pronunciados, y los ojos, oscuros y brillantes. Eliza se dio cuenta de que la fama de su belleza hacía honor a la verdad y deseó haberle pedido a Clifford que le explicase más a fondo el protocolo. Lo único que le había dicho era que tuviese ojo con las polillas y las hormigas blancas. Las polillas se comerían su ropa, y las hormigas, los muebles.
Laxmi se giró hacia el hombre.
—¿Y tú? Ya veo que has vuelto a meter ese pájaro en casa.
El joven se encogió de hombros con familiaridad y enarcó las cejas, y Eliza se fijó en que las tenía oscuras y gruesas.
—¿Te refieres a Godfrey? —dijo.
—¿Qué clase de nombre es ese para un halcón?
El joven rio y le guiñó un ojo a Eliza.
—Mi profesor de letras clásicas en Eton se llamaba Godfrey, y era un buen tipo.
—¿En Eton? —repitió Eliza, sorprendida.
Laxmi suspiró, impaciente.
—Permítame que le presente a mi segundo hijo, y también el más rebelde, Jayant Singh Rathore.
—¿Su hijo?
—¿Siempre lo repite todo como un loro, señorita Fraser? —preguntó Laxmi, con una mirada maliciosa. Pero en seguida sonrió—. Está nerviosa, es comprensible. Me alegro de que haya venido a fotografiar nuestras vidas. Para un nuevo archivo fotográfico en Delhi, según me han dicho.
Al ver que mencionaba su trabajo, Eliza cobró vida y empezó a hablar animadamente.
—Sí, Clifford Salter quiere unas fotografías informales que muestren cómo es su vida de verdad. A mucha gente le fascina la India, y espero poder colocar algunas de las instantáneas en las mejores revistas fotográficas. El Photographic Times o el Photographic Journal serían perfectos.
—Ya veo.
—Un retrato exhaustivo de la vida en un estado principesco a lo largo de un año. Estoy deseando vivir aquí. Gracias por invitarme. Prometo no molestar, pero hay tanto que quiero ver, y la luz es increíble. Lo más importante son las luces y las sombras, ya sabe, el claroscuro, y espero poder…
—Sí, sí, claro. En cuanto a mi hijo, verá que, una vez se sacuda el polvo del desierto de la ropa, no intimida tanto como ahora. —Eliza rio—. Admítalo: ¿a que creyó que era gitano?
Eliza notó que se ruborizaba, consciente de que ella también estaba cubierta de polvo, y aunque no era la época más calurosa del año, no estaba acostumbrada a estas temperaturas.
—No se preocupe, cuando le da por pasar varios días seguidos en el desierto, a todo el mundo se lo parece. —Resopló—. Ya ha cumplido los treinta, es adicto al peligro y prefiere la naturaleza a nosotros, la gente civilizada. No me extraña que todavía no esté casado.
—Madre —dijo, y Eliza percibió un tono de advertencia en su voz. Acto seguido, se acercó a la ventana, descorrió la cortina y se apoyó en el alféizar con expresión de total desinterés.
La frustración de Laxmi con su hijo se reflejó en el temblor de su barbilla, pero se recuperó rápidamente y se volvió hacia Eliza.
—¿Dónde está su equipo?
—Esta es una parte. El resto viene de camino, en un carro.
Eliza señaló vagamente hacia donde suponía que podía estar el carro.
—Me aseguraré de que lo lleven a sus habitaciones. Se alojará aquí, donde podamos tenerla vigilada.
Eliza se sintió un tanto intimidada y no debió de disimular del todo su ansiedad, porque la mujer volvió a reír.
—Le estoy tomando el pelo, querida. Es libre de ir y venir a su antojo dentro del palacio. Hemos seguido las peticiones del residente al pie de la letra.
—Es muy amable por su parte.
—No tiene nada que ver con la amabilidad. Nos conviene intentar complacer al gobierno británico en lo que podamos. En el pasado, las relaciones entre indios y británicos han sido difíciles, lo admito, pero estoy tratando de ejercer mi influencia sobre ciertas facciones dentro del castillo. Pero ya basta de hablar de nosotros. Le hemos organizado un cuarto oscuro con acceso al agua para que pueda trabajar, según nos pidió, y verá que sus habitaciones personales son de lo más acogedoras y dan a un bonito patio lleno de palmeras.
—Gracias. Clifford me dijo que usted lo había organizado todo. Pero esperaba… bueno, una vivienda independiente.
—Me temo que no es posible. En cualquier caso, la casa de invitados que tenemos en la ciudad está en obras. Y hay otra razón: puede que hayamos abolido el purdah aquí en Juraipur, pero hay muchos que siguen creyendo que las mujeres deben permanecer ocultas tras el velo. No podemos permitir que se pasee de acá para allá en público sola.
—Estoy segura de que me las apañaría —dijo Eliza, aunque en realidad no estaba nada segura.
—No, querida. Los británicos creen que son los únicos responsables de que las mujeres hayamos podido salir a la luz, pero, para serte sincera, muchas solo defendíamos de boquilla la costumbre del purdah, y, tras la muerte de su madre, mi marido accedió de buena gana a mis peticiones de que la eliminase. La sumisión y la ignorancia de las mujeres convenían a la mayoría de los hombres. Pero, por suerte, mi marido no era uno de ellos.
—¿Qué debo hacer fuera de las murallas del palacio?
—Ir acompañada en todo momento, por supuesto. Y eso me lleva a su primera misión. Ahora que ya está bien entrado el mes de Kartik, mi hijo Jayant se ha ofrecido amablemente a acompañarla a la feria de camellos de Chandrabhaga pasado mañana. Los escoltarán varios criados que los seguirán en todo momento. Estoy segura de que a mi hijo le gustará volver a hablar inglés y de que usted disfrutará de la feria. Tengo entendido que habrá camellos de distintos pelajes y todo tipo de rostros interesantes que retratar. Y mañana acompañará al señor Salter a un partido de polo.
Eliza no pudo controlar los nervios. No le interesaban ni el partido de polo ni la feria de camellos. Quería instalarse y empezar a conocer Juraipur antes de marcharse a otro sitio, especialmente en compañía de este supuesto príncipe, si es que de verdad lo era. Su intento de sonrisa se quedó en una mueca.
—Esperaba poder explorar el castillo primero —dijo, notando que el príncipe la observaba con expresión de curiosidad, con el halcón todavía posado en el brazo.
—Madre, me parece que has encontrado la horma de tu zapato —comentó.
Mientras hablaba, a Eliza le pareció percibir un tono nuevo en su voz. ¿Se estaría burlando de ella? ¿O de su madre?
Laxmi farfulló en voz baja, aunque con perfecta educación, y Eliza tuvo la impresión de que consideraba extremadamente improbable encontrar la horma de su zapato.
—Tendrá tiempo de sobra para ver el castillo. No puede perderse la feria, así empezará a hacerse una idea de la vida en el campo y conocerá a Indira. Le pediré a la criada, Kiri, que le muestre sus habitaciones.
—¿Ha permitido que Indira vaya por delante, madre? ¿Y si le pasa algo?
—He ordenado a un hombre de confianza y a una criada que la acompañen, y, en cualquier caso, la chica entiende de camellos.
El sol debía de haberse movido en el cielo porque ahora los largos rayos de luz caían sobre el suelo de la habitación. Laxmi había sido abierta y simpática con ella, pero Eliza intuía que era mejor no contrariarla. Cuando salió de la habitación, toda una reina de la cabeza a los pies, el joven le hizo una reverencia formal. Y ahora que tenía ocasión de observarlo, Eliza vio una cara fuerte, definida por unos pómulos altos muy parecidos a los de su madre pero mucho más masculinos, una frente inteligente, los ojos, en los que ya se había fijado antes, de color ámbar y un tanto separados, y un cuidado bigote. Cuando el príncipe le devolvió una mirada severa, bajó los ojos.
—No la hemos invitado —dijo, muy tranquilo—, sino que cumplimos órdenes de permitirle entrar en el castillo y escoltarla a otros lugares. A los británicos les gusta dar órdenes.
—¿Fue cosa de Clifford Salter?
—Exactamente.
—¿Y siempre obedece sus órdenes?
—Yo… —Hizo una pausa y cambió de tema, pero Eliza tuvo la impresión de que había estado a punto de decir algo más—. Mi madre quiere un camello color chocolate.
—¿Hay camellos color chocolate?
—Principalmente en Chandrabhaga. Le gustará. Muy pocos británicos van. Y con su melena color camello, encajará sin problemas.
Aunque lo dijo con una sonrisa, Eliza no pudo evitar ponerse tensa. Se pasó una mano por el pelo.
—Yo prefiero llamarlo «color miel».
—Bueno, estamos en Rajpután.
—Esa tal Indira, ¿puedo preguntarle quién es?
—Una pregunta difícil… Solo tiene diecinueve años, pero dicta sus propias normas. Ya la verá: es de lo más fotogénica.
—¿Es su hermana?
Al oír la pregunta, el hombre se volvió para mirar por la ventana.
—No estamos emparentados. Pinta miniaturas, tiene mucho talento. Es toda una artista. Vive aquí, bajo la protección de mi madre.
Eliza oyó voces de niños, que reían y gritaban más allá de la ventana.
—Son mis sobrinas —explicó, y las saludó con la mano antes de girarse a mirar a Eliza—. Tres niñas encantadoras, pero no tengo sobrinos, para vergüenza eterna de mi hermano.
Una mujer de mediana edad entró sigilosamente en la habitación y le hizo gestos a Eliza de que la siguiera. Esta recogió su bolsa, algo molesta. ¿Cómo podía decir algo así delante de ella? ¿De verdad creía que tener solo hijas era motivo de vergüenza?
—Déjela. Alguien la llevará a sus habitaciones.
—Puede que solo sea una mujer, pero prefiero llevarla yo misma.
Jayant inclinó la cabeza.
—Como desee. Prepárese para partir a las seis, pasado mañana. ¿O es demasiado temprano para usted?
—Por supuesto que no.
El joven la examinó con atención.
—¿Tiene algo de ropa femenina?
—Si quiere decir vestidos, sí, pero he descubierto que para trabajar, lo mejor es llevar pantalones.
—Bueno, será un placer conocerla mejor, señorita Fraser.
Su sonrisa condescendiente la irritó más de lo debido. ¿Quién era este engreído para juzgarla? Sin duda, era un perezoso consentido y sin ambiciones, como todos los hombres de la familia real india. Y cuanto más lo pensaba, más se enfurecía.
AL DÍA SIGUIENTE, Eliza se despertó temprano. Las cortinas de su habitación eran muy finas y el sol ya brillaba con fuerza suficiente como para obligarle a protegerse los ojos cuando se levantó de un salto de la cama y se acercó a la ventana. Tenía la extraña sensación de que, a pesar de todos los años que habían pasado, algo de la sangre de este país exótico seguía corriéndole por las venas y que lo llevaba en el corazón. El simple olor de la tierra evocaba recuerdos lejanos, y se había despertado varias veces a lo largo de la noche con la sensación de que algo la llamaba. El aire traía el olor de las arenas del desierto y aspiró el frescor de la mañana, ilusionada y nerviosa.
La vista del patio era todo lo bonita que le había prometido Laxmi y sonrió al ver a unos monos saltando de árbol en árbol y jugando con los columpios más grandes que había visto en su vida. Como el castillo (que era solo una parte de la gigantesca fortaleza) estaba en la cima de la altísima y escarpada montaña de arenisca que se alzaba sobre la ciudad dorada, la vista de azoteas y tejados planos que se extendía a sus pies la dejó sin aliento y sonrió, encantada. Las pequeñas casas cúbicas que se acurrucaban contra las murallas de la fortaleza relucían, de un ocre intenso y bruñido, pero las casas más lejanas iban palideciendo hasta quedar teñidas de plata blanquecina en el horizonte, donde la ciudad daba paso al desierto. Era como abrir la caja de pinturas de un niño y ver todos los sublimes tonos de oro y madreselva bajo el sol. Desperdigados entre las casas, los árboles polvorientos elevaban las ramas hacia la luz, y por encima de la ciudad grandes bandadas de pájaros planeaban o se lanzaban en picado.
Ahora hacía fresco, pero Eliza sospechaba que, a mediodía, la temperatura llegaría a los veintitantos grados o más, y no parecía que fuese a llover. Se preguntó qué debía ponerse para un partido de polo y se decidió por una camisa de manga larga con una gruesa falda de tejido de gabardina. La pregunta de qué debía llevar en la maleta para la India la había preocupado durante semanas, mucho antes de comenzar el largo viaje en barco. Su madre no había podido ayudarla, ya que solo parecía recordar los vestidos de gala que llevaba durante la época en la que vivió en la India antes del asesinato de su marido, el padre de Eliza. Eliza recordaba muy poco de aquellos años, pero incluso ahora se le formó un nudo en la garganta al pensar en él.
La vida no había sido fácil, y tras la muerte de Oliver, su marido, Eliza había vuelto a casa de su madre, donde había descubierto que Anna escondía botellas de ginebra por todas partes, por lo general debajo de la cama o del fregadero de la cocina. Anna lo negaba todo, y a veces ni siquiera recordaba haber bebido demasiado. Eliza había acabado por perder la esperanza. Sabía que la ayuda de Clifford Salter había sido un afortunado giro del destino, y trasladarse a la India suponía un intento de pasar página, pero aquí estaba, pensando en el pasado, y no solo en su madre.
Volvió la vista hacia la habitación, que era grande y espaciosa. La cama estaba oculta detrás de un biombo y en uno de los rincones habían formado una pequeña sala de estar con un sillón grande y un cómodo sofá, detrás del cual un arco conducía a un pequeño comedor. No había ni rastro de polillas ni hormigas. Otro arco decorativo, este en la pared frente a la cama con dosel, daba a un espléndido baño. La puerta del cuarto oscuro quedaba fuera, en el sombrío pasillo, y estaba satisfecha porque le habían confirmado que sería la única que tendría la llave.
Mientras sacaba algunas prendas de la maleta, pensó en su llegada la noche anterior, justo cuando una brillante puesta de sol teñía de rojo el cielo. Las campanas del templo repicaban, y dos chicas, que pasaron zumbando sobre sendos patines, casi la tiraron al suelo. Chillaron, rieron y se disculparon en hindi, y Eliza, contenta de haberlas entendido, se sintió agradecida a la anciana aya india que le había enseñado el idioma. Las clases que había tomado últimamente para refrescar sus conocimientos también habían ayudado.
Poco después, un criado impecablemente enguantado que llevaba un uniforme blanco y un turbante rojo le trajo unos cuencos de dal, arroz y fruta en bandeja de plata, y, tras deshacer la maleta, agradeció poder acostarse temprano. De no haber habido tantísimo ruido, se habría quedado dormida al instante, agotada tras el largo viaje desde Inglaterra, la caminata hasta Delhi, donde había vuelto a reunirse brevemente con Clifford, y el último día de viaje hasta Juraipur. Pero el ruido era ensordecedor. Música, risas, el canto de los pájaros y de las ranas y niños levantados hasta las tantas: todo esto se colaba por su ventana junto con el chillido de los pavos reales (que más bien parecían gatos aullando), y el ruido interrumpió su sueño.
Se quedó en la cama, desvelada e impotente, pero hechizada por la noche de Juraipur: los tambores, los caramillos, el humo que impregnaba el aire, pero, por encima de todo, la sensación constante de una vida vivida en plenitud, a pesar de la pobreza y la aridez de este mundo desértico.
Incapaz de dejar de darle vueltas a la cabeza, pensó en su padre y en su marido. ¿Conseguiría perdonarse por lo ocurrido alguna vez? Tenía que hacerlo si quería aprovechar al máximo esta oportunidad única en la vida, y no podía arriesgarse a volver a casa de su madre con el rabo entre las piernas. Eliza apenas se atrevía a admitir que había venido a redescubrir algo que llevaba dentro, algo que había perdido el día en que se marcharon a Inglaterra.